Correr es
como volcar la jarra de las preocupaciones diarias hasta que se queda vacía. Es
mi momento de introversión particular, no tengo que pensar, ni hablar, ni preocuparme
por nada excepto por dónde sacar la “chorra” para mear cuando olvido hacerlo en
casa. Termino de trabajar y solo pienso en cambiarme de ropa, de calzado,
elegir la música que voy a escuchar y decidir qué camino seguir de entre los
muchos que se entrelazan por las huertas y los campos de naranjos que rodean Tavernes
Blanques. No suelo fallar ni una tarde, a veces ni meriendo, prefiero correr
que comer. Supongo que soy una especie de yonqui del sudor. Necesito mi dosis
diaria de esfuerzo físico y de fragante aire cargado de mis aromas favoritos: eau
de insecticida industrial y perfaum de estiércol.
Así era mi
“rutina del desestrés”, una especie de ritual particular que había logrado
mantener invariable hasta que un martes de hace tres meses, me vi forzado a
cambiarlo.
Ese día
transcurrió como un martes cualquiera. Tuve una jornada laboral de lo más tranquila
salvo por un pequeño roce de opinión con mi joven compañera de mesa acerca de sobre
quién recae la responsabilidad de las elecciones que hacemos en la vida adulta.
Yo soy más propenso a inclinarme a favor de la responsabilidad exclusiva de
cada individuo, pero la opinión mayoritaria en mi departamento parece inclinarse
más a volcar las culpas sobre esta sociedad capitalista y excluyente de la que
ellos mismos forman parte, algo que curiosamente parece costarles admitir. Eso
sí, todos terminan de trabajar y se van a casa a disfrutar del último modelo de
iPhone que acaba de salir, de sus gafas de RV de última generación o de su
Smart TV de cincuenta pulgadas. Todo ello fruto de sus elecciones vitales y diseñado
para sumergirles en un mundo particular donde cada uno de ellos puede excluir
de su vida, todo cuanto desee.
Yo en cambio
salgo a correr, prefiero aislarme en un entorno real que en uno virtual. Llegué
a casa, me cambié de ropa, cogí mi MP3, mis auriculares y me dirigí a paso
ligero a los límites de mi municipio. Inicié la marcha calentando por una pista
forestal que recorre en paralelo uno de los márgenes del barranco del
Carraixet. Pasé el municipio de Vinalesa
y tras cruzar una carretera asfaltada entré en terreno desconocido. Era lo que
andaba buscando, nunca me había metido por allí porque el camino se volvía
pedregoso y accidentado, pero ese día no lo tuve en cuenta, el cuerpo me pedía
explorar nuevos territorios.
Uno tras
otro, enlacé un sinfín de caminos de tierra que, o bien no parecían llevar a ninguna
parte o acababan de repente en un campo obligándome a volver sobre mis pasos.
Soplaba una ligera brisa que refrigeraba todos los poros de mi piel y me
permitía correr a buen ritmo y muy cómodo. Sobre mi cabeza, los murciélagos
revoloteaban silenciosamente dando giros rápidos y caóticos buscando mosquitos
que llevarse a la boca. A mi alrededor solo había naranjos, piedras y hierbajos,
justo lo que me gusta. Me sentía genial, notaba que las endorfinas estaban
haciendo muy bien su trabajo. Aceleré el ritmo. Más que correr, flotaba. Pensé
que había vaciado una vez más la jarra de las preocupaciones y que no volvería
a llenarse hasta el día siguiente. Error.
De pronto, un
movimiento extraño en uno de los campos llamó mi atención. Apenas lo percibí
por el rabillo del ojo. Llevaría siete u ocho kilómetros de recorrido, no puedo
afirmarlo con seguridad ya que no llevo el móvil ni nada parecido a un GPS. El
camino que recorría hacía un rato era estrecho y estaba invadido por malas
hierbas. Se notaba semi abandonado, tanto que había que ir esquivando alguna
que otra rama que sobresalía demasiado de los campos adyacentes también
descuidados. El caso es que, a mi izquierda, entre matorrales e hileras de naranjos
percibí un movimiento, apenas una sombra rápida y furtiva. No sé, lo normal
hubiera sido que directamente no le prestara atención, pero ese día me saltaron
todas las alarmas. Fue una especie de instinto primario que se activó, un sexto
sentido que no sabía ni que tenía pero que hizo que me preocupara y que me detuviera
en seco.
