Terminado el texto, es decir, que ya tiene final, pero no he terminado de cortar y repasar. Aún le sobran dos páginas mínimo ocupa 16 y una línea a doble espacio. También es cierto que los diálogos chupan más que la media porque los márgenes son más estrechos pero yo sigo en ello.
Ea, ahí va.
Fdo: Cisnerius
Sintió que alguien le tocaba los pies
por encima de las mantas. Entre sueños creyó escuchar una fuerte respiración,
pero no acabó de despertarse. Su mente permanecía pastosa como un barrizal y se
mantenía en un estado intermedio entre el sueño y la realidad hasta que una
mano le agarró con fuerza un tobillo. Entonces sí se despertó. Agitó las
piernas y se revolvió con fuerza. En un segundo, Izan pasó de estar tumbado
plácidamente en su colchón a quedarse sentado en su cama. Aún era de noche. La
mano seguía aferrándole.
Mezclada con las sombras que poblaban
la habitación, una silueta en forma de esqueleto se alzaba a los pies de su
cama. No hacía nada. Estaba erguida y mirándole en silencio. Despedía un olor
nauseabundo como salido de un vertedero. Desbordado por los nervios acertó a
dar un manotazo a su teléfono móvil. La pantalla se encendió e iluminó
tenuemente la habitación permitiéndole distinguir de aquella figura
esperpéntica unos ojos saltones y enormes que le miraban fijamente sin
parpadear. Izan empezó a chillar. La figura estiró el cuello hacia él sacando su
rostro de las sombras y mostrándolo por completo a la luz. Abrió una boca de
encías melladas con algunos dientes esparcidos al azar y emitió un grito ronco,
cascado y viejo que parecía generar su propio eco. Y ese hedor.
Al fin el velo de la somnolencia se
retiró y aunque la reconoció al instante, no pudo evitar mantener el grito hasta
que casi se le acaba el aliento.
-
¡MAMÁ! ¡COÑO! ¡ME CAGO EN LA PUTA QUÉ
SUSTO! ¡¿CÓMO COÑO HAS CONSEGUIDO…?!
No quiso acabar la frase. Sabía que
no obtendría respuesta alguna. De su madre sólo quedaba un envoltorio sin nada
dentro, una cáscara de nuez sin semilla que de alguna manera se las había
arreglado para plantarse a los pies de su cama y darle un susto de muerte. Izan
suspiró y se inclinó hacia su mesita de noche para encender la lamparita. La
anciana dejó de gritar. Se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos mirando a
la nada mientras un hilillo de baba se le escapaba por la comisura de los
labios, empapándole la pechera de su vestido negro.
Con un gruñido de fastidio. Izan se levantó.
Estaba enfadado y a consecuencia del sobresalto todavía tenía el corazón llenándole
de golpes el pecho. Tardaría en calmarse. Cómo diantres se las había apañado su
madre, para salir de la jaula y entrar en la casa. Miró la hora en su teléfono,
eran las cinco de la mañana. Joder. Aquello estaba cabreándole en serio así que
la emprendió a empujones con su madre. La obligó a caminar deprisa y
trastabillando, casi haciéndola caer un par de veces. La anciana se dejó hacer
sin protestar. En pocos minutos ambos alcanzaron una construcción contigua a la
casa de campo, levantada toscamente con bloques de hormigón y cemento.
Aún era de noche así que Izan tuvo
que alumbrarse encendiendo la linterna de su teléfono, en ese edificio de
techos bajos no había luz eléctrica ya que era el lugar donde Izan guardaba en
jaulas de tela metálica a sus perros de caza y también a su madre.
Había decidido que la anciana pasara allí
las frías noches de ese invierno equipada tan solo con una silla de enea y una
manta vieja. Si todo iba bien, la dejaría allí el resto del año. No estaba
sola, compartía celda con tres de los animales. Izan, no especialmente dotado
de muchas luces, consideraba que ese encierro cumplía una doble función
beneficiosa para todos: por un lado, la jaula evitaba que la vieja demente se
dañara y anduviera por ahí molestándole y por otro, Izan pensaba que los perros
entretenían y cuidaban de su madre, su única fuente de ingresos.
