viernes, 27 de marzo de 2020

Brain storming de frases para inspirar títulos del libro

Supongo que ya habéis escuchado el audio así que a ver si en equipo sacamos un buen título, ojalá esto sirva de germen, ahí van:


Delia-Personalidades ocultas, cazador, depredador, infancia descuidada, violencia, maltrato, indefensión
Rafa-Abandono, pobreza, miseria humana, cambio de expectativas, de vida, caída, abatimiento, buenas personas,
Jose Luís- Lado malo, lado bueno, lado oscuro, corrupción, pandemia, victoria del mal, doble personalidad, dualidad
Hada – vidas inventadas, vidas cambiantes, normas reventadas, paisajes, sensaciones, sabores, paralelismo, decadencia
Yo – Decadencia, ¡sorpresa! Soy un depredador, idiotez, estupidez, condena eterna, justicia, depravado, violencia, averno, podredumbre, y de repente sale yo.

Las miserias del yo. Ego.
Historias del vertedero de Dios
Historias del vertedero de almas
Almas que se escaparon del vertedero (del trastero)
Almas mal forjadas
Almas deformadas
Almas a corregir
Conciencias con faltas de ortografía
El desperdicio del alma se llama sentimiento y su escoba …
Un desperdicio del alma es el sentimiento y se barre con la
Los sentimientos son desperdicios del alma
Los sentimientos que se aprovechan son los que desperdicia el alma
 Los sentimientos que se aprovechan son los que desperdicia el alma
Los sentimientos que se aprovechan son los que desprecia la conciencia
Cuidado con las vidas que aprovechan lo que el alma tira
Cuidado con las vidas que aprovechan lo que tira la conciencia
Cuentos de conciencias forjadas sin remordimientos
Ego te absuelvo
La saga de los exabruptos
El clan de los perdidos
El clan de las almas mal forjadas
Lo que perdió Dios por el camino
... de sentimientos que se dejaron al sol y se pudrieron.
Crónicas  … de sentimientos secados al sol
La vida más chula es la vida mejor
La vida oculta es la vida real
Mi vida escondida es mi vida ideal
La vida escondida es la vida ideal
Lo malo asoma por la puerta trasera
Salen emociones del trastero
Vidas de trastero
Diferencias entre la vida que elegí y la que me esperaba
La vida en la que me escondo de
La vida que elegí es un telón que me oculta.
La vida que elegí tras el que me escondo
La vida que me esconde
Mi yo tras el telón
Todo el mundo es lo que puede permitirse el lujo de ser
El mundo es lo que puede permitirse el lujo de ser
Todos somos lo que se nos permite ser
ni yo mismo sé cómo soy
Sólo sé que no sé quién soy
Sólo se que no me conozco
No mostramos lo que somos porque nos asustaríamos
Somos vampiros que no nos reflejamos en el espejo porque de hacerlo, nos asustaríamos.
Somos vampiros sin reflejo por miedo al espejo
Esquivo el espejo por miedo (rechazo, asco, negción) a mi reflejo.
Rehúyo mi reflejo esquivando los espejos.
Qué dirán si dijeran.
Qué dirían si dijeran lo que dicen mis ojeras.
Qué dirían si supieran lo que cuentan mis ojeras.
Me veo y no me lo creo.
Cuerdas paralelas
La vida que salió del trastero sin mi permiso.
Por favor que siempre haya alguien mirándome (por las burradas que hacemos cuando nadie nos mira).
¿Qué ruido hace un árbol cayendo cuando no hay nadie para escucharlo? (esta no es mía creo que es de Buda)
Déjame ser como soy.
Déjame ser como soy, o te mato.
Dejadme ser como soy
No me dejes ser como soy
Ojalá que mi interior no salga
La imagen que no refleja lo que soy
La corrupción existe porque sabe ocultarse
La corrupción vive de saber ocultarse
Mi auténtico yo vive de saber ocultarse
Crónicas de vidas que supieron ocultarse
Cómo una vida insulsa sirve de tapa para la olla hirviente de Pandora
La tapadera de la ola de Pandora es una vida desapercibida.
Vidas que viven de saber ocultarse
Relatos ingratos
La historia de mis retratos ingratos
Historias de nuestros retratos ingratos
¿Quién pintó mi retrato sin mirada?
El alma que no se refleja
Vivir en letargo hasta que la paciencia se acaba
La vida aletargada de las almas mal forjadas
Salir de la cueva de la hibernación
Hibernación social.
No toques ese interruptor
Letargo que se activa
No se puede ahogar a un caracol, sin peso en la tapa.
No es que no me guste lo que veo, es que prefería no mirar.
No es que no nos gustemos, es que preferimos no mirar. Pero al final, miramos.
Lo que me sale de donde no esperaba
Lo que me sale de donde no miraba
Lo que me sale de donde no mirabas.
Lo que nos sale de donde no mirabais.
Lo que más aprecio de mí mismo es mi desprecio hacia los demás
Historias del desprecio que no aprecian los demás
Legajos desescrupulados
Un legajo de historias desescrupuladas
Un legajo de cuentos desescrupulados
¿Quién vive justo en mí?