Mi
primera reacción fue asustarme, la verdad. Un espíritu errante, pensé. Una
chorrada, sí, pero el miedo me expulsó del estado de gloria hipnótica en el que
estaba y me llevó a pensar en mi propia seguridad y en las posibles amenazas
reales con las que podía toparme. En muchas salidas he visto a perros
solitarios o en grupo, pululando a sus anchas entre los campos. De qué se
alimentan, lo ignoro, pero en ese momento estaba completamente solo, parado en medio
de la huerta, rodeado de silencio, murciélagos y hierbajos y no me pareció
descabellado pensar que esos perros semisalvajes podían decidir incluirme
dentro del menú. Cuando salgo a correr y me pierdo voluntariamente, el objetivo
es precisamente ese, perderse y desconectar, gracias a la música el entorno
real se diluye en una idealización bucólica creada por mi mente, por eso nunca
llevo el teléfono, porque tiene la mala costumbre de sonar en los momentos
álgidos y me saca bruscamente del estado de euforia y a veces no puedo volver a
recuperarlo. Jamás me había parado a pensar qué pasaría en ese estado de
desconexión total si sufriera una lesión, un accidente o un ataque animal, pero
al ver aquel movimiento extraño, todos esos pensamientos e inseguridades
acudieron a mí de golpe. ¡Me sorprende cómo puede cambiar todo en un segundo! Rápidamente
eché mano al MP3 y detuve la música. No le quitaba ojo al campo donde había
creído ver ese “algo”.
Pasaron
unos segundos sin que ocurriera nada, apenas se escuchaba el rumor del viento. Me quité los auriculares para oír
mejor. Escuché dos voces masculinas susurrando, un ruido de hojas secas y un quejido
como el de alguien que intenta dormir y no le dejan. Arrastraban algo, algo
grande. Los susurros eran poco discretos ya que trataban de comunicarse por
encima del ruido que producían sus pasos. De nuevo un quejido, duró apenas un
momento, pero distinguí que se trataba de una voz femenina. Noté cierto alivio al
saber que no me iba a despedazar una jauría.
Enseguida resultó evidente que no
se habían percatado de mi presencia. Los dos hombres susurraban, pero lo hacían
tan alto que podía escucharles perfectamente. No entendía nada, hablaban un
idioma que no fui capaz de reconocer. Estaban cerca, apenas a un par o tres
hileras de árboles de donde yo me encontraba.
Seguía sin estar del todo tranquilo,
dos hombres que susurran y una mujer que se queja entre los naranjos, no es
algo que relaje precisamente, sin embargo, aunque seguía estando en tensión, dejé
de temer por mi seguridad. Fuera lo que fuese lo que andaban tramando aquellos
tres, no iba conmigo. Estarían robando herramientas o naranjas, aunque no era
época y ni una sola colgaba en las ramas, me daba igual, lo único que sentía era
una apremiante necesidad de poner tierra de por medio sin llamar la atención y
dejar cuanto antes a aquellos tres solos con sus asuntos.
Justo cuando estaba decidiendo si
seguir avanzando por donde iba o retroceder sobre mis pasos escuché un golpe
seco de algo cayendo al suelo y el tintineo metálico de una hebilla
desabrochándose, un siseo de ropas rozándose, pasos alejándose, chasquidos de
succión y un gruñido ronco de placer.
-
¡Oh joder! ¡Qué fuerte! – Pensé – ¡Ya sé lo que están haciendo! ¡Están
follando!
Irse hasta la huerta para hacer el
amor a mi juicio no es la mejor de las opciones, pero conozco una playa cerca
del Saler donde los gais quedan para darse el gusto en medio de las dunas y los
arbustos, algo que a priori no parece demasiado cómodo así que, ¿por qué no iba
un grupo de heteros a elegir en un huerto? A uno de los tipos se le escapó un
gemido de placer, a la chica una especie de protesta, las hojas resonaban con
un crujir rítmico, se oía una respiración fuerte que se convirtió en un jadeo apenas
audible al principio y que fue aumentando de volumen después. No andaban
perdiendo el tiempo.
En ese instante y completamente por
sorpresa me excité sexualmente, eso no me lo esperaba. ¿Serían las endorfinas haciendo
otra vez de las suyas? Sentí que de nuevo se activaba algo en mi interior sin
transición, algo que antes no estaba y ahora sí, algo que yo definiría como una
especie de hambre extraña o de impulso primigenio que jamás había experimentado
y que parecía tener voluntad propia. No podía controlarme, necesitaba ver qué
ocurría entre los árboles casi más que respirar. Casi antes de ser consciente
de ello, mi cuerpo estaba moviéndose por su cuenta antes de que mi mente
encontrara una respuesta al porqué.
Muy cerca de mí, justo en el borde
del camino de tierra había una acequia de ladrillo revestida de cemento por
cuyo interior, seco en ese momento, se podía caminar. Sus paredes parecían lo
suficientemente altas y su anchura la adecuada para que yo cupiese dentro así
que, poniendo mucho cuidado, me introduje en su interior. Avancé sigiloso y sorprendido
de mí mismo, colmado de nuevas sensaciones. A los pocos metros la acequia
giraba noventa grados bordeando el linde del campo en dirección a los
tortolitos. Conforme me acercaba podía escuchar sus embestidas cada vez más
rápidas e intensas. Contra toda prudencia me veía incapaz de detenerme, pero
más aún, estaba emocionadísimo, casi en éxtasis diría yo. Aquello estaba
resultando ser mucho mejor que correr.
Avanzar usando las paredes de la
acequia como parapeto tenía un inconveniente: no podía ver nada así que guiándome
de oído calculé el lugar por el que debía asomarme para tener buen ángulo de
visión. Cuando estuve en el lugar correcto me asomé por encima de la acequia.