Entraron en aquella especie de bunker
gris lleno de humedades. Los perros estaban todos sentados y los observaban
acercarse manteniéndose en silencio. Eso era algo siniestro y raro de cojones.
Los alumbró con la luz fría del móvil para ver si les ocurría algo y vio que sus
ojos refulgentes no le miraban a él. Se estremeció. Todos prestaban atención a
un mismo punto que parecía situarse justo a su espalda. En ese lugar inconcreto
tras él, escuchó una exhalación y casi al mismo tiempo, un aliento cálido le impactaba
directamente en la nuca.
Se asustó y se giró con brusquedad. Alumbró la
zona, pero la fría luz de su teléfono sólo sirvió para constatar lo que ya
sabía. Allí no había nada, nadie. Uno de los perros aislado en una jaula era el
único que le miraba fijamente. Izan empezó a ponerse nervioso.
Propinó un último empujón a su madre y
la metió en su celda compartida con los animales, la obligó a sentarse en la
silla y le puso la sucia manta por los hombros. Cogió un viejo candado que usaba
para encerrar a los perros por la noche y trabó con él el pestillo metálico. Entonces
reparó en que su madre también tenía la vista fija en algo que estaba a su
espalda. Como los perros. Se giró otra vez y volvió a alumbrar. Nada. Sintió un
fuerte hormigueo en la nuca y unas ganas incontrolables de salir de allí.
Dejó a su madre allí y salió a paso ligero.
Echó un nuevo vistazo al móvil. Las cinco y veintitrés minutos. Ya no volvería
a acostarse. Quería darse una vuelta con el perro que mantenía aislado así que decidió
que se vestiría y saldrían ya. Consiguió vestirse y estar de vuelta en pocos minutos,
sacó a Braco 19 de su aislamiento y lo metió en el maletero de su todoterreno. Luego
se alejó de la casa de campo por un angosto camino de tierra que atravesaba un
pequeño pinar. Cuando lo dejó atrás encaró una ruta campo a través que, de tantas
veces recorrerla, se sabía de memoria. Tras una breve conducción soportando insufribles
vaivenes y traqueteos alcanzó su destino, la plana y redonda cima de “La
Galocha”, una colina de tierra en forma de volcán en miniatura bastante
aislada.
Consiguió salir del coche con
lentitud y pesadez, la dieta de Izan era de todo menos saludable y tenía
sobrepeso. Fue directo a la parte trasera del coche y abrió el portón para
soltar a Braco19 que salió disparado de su encierro. Luego de una manta gris en
la que siempre estaba envuelta, sacó su escopeta preferida, comprobó que estaba
cargada y se la colocó en equilibrio apoyada entre la axila y el antebrazo. De uno
de los bolsillos de su chaqueta de camuflaje sacó una bolsa de plástico que
llevaba un trozo requemado de pollo que lanzó al suelo a escasos metros de distancia.
La reacción de Braco19 fue instantánea. El animal se aproximó al trozo de carne
moviendo la cola como si fuera un látigo.
Izan lo observaba sin inmutarse. La
verdad es que era un animal precioso. Un ejemplar joven de braco alemán de pelo
corto blanco moteado en canela. Una pena que no resultara ser un buen
rastreador. Todo, incluso ellos tenían una vida útil y cuando esa vida útil
acababa, el resto era vida inútil. Exactamente igual que la de su madre.
Por eso no les ponía nombre a sus
perros, se lo “componía”. Todos tenían la misma estructura compuesta por el
nombre de su raza y un número de orden según su llegada a la jauría. Aunque
siempre acababa llamándolos sólo por el número. Braco 19 era el decimonoveno
braco alemán que Izan había incorporado a su grupo de rastreadores, pero estaba
resultando un fiasco.
La calma reinante en aquella cima
plana era total. No se escuchaba ni el trinar de un solo pájaro. Eso no era lo habitual
en pleno monte y a esas horas tan tempranas. Sí que escuchaba en cambio, el masticar
de Braco 19 dando buena cuenta del trozo de pollo. A espaldas de Izan el primer
rayo de sol asomó tras las colinas iluminando la cima de la Galocha y proyectando
sombras definidas y alargadas sobre el suelo reseco plagado de pequeñas piedras
y arbustos. La esbelta figura de Braco 19 quedó iluminada por aquella luz como si
la hubieran pintado sobre un lienzo. Izan cambió de posición su escopeta apoyando
la culata en el hombro derecho, guiñó un ojo para apuntar, aguantó la
respiración un instante y apretó el gatillo sin pestañear.