jueves, 26 de marzo de 2020

Última de Matacanes terminada


Terminado el texto, es decir, que ya tiene final,  pero no he terminado de cortar y repasar. Aún le sobran dos páginas mínimo ocupa 16 y una línea a doble espacio. También es cierto que los diálogos chupan más que la media porque los márgenes son más estrechos pero yo sigo en ello.
Ea, ahí va.
Fdo: Cisnerius
Sintió que alguien le tocaba los pies por encima de las mantas. Entre sueños creyó escuchar una fuerte respiración, pero no acabó de despertarse. Su mente permanecía pastosa como un barrizal y se mantenía en un estado intermedio entre el sueño y la realidad hasta que una mano le agarró con fuerza un tobillo. Entonces sí se despertó. Agitó las piernas y se revolvió con fuerza. En un segundo, Izan pasó de estar tumbado plácidamente en su colchón a quedarse sentado en su cama. Aún era de noche. La mano seguía aferrándole.
Mezclada con las sombras que poblaban la habitación, una silueta en forma de esqueleto se alzaba a los pies de su cama. No hacía nada. Estaba erguida y mirándole en silencio. Despedía un olor nauseabundo como salido de un vertedero. Desbordado por los nervios acertó a dar un manotazo a su teléfono móvil. La pantalla se encendió e iluminó tenuemente la habitación permitiéndole distinguir de aquella figura esperpéntica unos ojos saltones y enormes que le miraban fijamente sin parpadear. Izan empezó a chillar. La figura estiró el cuello hacia él sacando su rostro de las sombras y mostrándolo por completo a la luz. Abrió una boca de encías melladas con algunos dientes esparcidos al azar y emitió un grito ronco, cascado y viejo que parecía generar su propio eco. Y ese hedor.
Al fin el velo de la somnolencia se retiró y aunque la reconoció al instante, no pudo evitar mantener el grito hasta que casi se le acaba el aliento.
-                     ¡MAMÁ! ¡COÑO! ¡ME CAGO EN LA PUTA QUÉ SUSTO! ¡¿CÓMO COÑO HAS CONSEGUIDO…?!
No quiso acabar la frase. Sabía que no obtendría respuesta alguna. De su madre sólo quedaba un envoltorio sin nada dentro, una cáscara de nuez sin semilla que de alguna manera se las había arreglado para plantarse a los pies de su cama y darle un susto de muerte. Izan suspiró y se inclinó hacia su mesita de noche para encender la lamparita. La anciana dejó de gritar. Se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos mirando a la nada mientras un hilillo de baba se le escapaba por la comisura de los labios, empapándole la pechera de su vestido negro.
Con un gruñido de fastidio. Izan se levantó. Estaba enfadado y a consecuencia del sobresalto todavía tenía el corazón llenándole de golpes el pecho. Tardaría en calmarse. Cómo diantres se las había apañado su madre, para salir de la jaula y entrar en la casa. Miró la hora en su teléfono, eran las cinco de la mañana. Joder. Aquello estaba cabreándole en serio así que la emprendió a empujones con su madre. La obligó a caminar deprisa y trastabillando, casi haciéndola caer un par de veces. La anciana se dejó hacer sin protestar. En pocos minutos ambos alcanzaron una construcción contigua a la casa de campo, levantada toscamente con bloques de hormigón y cemento.
Aún era de noche así que Izan tuvo que alumbrarse encendiendo la linterna de su teléfono, en ese edificio de techos bajos no había luz eléctrica ya que era el lugar donde Izan guardaba en jaulas de tela metálica a sus perros de caza y también a su madre.
Había decidido que la anciana pasara allí las frías noches de ese invierno equipada tan solo con una silla de enea y una manta vieja. Si todo iba bien, la dejaría allí el resto del año. No estaba sola, compartía celda con tres de los animales. Izan, no especialmente dotado de muchas luces, consideraba que ese encierro cumplía una doble función beneficiosa para todos: por un lado, la jaula evitaba que la vieja demente se dañara y anduviera por ahí molestándole y por otro, Izan pensaba que los perros entretenían y cuidaban de su madre, su única fuente de ingresos.