Había acertado el lugar, veía la escena perfectamente.
No resultó ser lo que yo esperaba. No
sé, dado que había escuchado dos voces masculinas, una posibilidad en mi mente
era poder presenciar un trío en directo. Pero aquello no se parecía a un trío
en absoluto. No podía ver del todo a la mujer, apenas veía parte de sus piernas
desnudas y las suelas naranjas de las zapatillas deportivas que aún llevaba
puestas. El tipo que tenía encima era enorme y estaba sudado, se afanaba en
embestirla frenéticamente como queriendo terminar cuanto antes. Me recordó un
gorila copulando. La dimensión de su espalda y la camiseta gris que llevaba me
recordó a esos documentales sobre primates de “lomo plateado” aunque la verdad,
este gorila tenía un aspecto menos estético que los de los documentales.
El tío conservaba unos pantalones azules de trabajo arrugados en los tobillos, sus
piernas eran gordas, peludas y estaban pegadas a un culo blanco y fofo que
rebotaba una y otra vez sobre la mujer que parecía completamente relajada.
Eso, no entiendo por qué, no me
pasó desapercibido. Era un detalle sin importancia, pero atrajo mi atención. Al
observar la escena con más detenimiento vi que el cuerpo de la mujer más que
agitarse buscando encontrar el mayor placer posible, vibraba desmadejado por la
fuerza de las embestidas que recibía. No se movía, no interactuaba. Apenas le
veía las suelas de las zapatillas así que me incorporé un poco más para verla
mejor. Me fijé en sus piernas. Parecían dejadas caer de cualquier manera sobre el
suelo, demasiado relajadas, sin vida, con los pies tan laxos que se abrían hacia
fuera como las manecillas de un reloj a las diez y diez.
Sentí cómo el estómago me implosionaba
en las tripas. Joder, lo que hubiera dado en ese momento por tener mi teléfono
a mano. La mujer no colaboraba, ni siquiera daba muestras de estar consciente. Me
moví un poco a un lado para que el gorila no me tapara y me puse en pie un
segundo. Fue suficiente para verle la cara y parte del cuerpo. Nada en ella reflejaba
ninguna emoción concreta, sus ojos estaban cerrados y sus brazos al igual que
las piernas estaban laxos, dejados caer de cualquier modo a ambos lados de su
cuerpo. También vi al fondo, la parte de atrás de una furgoneta vieja de la que
no me había percatado hasta ese momento. Todo encajó en mi cabeza como las
piezas de un mueble de IKEA. Un campo apartado, susurros, voces masculinas y
una chica que no colaboraba. ¡Maldije mi estampa! ¡Estaba presenciando una
violación!
Me sentí bien jodido, como el chico
de la película que está en el lugar equivocado en el momento equivocado. Una
vez descubierto el pastel y más tratándose de aquello me gustara o no, estaba
bien pringado. ¿Qué debía hacer? Si decidía marcharme sería un cómplice por omisión
de una violación en el mejor de los casos, en el peor también de asesinato. Tal
y como estaban las cosas sólo me quedaba una opción y no me veía capaz de
afrontarla ni de lejos.
Me entró pánico. Un miedo atroz y
repentino. ¿Cómo voy a enfrentarme a una cosa así? Las tripas me dolían mucho. Tuve
que hacer verdaderos esfuerzos para no cagarme encima. Mi mente bullía de
actividad, pero mis músculos estaban encallados, agachado en la acequie me
sentía a salvo sin embargo sabía que debía hacer algo, pero ¿qué? Apreté los
puños, me armé de valor y me apoyé en el borde de la acequia con la intención
de incorporarme y dejarme ver, quizá mi sola presencia haría que el gorila se
detuviera y huyese. Al hacerlo, un trozo de acequia se desprendió, era medio
ladrillo de esos antiguos y macizos con los que están construidas. Lo agarré con
fuerza y sentí un escalofrío en la espalda. En ese preciso instante la mujer emitió
un breve lamento.
Tener una especie de arma, aunque
fuese primitiva en la mano, hizo que cambiara de opinión. Ya no iba a contentarme
con dejarme ver y esperar a ver qué pasaba, eso me situaba en una posición
débil. Decidí ser proactivo, ganar la iniciativa. Estaba aterrado pero la
decisión estaba clara. Contra todo lo que consideraba racional y prudente me
incorporé y quedé expuesto.
Mi mente analítica evaluó la
situación. Había escuchado dos voces de hombre, pero sólo veía a uno. Fin de la
evaluación, a tomar por culo la prudencia. No necesitaba al yo analista sino al
neandertal. Un chorro alucinante de adrenalina recorrió todo mi cuerpo
agudizando mis sentidos, acelerándome el pulso y preparándome para lo que fuera
que fuese a ocurrir. Me subí al borde de la acequia como un reo sube el último peldaño
del cadalso, con las entrañas arrasadas por los nervios y temblando como
gelatina en una bandeja. Se acabó para mí el pensar, a partir de ese momento sólo
habría acción e instinto.