El percutor salió impulsado hacia
adelante hasta impactar violentamente contra el pistón del cartucho relleno de
fulminante y lo incendió, el fuego y los gases incandescentes resultantes hicieron
estallar la carga de pólvora que, a su vez, haciendo un ruido ensordecedor,
impulsó violentamente fuera del cañón un enjambre mortal de perdigones de posta
en medio de una humareda densa y blanquecina. Izan recibió un golpe seco pero soportable
en el hombro por el retroceso.
Tras la explosión, volvió el espeso y
persistente silencio. Izan notó un repentino golpe de calor que le abrasaba una
de las mejillas como si se hubiera ruborizado súbitamente por algo. No le dio
más importancia, quería observar el macabro resultado del impacto de las postas
sobre el costado de Braco19. El perro yacía exangüe con la boca abierta, la
lengua colgando y una expresión como de susto en la cara. Por casualidad había
quedado tendido justo encima del montón de los blancos y quebradizos huesos de
sus predecesores. El agujero de su costado certificaba que su final había sido
rápido, casi instantáneo. No como el de Braco 3.
Hacía años de eso, pero Izan lo
recordaba bien. Intentó acabar con el tercero de sus bracos atropellándolo con
el coche para ahorrarse el cartucho, pero el pobre animal no tuvo suerte y no murió
a la primera. Tuvo que soportar varias pasadas antes de morirse entre quejidos
mientras intentaba en vano huir arrastrándose con las patas rotas. Para Izan fue
una experiencia horrible. No tuvo en cuenta que, aparte de los chillidos de
miedo y dolor del animal, tendría que soportar la desagradable sensación de un
cuerpo crujiendo y destrozándose bajo las ruedas del coche. Izan tuvo
pesadillas varias noches seguidas recordándolo. Después de aquello decidió
volver a los cartuchos. Eran más caros, pero mucho más rápidos y “asépticos”
para su estado de ánimo.
Estaba absorto pensando en Braco 3
cuando escuchó algo que le dio un vuelco al estómago. Era el sonido de las
mandíbulas de Braco19 masticando el pollo. Podía oírse con claridad como si
todavía estuviera comiéndoselo. Izan dirigió su mirada al lugar de donde
provenía el sonido. Justo donde había estado su perro en el momento del disparo
pudo ver cómo su sombra, separada de su cuerpo inerte, agitaba la cola
alegremente y daba buena cuenta de otras sombra, la del trozo de carne.
Asustado, volvió la vista para mirar
el osario donde reposaban los restos de Btraco 19. Allí estaban. Se volvió de
nuevo. IMPOSIBLE. Esa… sombra, seguía allí. ¡Comiendo! Como si la estuviera
proyectando el perro vivo.
Cerró los ojos y agitó la cabeza
negando. Intentaba dar crédito a sus ojos, encontrar una explicación lógica a
lo que ocurría delante de sus narices. Intentó tranquilizarse. Tomó aire, pero sentía
que se ahogaba, como si el nivel de oxígeno en el aire hubiera bajado de
repente. Una voz cavernosa como salida de las profundidades de un pozo, resonó
a su espalda.
–
¡Buenas tardes, señor! – con un brutal
alarido, Izan saltó instintivamente en dirección contraria al lugar del que
provenía aquel vozarrón masculino–. ¿Ha llamado usted a MI puerta?
Descompuesto y tembloroso, Izan se
volvió lo más rápido que pudo para advertir que allí no había nadie. ¿Estaba
volviéndose loco? No. “Algo” le había hablado desde sus mismas espaldas. ¿Qué
le había dicho? ¿Mi puerta? ¿Qué puerta? Eso no, no tenía sentido. ¡Joder! La
voz no tenía DUEÑO y eso era raro de cojones, como casi todo en ese maldito
día. El terror le petrificó los músculos y le encogió el estómago. No sabía qué
hacer y se quedó inmóvil, quieto como un perro marcando una presa, buscando
frenéticamente el origen de aquella voz.