Entraron en aquella especie de bunker gris lleno de humedades. Los perros estaban todos sentados y los observaban acercarse manteniéndose en silencio. Eso era algo siniestro y raro de cojones. Los alumbró con la luz fría del móvil para ver si les ocurría algo y vio que sus ojos refulgentes no le miraban a él. Se estremeció. Todos prestaban atención a un mismo punto que parecía situarse justo a su espalda. En ese lugar inconcreto tras él, escuchó una exhalación y casi al mismo tiempo, un aliento cálido le impactaba directamente en la nuca.
 Se asustó y se giró con brusquedad. Alumbró la zona, pero la fría luz de su teléfono sólo sirvió para constatar lo que ya sabía. Allí no había nada, nadie. Uno de los perros aislado en una jaula era el único que le miraba fijamente. Izan empezó a ponerse nervioso.  
Propinó un último empujón a su madre y la metió en su celda compartida con los animales, la obligó a sentarse en la silla y le puso la sucia manta por los hombros. Cogió un viejo candado que usaba para encerrar a los perros por la noche y trabó con él el pestillo metálico. Entonces reparó en que su madre también tenía la vista fija en algo que estaba a su espalda. Como los perros. Se giró otra vez y volvió a alumbrar. Nada. Sintió un fuerte hormigueo en la nuca y unas ganas incontrolables de salir de allí.
Dejó a su madre allí y salió a paso ligero. Echó un nuevo vistazo al móvil. Las cinco y veintitrés minutos. Ya no volvería a acostarse. Quería darse una vuelta con el perro que mantenía aislado así que decidió que se vestiría y saldrían ya. Consiguió vestirse y estar de vuelta en pocos minutos, sacó a Braco 19 de su aislamiento y lo metió en el maletero de su todoterreno. Luego se alejó de la casa de campo por un angosto camino de tierra que atravesaba un pequeño pinar. Cuando lo dejó atrás encaró una ruta campo a través que, de tantas veces recorrerla, se sabía de memoria. Tras una breve conducción soportando insufribles vaivenes y traqueteos alcanzó su destino, la plana y redonda cima de “La Galocha”, una colina de tierra en forma de volcán en miniatura bastante aislada.
Consiguió salir del coche con lentitud y pesadez, la dieta de Izan era de todo menos saludable y tenía sobrepeso. Fue directo a la parte trasera del coche y abrió el portón para soltar a Braco19 que salió disparado de su encierro. Luego de una manta gris en la que siempre estaba envuelta, sacó su escopeta preferida, comprobó que estaba cargada y se la colocó en equilibrio apoyada entre la axila y el antebrazo. De uno de los bolsillos de su chaqueta de camuflaje sacó una bolsa de plástico que llevaba un trozo requemado de pollo que lanzó al suelo a escasos metros de distancia. La reacción de Braco19 fue instantánea. El animal se aproximó al trozo de carne moviendo la cola como si fuera un látigo.
Izan lo observaba sin inmutarse. La verdad es que era un animal precioso. Un ejemplar joven de braco alemán de pelo corto blanco moteado en canela. Una pena que no resultara ser un buen rastreador. Todo, incluso ellos tenían una vida útil y cuando esa vida útil acababa, el resto era vida inútil. Exactamente igual que la de su madre.
Por eso no les ponía nombre a sus perros, se lo “componía”. Todos tenían la misma estructura compuesta por el nombre de su raza y un número de orden según su llegada a la jauría. Aunque siempre acababa llamándolos sólo por el número. Braco 19 era el decimonoveno braco alemán que Izan había incorporado a su grupo de rastreadores, pero estaba resultando un fiasco.
La calma reinante en aquella cima plana era total. No se escuchaba ni el trinar de un solo pájaro. Eso no era lo habitual en pleno monte y a esas horas tan tempranas. Sí que escuchaba en cambio, el masticar de Braco 19 dando buena cuenta del trozo de pollo. A espaldas de Izan el primer rayo de sol asomó tras las colinas iluminando la cima de la Galocha y proyectando sombras definidas y alargadas sobre el suelo reseco plagado de pequeñas piedras y arbustos. La esbelta figura de Braco 19 quedó iluminada por aquella luz como si la hubieran pintado sobre un lienzo. Izan cambió de posición su escopeta apoyando la culata en el hombro derecho, guiñó un ojo para apuntar, aguantó la respiración un instante y apretó el gatillo sin pestañear.