Cogí impulso y con el medio
ladrillo en la mano salí corriendo en dirección al violador de lomo plateado
que reaccionó girando ligeramente la cabeza para ver qué era lo que andaba a
sus espaldas. Yo tenía ventaja y la aproveché. Le aticé un buen ladrillazo en
toda la sien que hizo un ruido estremecedor, como el de un coco abriéndose a
golpe de martillo. Croc. Pude sentir cómo se le abría el cráneo en la palma
de la mano.
El testarazo fue de tal magnitud
que el tipo cayó desplomado como una marioneta a la que le hubieran cortado los
hilos. Se desmadejó encima de la chica y rodó sobre sí mismo quedándose inmóvil
panza arriba en un lado. Su miembro, se mantenía erecto y estaba enfundado en
un preservativo. Qué precavido para ser un violador, pensé. Todo quedó de nuevo
en silencio hasta que el muy imbécil despertó de pronto y empezó a gritar echándose
las manos a la cabeza. La verdad me quedé un poco perplejo, no esperaba eso de un
hombre de su tamaño. Lo lógico hubiera sido que aquel gigante se levantara y me
atacara aprovechando su ventaja física, pero en lugar de eso, se puso a gritar como
una nenaza. Era un media mierda.
Entonces mis problemas crecieron
cuando escuché los pasos acercándose del otro cabrón. Lo que gritaba su colega
descalabrado era su nombre, un nombre extranjero que no supe identificar. Su
amigo no tardaría en llegar así que no disponía de tiempo. Volví a ponerme
nervioso. Atacar a un tío que está en el suelo y por la espalda era una cosa,
pero enfrentarse a dos a la vez otra muy diferente. Decidí que los problemas de
uno en uno. No pasar al segundo sin haber resuelto el primero. Sin pensarlo demasiado
me situé junto al gorila chillón, cogí impulso y usando todas mis fuerzas le
descargué otro ladrillado brutal que le impactó en plena frente. ¿O fue en la
cara? Ahora mismo, ni lo sé ni me importa el caso es que sentí ceder su cráneo bajo
el peso del ladrillo y los gritos cesaron en seco. Esta vez todos sus miembros
pene incluido, se relajaron al instante, ladeó la cabeza y empezó a desangrarse
y a convulsionar, pensé con desdén que se agitaba como una anguila sin cabeza. Le
había abierto una señora brecha de la que manaba un buen borbotón de sangre
espesa y oscura. Ese fue el fin del gorila. Me quedaba el otro que no tardó en
dejarse ver.
Por mi espalda apareció un hombre
más o menos de mi edad y casi tan alto como yo. Surgió entre las filas de naranjos
a pocos pasos de mí. A diferencia de su compañero este estaba de cara, vestido igual
que el otro y plenamente consciente. Me miró con cara de no comprender nada y
luego miró a su compañero agitándose a mis pies, de nuevo me miró y de nuevo
miró a su amigo. Estaba a punto de hacer algo así que dejé que mi neandertal tomara
el control. Me puse de cara a él dejando a las claras que no pensaba echarme
atrás. No sé qué cara le pondría ni qué se le pasó por la cabeza a este nuevo
actor en escena, sólo sé que de pronto el tipo se dio la vuelta y salió disparado
hacia la furgoneta. Menuda rata cobarde era.
Pero a esas alturas yo, que no era
del todo yo, estaba de caza y quería mi presa. Le lancé el ladrillo con toda la
fuerza que pude y con más intención que habilidad, pero nada más soltarlo vi cómo
el proyectil trazaba una trayectoria perfecta directa a su cabeza. El impacto
fue demoledor en toda la nuca. Puede que del golpe le partiera el cuello como hacía
mi abuelo con los conejos que irían al día siguiente a la paella, no sé, el
caso es que la rata cobarde detuvo su huida dándose de morros contra el suelo levantando
una oleada de hojas secas y polvo. Ni pudo usar los brazos para frenar la caída.
Estaba eufórico y bastante
envalentonado. Recuperé el ladrillo y me arrodillé sobre la espalda de la rata desplomada,
propinándole una buena seguida de ladrillazos de propina. Mientras le golpeaba
una especie de frenesí sangriento se apoderó de mí. Con cada golpe que descargaba
sentía que renacía de otra manera, transformado en un tipo beligerante que disfrutaba
machacando a golpes una cabeza humana viva. Estaba disfrutando como un cabrón.
Correr es una puta mierda. Desde luego que esto era nuevo y mucho mejor.
No sé cuánto tardé en detenerme, en
abandonar aquella salvajada primitiva pero cuando lo hice tardé en volver a
tomar conciencia de todo cuanto me rodeaba. Miré a mi alrededor, no me lo podía
creer. ¡¿Había vencido?! ¿Ya estaba? ¿Era el héroe? Relajé la cara, me dolía la
mandíbula de tanto apretar los dientes. No estaba preocupado ni atenazado por
los remordimientos. Eso era extraño. Contra toda lógica me sentía pletórico de
emoción. Poderoso sería la palabra, no; saciado lo describiría mejor.