-
¡Estoy aquí, señor!
Se giró sobre sus talones con rapidez.
Apenas a un par de pasos tenía a un
hombre alto muy delgado sobre todo por la cintura, con los hombros muy juntos y
un tórax abultado hacia delante y estrecho por los extremos. Le observaba a
través de unos ojos pequeños y oscuros, muy redondos y completamente negros,
profundos e inexpresivos como los de un tiburón.
Izan estaba seguro de que no estaba
ahí hacía un momento. Había aparecido como por ensalmo y permanecía ahí, de pie
y con las manos a la espalda, mirándole fijamente sin hacer nada hasta que de
nuevo rompió el silencio.
–
¿Señor? – preguntó –. Estoy seguro de que
ha sido usted el que ha llamado a MI puerta. No es lo habitual. Lo normal es
que entren o “caigan” directamente.
Izan se enfrió de repente, sentía
hielo en la espalda y empezó a dolerle como si estuviera tumbado sobre piedrecitas
puntiagudas. Sin embargo, la cara le ardía como si le hubieran apagado un
cigarrillo gigantesco en ella. No hizo caso de sus dolores, en verdad, no sabía
qué hacer ni qué decir. Estaban sucediendo demasiadas cosas raras de cojones en
muy poco tiempo. El fulano ese, ¿de dónde coño había salido? ¿Qué diantre de
puerta? ¿Por qué no parecía importarle que una inquietante sombra de perro sin
perro estuviese moviéndose como si estuviese viva? Entonces volvió a dirigirse
a él.
–
¡Oh! – dijo poniendo algo parecido a una
mueca de sorpresa – ¡Disculpe que me haya presentado! Normalmente soy más
educado. Me llamo “Garm” – y extendió una mano enorme y peluda hacia Izan –
aunque aquí me conocen como...
-
Yo… me llamo Izan – le interrumpió
mientras le chocaba una mano que sintió enorme, áspera y con el dorso lleno de
pelos muy juntos.
-
Encantado, Izan. – dijo Garm inclinándose
un poco hacia él – No te importa que te tutee. ¿No?
-
No, claro.
-
Dime: ¿Te encuentras bien? Estás pálido, como
si acabaras de ver levantarse a un muerto.
-
Yo, yo – y señalando al suelo Izan pudo
ver con asombro que la sombra de su perro se dirigía directamente, hacia Garm.
Éste alargó una mano al vacío y con
la palma abierta hacia el suelo, la balanceó con suavidad, como pretendiendo acariciar,
algo. Bajo esa mano sólo había aire y nada más que aire. Sin embargo, como si
se tratar de un mimo simulando un cristal, la precisión de sus gestos daban la
impresión de que Garm apoyaba la mano sobre algo ¿sólido? Entonces observó con
detenimiento la sombra de aquel tipo tan raro y la de Braco 19. Ambas siluetas
proyectadas contra el suelo interactuaban entre sí de forma coherente. La
sombra de Garm acariciaba el lomo de la del perro con absoluta normalidad. Incrédulo
volvió a mirar al tipo y efectivamente, su mano “real” no acariciaba nada,
aire. La alegre sombra de Braco 19 plantó sus patas delanteras sobre el pecho abultado
de Garm que pareció alegrarse ante esa inesperada muestra de cariño.
-
Bueno, bueno – le dijo mientras continuaba
acariciando aquel lomo invisible y apartaba la cara como si una lengua
fantasmal se la estuviera llenando de lametazos –. Tranquilo, chico, tranquilo.
Pronto iremos a casa.
Garm, susurró algo en un idioma que
Izan no pudo entender y la silueta fantasmagórica de Braco19 reaccionó al
instante sentándose a sus pies.
La incomprensión de Izan iba en
aumento. Empezaba a perder el control de sí mismo. No se encontraba bien. Sentía
una empalagosa desazón provocada por la visión de aquellos hechos extraños ocurridos
ante sus ojos y al mismo tiempo, una especie de primigenia comprensión de todos
ellos, como si respondieran a una lógica ancestral incontestable. No era
lógico, nada de aquello lo era y sin embargo, algo dentro de sí le impelía a
asumirlo con, con, ¿resignación?
