Versión casi definitiva
He dejado con cpolor las veces que me refiero al Jesús de la Biblia. En verde son palabras textuales
JL
JESÚS HA MUERTO
Pedro y Santiago vinieron a
decirme que Jesús había muerto. Aún quedaban clientes en el McDonald´s y uno de ellos se santiguó
al oírlo. Me quedé petrificado, no quería creerlo, no podía aceptar que se
hubiese ido para siempre.
Cuando pude reaccionar, me fui al jefe de turno, le expliqué lo sucedido y
me permitió marchar antes de tiempo. Me subí en el coche de los compas de Jesús
y salimos a la avenida Insurgentes que, como de costumbre a aquella hora,
estaba embotellada. No tenía ganas de ir con aquella gente y menos aún de
subirme a un coche con ellos. No me parecía nada seguro. Pero no tenía otra
alternativa. Quería ir junto
a Jesús, aunque ahora solo fuese el cadáver de mi hermano mayor.
-Eres tú el
que dirá a tus viejos que Jesús murió. Ahorita no nos interesa que corra la
noticia. Si nos cae la poli nos chinga la venganza – dijo Pedro en el coche.
Sabían que habían
sido dos tipos de la banda del barrio de Roma los que lo hicieron. En principio pensaron que habían
matado a Jesús y a su acompañante pero Juan, el hermano de Santiago, estaba sólo
malherido. Ya lo tenían todo preparado para hacerles pagar por la muerte de
Jesús. Sería esa misma noche.
Mientras avanzábamos a través de un denso tráfico al lugar donde habían
escondido el cadáver sentía que me acaban de arrancar una parte de mi vida. Por
mi mente empezaron a pasar recuerdos
de todo lo compartido con Jesús.
De niños nos habíamos peleado muchas veces, quizá por lo distintos que
éramos. Elegimos caminos muy diferentes pero a Jesús siempre lo sentí muy cerca de mí. Conocía
otros hermanos que se acumulaban rencor tras las muchas peleas, pero ese no era
nuestro caso.
Cuando repitió curso yo traté de rivalizar con él. Quería demostrarle a
Jesús lo mucho valía y saqué mejores notas que las suyas. Imagino que eso ayudó
a su abandono escolar, pero estoy convencido de que lo habría dejado de todas
formas. Lo suyo nunca fueron los estudios. Me decía: en el colegio solo nos cuentan paparruchas. Aquí en la calle todo es de
verdad y en esta verdad me
siento libre. En cambio, yo seguí hasta acabar la secundaria,
siempre con buenas notas.
Cuando me gradué mi
padre perdió su
trabajo en la carpintería. Su afición al tequila no le ayudó a encontrar
otro, sólo sirvió para gastar lo poco que había en casa. De pronto me vi con la
necesidad de encontrar trabajo y con un hermano mayor que de vez en cuando le
daba dinero a escondidas a María, mi madre, para ir
tirando.
Él, que se había convertido en delincuente, en vendedor de drogas, era el
único que aportaba dinero para el mantenimiento de la familia. Jesús le daba la
asignación diciéndole: Toma madre, para el pan de cada día y
ella empezó a tratarlo como si fuera un jefe o un maestro.
Me invitó a seguir sus
pasos con el
trapicheo de drogas. Yo no quería hacerlo, antes prefería pasar hambre. Él
insistió en que no eran tan malas como se decía y me hizo probar la marihuana.
Como no había fumado tabaco en mi vida, me mareé, vomité y decidí que jamás
volvería a probar ninguna droga.
Me sentí defraudado con la sociedad en un período de búsqueda de trabajo
sin ninguna opción de encontrarlo. Había sembrado en el campo equivocado. Mis estudios no servían
para nada. Lo que me hacía falta era experiencia laboral. Llevaba muy mal tener
que soportar la cara sonriente de mi hermano y verlo vestido con ropa de marcas
yanquis. Además me dolía saber que él era quien pagaba todo en casa.