Saciado. ¿De qué apetito? ¡Había vencido
sin discusión y sin un rasguño! Sin duda era una sensación embriagadora de placer
indescriptible. Igual a ninguna otra que yo hubiera experimentado. Era el
vencedor, un ser sublime que tras arriesgar la vida y medirse con dos iguales había
resultado claramente superior. Tenía el poder absoluto. Esas dos vidas colgaban
de un hilo y dependían de mi santa voluntad. Podía rematarlos o dejarlos así, puede
que no duraran mucho pero increíblemente no me importaba. Jamás había sentido
nada igual, tan liberador.
Me había quedado absorto,
encandilado, admirando mi proeza cuando de repente… mierda. ¡La chica! Me había
olvidado de ella.
Volvía su lado y la observé más
detenidamente. Era joven y muy guapa, incluso ahí tirada se podía ver. Permanecía
inmóvil, tumbada en el mismo sitio y en la misma posición que cuando la estaban
violando. No llevaba nada de ropa encima a excepción de sus zapatillas que por
cierto eran para correr. Me arrodillé a su lado. Ella mantenía los ojos muy
cerrados, como si la luz del atardecer, cada vez más tenue, la molestase. No
parecía estar inconsciente del todo. Movía ligeramente la cabeza, y abría y cerraba
la boca asomando un poco la lengua como si tuviera sed.
Ya me ocuparía de eso más tarde lo
primero era vestirla así que eché un vistazo a mi alrededor y busqué su ropa. No
muy lejos localicé una camiseta de color amarillo “fosfi” y unas mallas negras
hechas un gurruño en el suelo. Supuse que sería la ropa que llevaba puesta
antes de la violación. Al tratar de desenredarlas me percaté de que las manos me
temblaban un poco y casi no podía prestar atención a lo que hacía. Quería darme
prisa, pero no podía, las prendas no se desenredaban, empecé a ponerme
histérico hasta que logré que se me escaparon de las manos y fuesen a caer sobre
los pechos de la chica.
Ella ni se inmutó. Le pregunté su
nombre y sin abrir los ojos balbuceó algo como “Bflafla”. Estaba claro que llevaba
un pedo importante, la habían drogado los muy cabrones. Tomé de nuevo su ropa y
le pasé una mano por detrás de la nuca, le pedí que se incorporara para poder
vestirla y lo hizo con un movimiento algo torpe y lento, pero casi sin ayuda. Entonces,
al verla moverse, me quedé hipnotizado y quieto como una estatua. La chica tenía
la cara enrojecida y la piel le sudaba un poco. Estaba sentada en el suelo algo
encorvada hacia delante con los brazos dejados caer. Aunque mantenía la cabeza erguida
los ojos seguían a medio abrir. Su respiración mantenía un ritmo constante y
tranquilo. Nada en ella me hacía pensar que estuviera incómoda o nerviosa por
lo que acababa de pasar o por el hecho de estar desnuda en un lugar apartado frente
a un desconocido.
No pude evitar admirar su cuerpo. Era
alucinante. Unas piernas largas, pálidas y atléticas, unas caderas perfectas
luciendo un pubis perfectamente perfilado, ni demasiado velludo ni totalmente
rasurado. No vi ni un solo gramo de grasa corporal colocado en un mal lugar,
nada que sobrara ni que faltara. Parecía una de esas chicas que sólo pueden verse
en fotos por Instagram o en las series de televisión. Una auténtica pasada. Los
pechos eran lo mejor. Cuando quise darme cuenta me había quedado absorto
mirándolos. Señor, qué tetas, dos auténticas maravillas de la naturaleza. Allí
no había nadie, podía tomarme todo el tiempo que quisiera admirando a mi antojo
lo que me diera la gana. Sus brazos me impedían verlas bien así que le pedí que
se inclinara un poco hacia atrás y que se apoyara con las palmas en el suelo. Obedeció,
dejó al frente dos barbaridades de aureolas sonrosadas desafiando la ley de la
gravedad. Ni abrió los ojos, ni habló. Nada.
En Internet había leído lo
suficiente para deducir que esa chica estaba bajo los efectos de la droga de
moda, esa que anula la voluntad, elimina los recuerdos y no deja ni rastro: la
burundanga. Un nombre ridículo para unos efectos tan devastadores. Recordé el
caso de aquella militar violada por sus compañeros y que apenas fue capaz de recordar
el hecho. Le metieron la droga en una cerveza. ¿Cómo se las habrían apañado
esos dos para dársela a esta pobre? No tenía ni idea, pero era evidente que se
le habían metido una buena dosis. La chica llevaba un pedal de campeonato y yo
podía alegrarme la vista con ello. A fin de cuentas, para ella yo ni siquiera
existía, nunca me recordaría. A menos que alguien se lo contara, pasase lo que
pasase en ese huerto ella nunca lo sabría. ¿Y quién iba a contárselo?
Estar sin vigilancia, acompañado de
una tía buena en pelotas sometida a mis órdenes por efecto de las drogas superó
mis barreras de control. Casi pierdo el control y reconozco que tardé en recuperar
el orden lógico de las cosas, pero lo hice y comencé de nuevo a vestirla. Le
pasé la camiseta amarilla por la cabeza y al tratar de tirar de ella hacia
abajo para colocársela, resbaló entre mis manos y le rocé accidentalmente uno
de sus pechos. ¡Buf!