Volvió a sentir mucho frío y esa
especie de molestia en la espalda como si estuviera tumbado sobre grava.
-
¿Te duele la espalda Izan? – inquirió Garm
–. Eso es porque, aunque tú crees que estás de pie, hace rato que estás
tumbado.
-
¿Cómo que estoy tumbado? – Izan bajó la
mirada y separó los brazos para explorarse y constatar que seguía en pie – ¿C…cómo
sabes que me duele la?
No pudo acabar la frase. Garm, con
una súbita traslación se plantó frente a él a menos de un palmo de su cara. Al
verlo aparecer tan cerca sin transición, Izan chilló asustado y retrocedió sin
mirar dónde ponía los pies, tropezó y cayó al suelo de espaldas cuan largo era.
A su lado detectó otra figura tumbada en el suelo. Otra aparición inesperada. Izan
se giró para ver quién era. La visión le heló el corazón y le hizo chillar como
una hiena histérica.
Se apartó con rapidez como pudo de aquella
figura idéntica a él que yacía a su lado en el suelo.
-
No te asustes – se burló Garm con sorna –,
a fin de cuentas, eso de ahí eres tú. Un poco maltrecho, eso sí, pero eres tú.
El tono socarrón de Garm no le
molestó. Sintió otra vez esa comezón que le imponía tomar como normales aquellos
hechos extraordinarios, como si por alguna razón que desconocía hubiese
adquirido un mayor nivel de comprensión sobre lo que le estaba sucediendo.
Por eso le había dicho Garm que pese
a estar en pie, seguía tumbado. Ese su “otro yo” y que ahora veía de perfil, era
el que estaba tumbado sobre aquel suelo repleto de pequeñas piedrecitas que
podía sentir clavándosele en la espalda. Aquello no era un maniquí ni un
muñeco, era él, de alguna manera lo sabía, lo sentía, como si pudiera desdoblarse
para estar en dos sitios a la vez. Uno ocupado por su conciencia y el otro sólo
por carne, sangre y huesos. Eso era raro, raro de cojones. Se puso en pie para
tener mejor perspectiva y pudo verse mejor la otra mitad de la cara o lo que
quedaba de ella.
El corazón se le llenó de espanto al
ver que su cara se había transformado en una esperpéntica representación del barón
Ashler solo que, en lugar de tener media cara de hombre y media de mujer
separadas por un eje transversal, tenía una mitad de la cara intacta y la otra ensangrentada
y hecha girones. El ojo derecho y su párpado ya no estaban, en su lugar, un puré
negruzco y pastoso palpitaba en el interior de una cuenca vacía de la que caían
gotas de sangre en pequeños regueros que aumentaban de caudal con cada pálpito.
La oreja de ese lado colgaba apenas por un hilo de carne sonrosada. Parte de la
mandíbula había quedado al descubierto y un poco desplazada, como sacada de su
sitio, mostrando los incisivos inferiores al aire como si fueran los de un
perro pequinés.
Aunque la otra mitad de su cara aún
conservaba todas las partes en su sito tenía un rictus indescriptible carente
de expresión. La piel, desprovista de coloración, lucía una siniestra palidez
ósea como la de una figura de cera a medio acabar. El párpado intacto no había
conseguido cerrarse del todo y mostraba el ojo en blanco al quedarse vuelto
hacia arriba como buscando algo. El pómulo estaba muy marcado como si hubiera
adelgazado de golpe y la mejilla cérea palpitaba con rigidez cada vez que el
cuerpo de Izan exhalaba. El pecho de Izan se movía arriba y abajo con un
movimiento nada natural ni rítmico. Respirar le costaba un gran esfuerzo y de
vez en cuando roncaba o emitía extraños pitiditos, como si algo atascado en su
garganta le obstruyera el paso de aire.