Un día en que estaba especialmente desanimado, Jesús vino a mí para contarme que había
cambiado la venta de marihuana por la de coca. Me dijo:
-Ahora tengo nuevos clientes que tienen mucho dinero y yo también gano
mucho más. Tengo mi propia
banda. Con mis 12 compas nos repartimos el barrio y ganamos una buena plata
cada uno ¡Únete a nosotros!
-Ya sabes que no lo voy hacer –le dije de mal humor y añadí- -¿A ti te
parece correcto lo que estás haciendo?
-No juzgues y no serás
juzgado –me respondió sonriente y continuó- Acaso te pido yo algo por lo que te doy. Te
ofrezco trabajo y tú no lo quieres. ¿Quién es el cabezota y quién está
perdiendo la posibilidad de tener mucha plata y con ella ayudar a mamá?. Déjalo todo y sígueme.
-No. No quiero –dije mientras me caían unas lágrimas.
Al verme tan abatido tras sus palabras, Jesús me rodeó los hombros con uno
de sus potentes brazos y me dijo que, si seguía ganando mucha plata, me pagaría
los estudios para que aprendiera de economía, de impuestos y de todas esas
zarandajas. Así nos pasaríamos al bando legal y lleváramos una empresa digna.
Yo tenía claro que aquello eran castillos en el aire. No pude convencerle
de que eso no sería posible pero, al menos, lo que sí le saqué fue la promesa
de que me ayudaría a encontrar un trabajo legal.
Los nuevos trapicheos generaron nuevas competencias por el mercado de la
droga. La lucha entre bandas pasó de los palos y las navajas a las pistolas. Al
ser nuestro país el vecino del sur del de las armas era fácil conseguir una.
Jesús me contó que en Distrito Federal los carteles de droga trabajaban de
forma diferente. Se dedicaban a vender droga a las bandas juveniles para que
ellas las distribuyeran. Ellos no bajaban a la calle donde podrían detenerlos.
Me enteré de la presencia de pistolas el día que Jesús llegó a casa con el
pantalón roto y una quemadura en la piel producida por el roce de una bala. Me
contó que habían sido los de la banda de los fariseos y que a partir del día siguiente él
también llevaría pistola. Recuerdo claramente sus palabras: Este barrio es mi templo y no lo abandonaré. No temo a esos fariseos.
Sabía que mi hermano era valiente. Me lo imaginé pistola en mano y sonriente,
como un jefe de banda de esos que van de machos muy machos por la vida.
Hace seis meses llegó un día a casa y me hizo salir a la calle para
contarme una cosa.
-Tengo una
chambita para ti.
-Ya sabes
que no estoy interesando en tu tipo de trabajitos.
-No es eso, huevón,
te he conseguido un trabajo digno de tu realeza, tienes que ir a limpiar mierda
de los baños y mesas de un McDonald´s.
-¿Cómo lo
has conseguido? -exclamé con sorpresa.
-Uno de los
ricachones a los que suministro gestiona varios McDonald´s. Tenía un bajón muy
fuerte y lo caché sin dinero en efectivo. Le dije que le pasaba lo que me pedía
pero que me debía un favor. Tu trabajo es el favor.
Aquello fue como un
milagro. Se lo
agradecí muchísimo. Era el primer trabajo que tenía y no era el de vender
droga. Embargado de felicidad, me fui enseguida a decírselo a María que lloró
de alegría.
Mi vida cambió. Empecé a trabajar en el segundo turno. Cerrábamos a las 10
de la noche y tras limpiar salía muy tarde. Llegaba a casa pasada la
medianoche. Mi suerte era que el barrio más peligroso que debía de atravesar
era el controlado por la
banda de Jesús. Era una sensación extraña. Cuando llegaba a ese barrio me sentía a salvo.
Me sentía protegido por
Jesús y los de su banda. Dice el evangelio: bienaventurados los
mansos porque ellos heredaran la tierra y en mi barrio yo era uno de esos mansos en
el territorio de mi protector.