Mi estómago dio un pálpito y me
quedé esperando a ver qué ocurría. La camiseta a medio poner, se le quedó como
el capuchón de un ahorcado cubriéndole la cabeza. Ella no se inmutó. La tela se
hinchaba y deshinchaba ligeramente al ritmo de su respiración. Parecía tranquila
así que hice una prueba. Le rocé ligeramente un pezón con un dedo. Su ritmo respiratorio
no se alteró en absoluto. Tampoco se alteró cuando pasé a tocarle ambos pezones
alternativamente. Siguió tranquila cuando tiré de uno de ellos sin apretar
demasiado y también cuando decidí amasarle ambos pechos a manos llenas.
Como si se hubiese desplomado el muro
de contención de una presa, un tsunami descomunal de lascivia me inundó. Sentí en
mis genitales una dureza de tal magnitud que bien podría haber partido un
ladrillo a golpes. Jamás me había visto en una igual y probablemente jamás se
repetiría así que continué. Le pedí que se pusiera en pie y aunque requirió
algo de ayuda, lo hizo. Era mía y eso me excitó aún más, la entrepierna me iba
a explotar. Incluso me sentí algo mojado como cuando era un adolescente. Retiré
la mirada, me estaba empezando a venir una vena animal que no me sentía capaz
de controlar. Me asaltaron las dudas de la primera vez.
¿Qué me pasa? ¿Estoy volviéndome
loco a qué? Yo no soy así, joder. ¿O sí lo soy? La tía esta ha sido violada,
está sola, desamparada. Buenísima. ¿Qué coño estoy haciendo? ¿Quién soy? Se ha
despertado algo en mí, pero es caótico y frío. ¡Estoy ardiendo!
Las sienes me palpitaban y la
cabeza me iba a cien mil revoluciones. Tenía un dolor terrible en los huevos. Entonces
con la esperanza de que una visión horrible me bajara la lívido que me subía
descontrolada, me fijé en los dos tipos a los que casi me cargo. Seguían ahí
tirados como guiñapos en el suelo, sangrando. Esa visión debería haberme bajado
el ardor pero qué va, lejos de horrorizarme, me excitó aún más. No me reconocía.
Todo me excitaba.
Estaba ardiendo en la caldera de
Pedro Botero.
La chica seguía en pie con su
camiseta puesta en la cabeza, le retiré las hojas que llevaba adheridas a la
espalda y me pasé uno de sus brazos por los hombros. Agarrándola por la cintura
traté de hacerla caminar, pero resultó tarea imposible así que la alcé en
volandas y la pasé al campo contiguo del otro lado de la acequia. A conciencia
hice que se rozara con todo lo que encontrábamos al paso, recibió algún arañazo
en el torso y los hombros desnudos. No dio señales de advertirlos. En todo
momento me mantuve alerta para asegurarme de que nadie más andaba cerca.
Cuando llegué donde quería la tumbé
de nuevo y le dije que se quedara quieta. Volví sobre mis pasos directo al
gigantón de los pantalones bajados y aguantando el asco le retiré el condón que
se le había salido del miembro flácido. Esos dos desgraciados seguían allí
tirados, no creía que volvieran a recuperarse, no como estaban antes. Mala
suerte para ellos. Esperaban darse un festín y ahora tendrían suerte de volver
a ser capaces de comer solos. Sin embargo, yo, que no esperaba nada de aquella
tarde estaba a punto de dejar que el mal se revolcara sobre mí como un cerdo en
un charco.
Volví con “Bflafla” le di la vuelta
al preservativo y me lo coloqué. Me arrodillé entre sus piernas y la penetré
sin miramientos. Creo que es el acto más sincero y puro que he hecho en mi
vida. Un acto de absoluto egoísmo. Se puede fingir el amor, se puede fingir la amistad,
pero el odio, el odio no se finge, o se siente o no se siente. Y yo en ese
momento la odiaba profundamente porque estaba seguro de que en condiciones
normales una chica como ella jamás se acostaría con un tío como yo. La odiaba y
le di lo suyo hasta que me corrí. Ella apenas alteró su ritmo respiratorio. Aunque
sabía que era por el efecto de las drogas, me sentí algo humillado. Como
compensación la monté otra vez. Estaba seguro de que jamás volvería a montarla.
Me equivocaba. Aún tuve fuerzas para hacerlo una tercera vez por detrás,
regocijándome, disfrutando de la presa de otro, entrando y saliendo, entrando y
saliendo. Amasando y tocando lo que me venía en gana.
No sabía cuánto le durarían los
efectos de la mierda que le habían dado así que, cando acabé por tercera vez y con
algo de fastidio, decidí dar aquel circo por terminado. Aunque el cielo aún
clareaba el sol ya se había ocultado tras el horizonte. Empezaba a refrescar
bastante y anochecería enseguida. Era el momento de borrar mi rastro y
marcharme.
Me quité el condón que estaba a
rebosar de mí, lo anudé y me lo guardé en el bolsillo del pantalón de deporte.