Verse a sí mismo
en aquel estado, le produjo un inesperado y profundo sentimiento de pena, que
casi le hace echarse a llorar. Entonces vio su escopeta. El arma que había
acabado con la vida de Braco 19 y muchos de sus predecesores había caído entre
sus piernas. Tenía el cañón abierto en dos mitades retorcidas hacia atrás como si
de una piel de plátano se tratara. Comprendió entonces lo que había ocurrido.
La escopeta le había estallado en plena cara.
De nuevo, pese a
lo extraño de todo aquello, comprendió lo que estaba sucediendo. Había leído en
Internet innumerables testimonios, sobre gente experimentaba vivencias cercanas
a la muerte y extracorpóreas. La suya no se parecía a ninguna, sí en lo
referente a verse a sí mismo como desde fuera, pero lo de un tipo siniestro como
Garm diciendo que habían llamado a SU puerta, no aparecía en ninguna.
Sus reflexiones
se vieron interrumpidas porque sintió que se hundía unos centímetros en el
suelo. Se miró instintivamente los pies. No estaban. Al menos no como él
esperaba que estuvieran. Se quedó quieto, inmóvil como una estatua. Sus tibias
parecían estar apoyadas directamente sobre la tierra del suelo mientras que sus
pies parecían haberse hundido. Se fijó bien, no era que no los tuviera, sus
pies seguían allí, o más bien su silueta proyectada en el suelo por la luz del
sol.
-
Ups – exclamó Garm –
ya has empezado a…
-
¿¡Qué!? - Izan no puedo contener su propia histeria y comenzó
a gritar buscándose unos pies transformados en sombras que se movían pegados a
su cuerpo tridimensional – QUE YA HE EMPEZADO ¿A QUÉ?
-
Ya has empezado a
morirte.
-
¿A MORIRME?
-
A morirte sí, bueno tú
exactamente no, tu cuerpo. Tu cuerpo no aguatará mucho más. Fíjate, ya ni
siquiera tienes sombra – Izan echó inmediatamente la vista hacia atrás, el sol
del amanecer le daba en plena cara así que su sombra debía proyectarse a su
espalda sin embargo, no estaba.
-
¿Sabes por qué no
tienes sombra? Te lo diré, no la tienes porque en realidad, la sombra, eres tú.
Izan miraba hacia
el suelo agitando la cabeza sin parar de parpadear.
-
No los busques no
están. Agonizas, Izan, tu cuerpo agoniza. Y conforme te vayas muriendo te irás
transformando. Serás una sombra y nada más. Entonces te vendrás conmigo. No solo te has volado
la cara, por ese ojo que ahora parece una sopa sanguinolenta te ha entrado un
perdigón que te está licuando la sesera dejándote en un limbo particular. Un limbo
de almas ni vivas ni muertas que vosotros llamáis coma. Poco a poco te irás
apagando, acercándote un poco más a mi mundo. Empezarás a ver y sentir cosas
que hasta ahora te eran vetadas. Las leyes que conoces dejarán de funcionar.
Mira al sol, puedes mirarlo sin que te moleste la luz. ¿Sabes cuánto tiempo
lleva amaneciendo? El sol se ha congelado en un eterno amanecer hasta que
llegue tu hora de entrar por la puerta. Enseguida la verás. MI puerta, la
puerta del averno a la que has llamado sin saberlo, la entrada que guardo con
celo infinito pues soy Garm, el perro sangrante, el cancerbero, el guardián de
la puerta y he venido a llevarte conmigo.
Mientras Garm
hablaba, una masa oscura empezó a cubrir el suelo bajo sus pies. Una mancha
informe que se extendía y se extendía como si fuera petróleo líquido
derramándose por un suelo que se volvía cada vez más gris. Fuera lo que fuesa
aquella mancha, avanzaba en todas direcciones llevándose consigo el color de
todo cuanto tocaba. En un momento dado alcanzó el montón de huesos caninos creado
por Izan y todo el osario al completo se precipitó en su interior como si el
suelo de pronto hubiera desaparecido. Entonces Izan vio que no se trababa de una
mancha, era un agujero, un abismo que había salido de la nada y que se abría paso
ante sus ojos y en su dirección, como queriendo alcanzarle.