La que lo llevaba mal era María. Ya tenía mucho miedo tanto por mi hermano
mayor y su pistola como porque yo regresara tan tarde a casa. Siempre me
esperaba y cuando me veía entrar me decía lo mal que lo había pasado en la
espera hasta mi llegada. A continuación se ponía a hablar mal de la vida de Jesús. Yo lo defendía
y le decía que estaba criticando al que más aportaba en casa y que ella no
rechazaba su dinero. María no entendía mi defensa cuando yo siempre había
reprobado su forma de vida.
Mi madre no sabía cómo había conseguido yo el trabajo. Nunca se lo contamos
ni mi hermano -porque él nunca delataría a un cliente- ni yo -porque a mi madre
le hubiera preocupado mucho que yo trabajara para un drogadicto-. Al final de
cada discusión, siempre me iba a dormir con la sensación de que tanto María
como yo teníamos razón aunque ninguno de los dos quisiera reconocerlo.
La única vez que mi hermano salió de Distrito Federal fue para ir al norte, al desierto. Pasó 40 días allí.
A la vuelta me contó que había ido a desengancharse de la coca. Me contó que se
pasaba a mi bando. Que él dejaba de consumir. Su frase favorita para
desengancharse fue –No sólo de coca vive el hombre-
Sólo 4 meses me bastaron para darme cuenta de que aquel trabajo legal era
una mierda y no por lo que tenía que limpiar. El poco dinero que yo ganaba al
mes mi madre lo gastaba en una semana. Yo había tenido la expectativa de poder
mantener la familia sin que hiciera falta el dinero sucio de mi hermano, pero sin lo que Jesús nos daba no
habríamos podido salir adelante.
Lo peor de mi trabajo era atender a un público exigente, grosero y sucio.
Tenía que hacer esfuerzos para no responderles. Jesús me decía: perdónales, no saben lo que hacen. Si supieran quién es tu hermano
no se atreverían. Además seguía haciendo bromas sobre las caquitas y las
cacotas que tenía que limpiar y me recordaba que tenía la oportunidad de vivir como en el reino de los
cielos. Tenía que aceptar, a mi pesar, que Jesús me consiguió lo que yo le pedí, no lo que él tenía
preparado para mí.
Lo veía venir pero no quería aceptarlo. Siempre pensé que sería más tarde,
o que no lo matarían. Pero ahora ya estaba muerto.
Tras bajar del coche y entrábamos en el barracón
que usaban los drogadictos para pincharse. Me dijeron que esperase con el
cadáver hasta que ellos regresaran. Que después ya podría revelar la muerte de
Jesús.
Allí estaba. Lo habían dejado en aquel sucio suelo con los brazos en cruz, rodeado de basura y
de un olor insoportable. Su piel se había vuelto extrañamente blanca. Apenas estaba tapado con
unos pantalones cortos. Le habían quitado la camisa y se veía su pecho
destrozado con un gran
boquete en el costado y con las palmas de las manos manchadas de sangre
No me pareció que fuera disparo de bala. Junto a la mano derecha habían dejado
su pistola. Me pareció un acto de honor de los de su propia banda donde Jesús
se había ganado el respeto con el manejo de ella.
Recordé cuando me contaba cómo se había deshecho de un par
de tipos de una banda rival que venían a trapichear a nuestro barrio y también,
cuando encontró a un minusválido tratando de vender droga en el barrio al que
le dijo: Levántate, coge tus muletas y vete casa. Este no es
tu sitio.
El recuerdo que más me emocionó fue el del día que, volviendo de mi
trabajo, me lo encontré en la calle. Estaba con sus doce compas y pude
comprobar el respeto que le tenían. Pedro dijo:
-Ya me
gustaría ser yo el hermano del jefe. Me sentiría orgulloso.
-Estoy con todos vosotros
–dijo Jesús-
-Tú eres el
que reparte todo lo que ganamos a partes iguales. Defiendes y respetas por
igual a todos. ¿Puedo decirle a tu hermano tu lema, el que nos une?
-Díselo
-El que se enaltece será humillado,
el que se humilla será enaltecido. Date cuenta del hermano que tienes. No
es el jefe más bravucón sino el mejor.