Si alguien analizaba a la chica por dentro encontraría el material genético del
capullo de los pantalones bajados, por eso me lo puse al revés. Volví a cargar con
ella y la dejé de nuevo en el lugar donde la encontré, tumbada en la misma
posición. Violarla en el campo contiguo dificultaría que la policía detectara “otra”
violación que no fuera la que yo interrumpí. No llevo el móvil cuando salgo a
correr por lo que tampoco podrían rastrearme. Es imposible que la chica me recuerde
y mucho menos que me reconozca ya que no nos conocemos y no ha podido verme la
cara. No la besé, no la chupé, eso me resultó bastante difícil, pero de esa
manera es poco probable que encuentren restos de mi ADN y aunque lo hicieran, ni
estoy fichado ni pretendo estarlo jamás, con lo que no podrán compararlo con
nada.
En cuanto a los dos tipos, me han
visto pero no me preocupa. Si consiguen volver a hablar, será un milagro que me
describan con cierta precisión, la mente que queda inconsciente por un
traumatismo olvida al menos los veinte o treinta segundos anteriores al trauma.
Eso suponiendo que recuperen la consciencia algún día.
Antes de marcharme me quedé un
momento más observándola y relamiéndome. Verla allí, indefensa, me volvió a
excitar, tenía toda su piel blanca de gallina y los pezones tiesos como las
espinas de un cactus, quizá fueran síntomas de que estaban disipándose los
efectos de la droga. No lo sabía y no reparé demasiado en ello. Debía irme ya. Recogí
el ladrillo, arrugué el pantalón de la chica para que me cupiera en la mano, le
amasé un seno por última vez para asegurarme que seguía semi inconsciente y al
ver que no daba muestras de sentirlo me llevé de un tirón la camiseta y salí
corriendo. Allí se quedó, follada, en pelotas y boqueando todavía por la sed. ¿Cuál
sería su cara al despertar? ¿Qué sería lo último que recordaría? Debe ser toda
una experiencia salir a correr por la tarde y sin más, aparecer en bolas en
medio de la noche en plena huerta junto a dos tíos medio muertos, sin
transición, como si te hubieras metido de repente en una pesadilla, esa en la
que eres la única persona desnuda de la calle. No imagino lo horrible que debió
resultarle intentar componer las piezas del puzle que le faltaban. Sola, desprotegida, a oscuras, sin saber qué le
ha ocurrido ni dónde coño está, la imagino histérica con mil ideas horribles agolpándose
en su resacosa cabeza, vagando en plena noche sin dirección y sintiendo un
terror indescriptible. Me reí sólo de pensarlo. Daría lo que fuera por verlo
por un agujerito.
El cerebro es incapaz de conocerse
a sí mismo. Es una barca flotando en un vasto mar donde lanzamos la red vacía esperando
sacar siempre la misma presa: nosotros mismos. Cada día de pesca es igual al anterior
de hecho hacemos lo posible para que así sea. Un día una tormenta nos desplaza a
un lugar desconocido, lanzamos la red y ¡pum! Al sacarla, de las aguas emerge “el
ominoso”, el pez que nadie sabe que podía pescar, que nadie quiere pescar. Tratamos
de echarlo de nuevo al mar, pero él lucha para quedarse. Nos embauca
diciéndonos que sabe llevar la barca, que nosotros podemos pescar o dormir mientras
él hace de timonel, que así todo será más fácil. Algunas personas, lo devuelven
al mar sin escucharle y jamás se lo vuelven a encontrar, otras le dejan pilotar
un rato, siguen pescando y antes de dormirse lo echan por la borda. Pero otras, otras se fían de él y se duermen.
Entonces “el ominoso” los tira al mar para alejar la barca y llevarla siempre
él, donde quiera. “El ominoso” nunca vuelve a echar la red.
Eso fue lo que me ocurrió a mí
aquella tarde primaveral. Dejé que mi barca la llevara “el ominoso” y me dormí
porque no me vigilaba nadie. ¿Cuántos papeles somos capaces de interpretar cada
día sólo por el hecho de que sabemos que hay alguien mirando? ¿Serían los mismos
papeles si todos los demás miraran para otro lado, o si no tuviésemos que
asumir las consecuencias? Si el ojo indiscreto se distrajese y nos diera una
ventana de tiempo, ¿sabríamos realmente lo que puede sacar nuestra red? Antes
de ser asesinos, ladrones, benefactores, héroes o lo que sea, las personas son
simplemente eso, personas, muy pocos reflexionan sobre ello, pero es así. Nadie
es nada hasta que da el primer paso en la dirección que elige. El calificativo
nos cae cuando nos empeñamos en tomar una dirección concreta y entonces nos consolidamos
como lo que sea que hayamos decidido: profesionales con el primer trabajo, deportistas
con la primera competición, drogadictos con la primera adicción o violadores
con la primera violación.