A punto estuvo de
lograrlo, pero pese a que ya no tenía sino sombras por pies, Izan descubrió que
podía moverse con normalidad y se retiró lo suficiente para impedir el contacto
con aquella sima fantasmal de fondo incierto y oscuro.
Garm permanecía
quieto al otro lado en el mismo borde sin hacer nada excepto observarle. Entonces
creció, se hizo más grande, más animal y menos humano. Garm ya no estaba de
pie, se apoyaba sobre cuatro patas sangrantes. Una chepa enorme y velluda se le
formó detrás de los hombros mientras que una extrema delgadez se apoderaba de
él sobre todo en la cintura. Dos prominencias amorfas surgieron de la chepa
abriéndose paso entre el pelaje. Dos masas de carne temblorosa que se abrieron
por la mitad en sus extremos transformándose en dos mandíbulas que quedaron
pendiendo de dos colgajos rígidos situados a ambos lados de aquel bulto horrible.
Una de ellas tensó el colgajo para lanzar una dentellada llena de ira a la
otra, atacándola sin razón aparente, como si no pertenecieran al mismo ser y tuvieran
conciencias separadas. Garm ahora era un perro con tres bocas, las dos que
sobresalían sólo eran carne, encías y dientes de los que colgaban densos hilos
de baba sanguinolenta. Parecían poder verle, aunque carecían de ojos. Lanzaban
continuas dentelladas al aire en su dirección. Cada vez que lo hacían desprendían
hilos de baba que caían al abismo para ser sustituidos por otros nuevos en un
ciclo infinito de sangre y entrechocar de dientes.
De pronto las
mandíbulas se detuvieron estiraron sus colgajos hacia el cielo y empezaron a
aullar. Izan escuchó a Garm hablarle de nuevo. No movía la boca, ni se
inmutaba, seguía inmóvil, pero le hablaba con claridad.
-
Van a salir. Yo que tú
empezaría a correr.
Del abismo emergieron
por el lado de Izan, las sombras de una jauría de esqueletos, gruñendo y
ladrando, como si los huesos que acaban de caerse dentro se hubieran
recompuesto para formar las siluetas descarnadas de los perros que una vez
fueron. Cada uno que emergía centraba su atención en Izan acercándose despacio,
como acechándolo. Izan ni se mueve. Entonces aparece una imagen en su mente,
clara y nítida como si la estuviera viendo ante sus ojos. Es su madre, puesta
en pie y agarrada a la tela metálica de su jaula con una expresión de miedo desencajándole
el rostro. Se está desgañitando a chillar.
-
Corre hijo ¡¡CORRE!!
Y corrió.
La voz de Garm le
persigue resonando en su interior. No se la puede quitar de encima y viene a
anunciarle las malas nuevas.
-
Con mis uñas voy a perforarte el rostro. Voy a
dejarte ciego para que no puedas defenderte. Y mudo, te arrancaré la voz para
impedir que te tus gritos te desahoguen. Serás mi Prometeo descuartizado a
perpetuidad. Dejaré que tus perros te despedacen, te desgarren, te mastiquen y
cada parte que destrocen, volverá a regenerarse para ser destrozada otra vez. Tú
te encargaste de decidir el destino de todos ellos. Justo es que ahora sean ellos
los que decidan el tuyo.
Izan corre
desesperanzado. Corre por un paisaje que conoce bien pero que ha cambiado.
Corre de cara al sol de un amanecer congelado cuya luz no le molesta en los
ojos. Corre mientras su cuerpo se hunde cada vez más en las sombras. Primero
hasta la cintura y luego por el cuello. Corre sintiendo su cuerpo moribundo respirar
cada vez con menos frecuencia. Corre ligero, no pesa. Corre deprisa como alma perseguida
por la jauría de la muerte escuchando a su espalda los ladridos de la ira. Corre
todo lo que puede hasta que siente el dolor tremendo de la primera dentellada.
Vienen más.