En ese momento fue cuando Jesús dijo que el día que él no estuviera sería Pedro el que debía
dirigir la banda.
Con este recuerdo comprendí que hacía tiempo que yo me sentía orgulloso de
ser el hermano de Jesús. Yo era el ser más cercano a Jesús el valiente, el
rebelde en un país donde nada funcionaba, donde los carteles de la droga tenían
más poder que el ejército y que el Estado. Él había decidido hacer su vida sin seguir los modelos
que representaban un padre alcohólico o unos profesores desencantados y mal
pagados. Yo hubiese elegido otro tipo de rebeldía, pero comprendí que él se
fabricó la suya. Además yo
no había sido capaz de seguir el camino de Jesús.
Me senté en el suelo cerca de su mano y mirándola recordé las veces que con
ella me había levantado del suelo cuando aprendía a montar en bicicleta.
Comprendí que aquella sangre en las manos era la suya cuando trató de tapar el
agujero de la bala y empezaron a brotar las lágrimas de mis ojos. Lo echaba de
menos. A él y a sus bravuconadas, a su sinceridad, a su valor, a su
atrevimiento, a su forma de entender la vida y a su forma de tratar con las
chicas.
En esto último éramos especialmente diferentes. Yo ocupaba el lado tímido
de la balanza. Se decía en el barrio que él tenía varias novias y que una vez
dos de ellas se habían peleado en la calle por Jesús. Yo sabía que él sólo quería a
Magdalena y estaba convencido que su fama de puta corría por la calle por la
envidia de las otras.
Pero eso era agua pasada. En ese instante sólo me importaba que ya no
estaba. Además tenía que ir armándome de un valor, del que era bien escaso,
para contarle a mi madre que ya sólo le quedaba un hijo. Me atreví a tocarlo en
ese momento en el hombro y me llegó una sensación de frío que me recorrió todo
el cuerpo. Sentí dentro una determinación que nunca había tenido. Dejé de
llorar y ya no volví hacerlo. Mis lágrimas no le servirían de nada a mi
hermano. Me puse en pie frente a él.
Mirando fijamente a su cara me dije que Jesús, con su muerte, me había dado una lección para el resto
de mi vida. Acababa de comprender que no era ni admiración, ni afecto,
ni sensación de protección ni ninguna otra tontería lo que sentía por él. Era simplemente amor. Un amor que él, a su manera, me
había demostrado toda su vida. Me di cuenta que podía llamar a Jesús
hermano, pero también podía llamarlo
padre.
En mitad de aquella sensación oí que llegaba un coche y que frenaba
bruscamente. Bajaron los dos que me habían traído y Santiago me dijo que podía
estar tranquilo, que Jesús tendría compañía con la que entretenerse en el otro
barrio. Estaría acompañado por los dos tipos que le dispararon por la espalda y
por el de nuestra banda
que le traicionó.
-Cuando fuimos
a por los asesinos de Jesús los encontramos con Tadeo. Disparamos sobre los
tres. Ojo por ojo, diente por
diente. Comprobamos que estuvieran bien muertitos y al quitarles las
armas encontramos esto en
el bolsillo de Tadeo.
Me entregaron un fajo
de billetes. Eran un montón de dólares americanos. Esa plata solo podía
venir del cartel de la droga que les suministraba la coca para venderla. Les pregunté:
-¿Qué hizo mi hermano para que los del cartel quisieran matarlo?
Se miraron el uno al otro y Pedro me dijo:
-Se ve que
tu hermano seguía la máxima de que
tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha y no te contó
nada. Los del cartel se enteraron de tu trabajo en el McDonald´s. Pretendían
convertirlo en un supermercado de coca y que tú suministrases desde allí. Él se
negó. Sabía que tú no querrías y ni se lo planteó. Jesús sólo quería protegerte a ti como nos
protegía a nosotros, incluyendo al cabrón que lo traicionó.
Fue entonces cuando, sintiéndome especialmente consciente de lo que hacía,
me agaché tomé la pistola de mi hermano y les dije:
- Cuando
necesiten que apriete el gatillo me echan un toque.
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