Aquella tarde primaveral yo elegí
el camino. Nadie me dio permiso ni me enseñó la dirección, lo elegí yo de entre
una multitud de posibilidades. Pude elegir el camino que ya llevaba, seguir
corriendo en la misma dirección y desaparecer entre los campos sin culpa y para
siempre, pero no lo hice. Pude haber parado cuando acabé con aquellos dos
tipos, pero no lo hice. Tiré la red, vi lo que salió y me enamoré de ello. Con
gusto tiré por la borda todo lo que había sido hasta entonces y dejé que se
ahogara, es más, lo empujé al fondo con mis propias manos.
Aquel episodio me costó varias
noches sin pegar ojo, no porque tuviese miedo o remordimientos sino precisamente
porque no los tenía. Sigo sin tenerlos. Resulta que he averiguado varias cosas
desde entonces. Ahora sé dónde conseguir mis propios estupefacientes, sé que la
burundanga por sí sola no es suficiente y que si me paso con la dosis puede ser
letal. También he averiguado que ahora soy un “depredador”, quizá antes también
lo fuera, pero digamos que estaba sin consumar. Ahora lo soy en toda regla por
propia elección. Ahora tengo un apetito nuevo que deseo volver a saciar.
Ya no rehúyo las discusiones, las
fomento. La gente suelta una gran cantidad de información útil a poco que les
pinches. Tampoco veo mujeres por ninguna parte, solo veo diversión, aventura y adrenalina.
Planificarlo es la parte más interesante. Elegir una entre todas, seguirla en
redes, estudiar sus costumbres, su modo de vida, los lugares que frecuenta, la
gente con la que se relaciona. El hecho de que hoy cada persona vaya más
pendiente del teléfono que de otra cosa ayuda mucho y las guapas presentan una
doble ventaja: son las que menos despegan sus ojos de la pantalla y están hambrientas
de seguidores. No son conscientes de lo fácil que me lo ponen.
En el trabajo ya le había echado el
ojo a mi compañera, pero he decidido aplazarlo hasta que se cambie de trabajo
para que no la relacionen conmigo. Aquí no se siente valorada y quiere
prosperar, por lo que no tardará mucho. Es muy joven y se cree muy segura de sí
misma, y eso le hace proclamar a los cuatro vientos cosas que quizá debería
callar. No la sigo en redes, pero es que no me hace falta, habla tanto que ya
me ha dicho todo lo que necesito saber. Quizá mientras me la follo la hinche a
hostias para bajarle esos humitos de chica resuelta y sabelotodo. Ya le llegará
el turno.
De momento he decidido empezar por
los gimnasios. Fuente inagotable de bellezas anónimas. Me he apuntado a uno de
esos de bajo coste que está bastante masificado y eso es fenómeno para mí. Ya me
he fijado en la cantidad de botellas de agua que la gente descuida y deja a mi
alcance. Nadie va pendiente de nada que no sean ellos mismos y mucho menos de
mí. Lo he visto tan sencillo que ya he decidido quién será la siguiente. La veo
casi a diario. Es una de esas tías ultra organizadas que se machaca de lo lindo
y sigue siempre las mismas pautas, como salir siempre de los vestuarios bebiendo
agua. Eso me facilita mucho las cosas. De lo que no se dan cuenta estas
personas es de que cumplen con sus costumbres sólo la mayoría de las
veces. Esta en concreto casi siempre sale con la botella en la mano porque se
la lleva al vestuario, pero en ocasiones se le olvida fuera y después de
ducharse debe ir a buscarla. Para mí eso es como una invitación.
Ahí viene. Lleva el pelo mojado, localiza
su botella y le mete un buen trago. Yo estoy a buena distancia y ella como
siempre ni me ve, esas chicas nunca me ven. Estoy vestido como si fuese a salir
a correr. Si alguien repara en mí, que no creo, pensará que simplemente salgo a
calentar. La sigo. Camina como siempre hacia su coche. Nunca consigue aparcarlo
cerca del gimnasio. Ese coche es un regalo de sus padres, al menos eso es lo
que publicó en Instagram junto con un montón de fotos donde incluía su
matrícula. La sigo porque en una ocasión poco menos que le gritó a un cachas
guaperas que parece gustarle cuál era su perfil. El tipo es idiota y hubo de
repetírselo tantas veces que lo memoricé. Gracias redes sociales por hacer que
la gente sustituya la prudencia por la sobrealimentación del ego.
Da el primer traspiés, ya empieza a
sentirse extraña. Con el trago que ha pegado a ese cóctel de narcóticos y con
el estómago vacío lo raro es que no haya caído fulminada allí mismo estropeándome
todo el plan. Nota para mí, tener en cuenta la ingesta de alimentos. Su orgullo
trabaja a mi favor, intenta disimular el hecho de que no acaba de encontrarse
bien. Es lo que tienen las guapas. Antes muertas que perder la compostura en
público. ¡Qué cosas! Gracias de nuevo redes sociales por inventar el postureo.
De no ser así lo tendría más difícil.
Se tambalea, pero consigue llegar
al coche, se sienta dentro y echa la bolsa de deporte en los asientos traseros.
Reclina su asiento un poco hacia atrás, deja caer la cabeza y cierra los ojos.
Se ha dejado el coche abierto.
Ya es mía.
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