Muchas más. Le muerden los brazos, las piernas, los dedos, la cabeza y el
cuello. No le dejan moverse. Braco 3, el perro que murió despacio a base de
atropellos, le desgarra el vientre a Izan de una dentellada y se ceba con sus
entrañas. Tira de ellas sin romperlas. Entre todos lo envuelven a mordiscos y lo
arrastran a la fuerza hacia la puerta, hacia el abismo. Izan grita y grita sin
parar sabiendo que no servirá para nada. Que no van a parar. Pero aún tiene sus
cuerdas vocales y gritar le desahoga. Aún conserva los ojos y puede ver. Puede
ver cómo todo cambia conforme se acerca al abismo del cancerbero. Todo empieza
a tener tres dimensiones. Las siluetas adquieren volumen. Sus captores, su
cuerpo, todo. Todo es monocromo, sombrío. Todo excepto una mano. Conserva una
mano aún. Su esperanza es su mano derecha que aún no se ha transformado en
sombras. No ha muerto del todo, quizá su cuerpo finalmente pueda resistir.
El abismo se
acerca. Lo arrastran hacia él. Justo en el borde, un matorral aún conserva su
color. Garm permanece a cuatro patas junto a él. Sólo tiene una oportunidad.
Los perros lo arrastran de prisa hacia la boca del agujero. Lanza el brazo y se
agarra con fuerza a su única esperanza mientras todo su cuerpo se introduce en
la boca de lobo más negra que jamás haya visto. Su esperanza es un matorral que
se tuerce por el peso pero no cede. Las mandíbulas de sus captores le aprietan
más. Siente que los perros tiran de él con más fuerza. Cuantísimo dolor. No
siente nada excepto dolor, pero no cede. Su cuerpo aún respira. Se aferra al
matorral. Se aferra a su vida.
De pronto toda
pasa comprimida ante de sus ojos. Su infancia, adolescencia y madurez en un
flas. Una escena se queda estancada un momento. Ve a su madre, joven y muy
cansada, él es un niño muy pequeño y están en el parque. Él se entretiene
removiendo la tierra con un palo. Un perro pequeño de color blanco se acerca a
Izan moviendo la cola. Él se asusta y se va llorando junto a su mamá. Ella se
ríe, no te asustes, le dice, no pasa nada, es un cachorro, mira qué bonito. Le
consuela. Izan es feliz. Su madre le salva del perro.
-
¡No! ¡No puedo morir! ¡No
ahora! – grita
Izan.
-
¿Por qué? – inquiere Garm.
-
Me necesita – el dolor
no le deja hablar bien, necesita hacer pausas – . Mi, mi madre.
-
¿Tu madre? - pregunta el perro sangrante con sorna y
desdén – Qué ironía. De tu madre quedará lo que dejen tus perros. Pero sólo lo
sentirá una vez.
Izan no aguanta
más. La sombra le invade poco a poco. Primero la muñeca, los nudillos, los
dedos, las uñas. Braco 19 que seguía sentado al lado de Garm, se lanza a por él
con furia y le da el tirón de gracia. Se lo lleva al fondo. Izan aún mantiene la
mano cerrada, pero el matorral, liberado de su tenaza es libre al fin y vibra. Tirita
como esos que a Izan le daban miedo porque creía que se movían solos. Comprende
que no se mueven solos, son la última esperanza de las almas que los perros de
Garm arrastran al averno. Es donde les deja exponer su última razón para seguir
vivos, para no entrar por la puerta. Es inútil. Sólo es la antesala de una
tortura eterna y atroz que comienza albergando esperanzas de que pueden evitar
entrar cuando todo está ya decidido.
Izan dentro del
abismo no siente la caída. Simplemente ya está allí. Garm está encima de él.
Sus perros siguen machacándole el cuerpo por dentro y por fuera. No para de
gritar. No piensa. No puede. Sólo brama por el dolor.
El cancerbero lo
sujeta por los pelos y lo eleva, pero sólo su cabeza. Se la han separado del
cuerpo, pero él sigue ahí, lo siente todo, lo ve todo. Ve la sonrisa furibunda
de Garm y de sus dos mandíbulas. Por debajo del cuello le entra algo que le
arranca la capacidad de chillar más. Boquea sin emitir sonido alguno, como un
pez ahogándose fuera del agua. El cancerbero estira dos dedos armados con unas uñas
sucias, enormes y astilladas que se acercan lenta e inexorablemente hacia sus
ojos.