El percutor salió impulsado hacia adelante hasta impactar violentamente contra el pistón del cartucho relleno de fulminante y lo incendió, el fuego y los gases incandescentes resultantes hicieron estallar la carga de pólvora que, a su vez, haciendo un ruido ensordecedor, impulsó violentamente fuera del cañón un enjambre mortal de perdigones de posta en medio de una humareda densa y blanquecina. Izan recibió un golpe seco pero soportable en el hombro por el retroceso.
Tras la explosión, volvió el espeso y persistente silencio. Izan notó un repentino golpe de calor que le abrasaba una de las mejillas como si se hubiera ruborizado súbitamente por algo. No le dio más importancia, quería observar el macabro resultado del impacto de las postas sobre el costado de Braco19. El perro yacía exangüe con la boca abierta, la lengua colgando y una expresión como de susto en la cara. Por casualidad había quedado tendido justo encima del montón de los blancos y quebradizos huesos de sus predecesores. El agujero de su costado certificaba que su final había sido rápido, casi instantáneo. No como el de Braco 3.
Hacía años de eso, pero Izan lo recordaba bien. Intentó acabar con el tercero de sus bracos atropellándolo con el coche para ahorrarse el cartucho, pero el pobre animal no tuvo suerte y no murió a la primera. Tuvo que soportar varias pasadas antes de morirse entre quejidos mientras intentaba en vano huir arrastrándose con las patas rotas. Para Izan fue una experiencia horrible. No tuvo en cuenta que, aparte de los chillidos de miedo y dolor del animal, tendría que soportar la desagradable sensación de un cuerpo crujiendo y destrozándose bajo las ruedas del coche. Izan tuvo pesadillas varias noches seguidas recordándolo. Después de aquello decidió volver a los cartuchos. Eran más caros, pero mucho más rápidos y “asépticos” para su estado de ánimo.
Estaba absorto pensando en Braco 3 cuando escuchó algo que le dio un vuelco al estómago. Era el sonido de las mandíbulas de Braco19 masticando el pollo. Podía oírse con claridad como si todavía estuviera comiéndoselo. Izan dirigió su mirada al lugar de donde provenía el sonido. Justo donde había estado su perro en el momento del disparo pudo ver cómo su sombra, separada de su cuerpo inerte, agitaba la cola alegremente y daba buena cuenta de otras sombra, la del trozo de carne.
Asustado, volvió la vista para mirar el osario donde reposaban los restos de Btraco 19. Allí estaban. Se volvió de nuevo. IMPOSIBLE. Esa… sombra, seguía allí. ¡Comiendo! Como si la estuviera proyectando el perro vivo.
Cerró los ojos y agitó la cabeza negando. Intentaba dar crédito a sus ojos, encontrar una explicación lógica a lo que ocurría delante de sus narices. Intentó tranquilizarse. Tomó aire, pero sentía que se ahogaba, como si el nivel de oxígeno en el aire hubiera bajado de repente. Una voz cavernosa como salida de las profundidades de un pozo, resonó a su espalda.
                    ¡Buenas tardes, señor! – con un brutal alarido, Izan saltó instintivamente en dirección contraria al lugar del que provenía aquel vozarrón masculino–. ¿Ha llamado usted a MI puerta?
Descompuesto y tembloroso, Izan se volvió lo más rápido que pudo para advertir que allí no había nadie. ¿Estaba volviéndose loco? No. “Algo” le había hablado desde sus mismas espaldas. ¿Qué le había dicho? ¿Mi puerta? ¿Qué puerta? Eso no, no tenía sentido. ¡Joder! La voz no tenía DUEÑO y eso era raro de cojones, como casi todo en ese maldito día. El terror le petrificó los músculos y le encogió el estómago. No sabía qué hacer y se quedó inmóvil, quieto como un perro marcando una presa, buscando frenéticamente el origen de aquella voz.
-                     ¡Estoy aquí, señor!
Se giró sobre sus talones con rapidez. Apenas a  un par de pasos tenía a un hombre alto muy delgado sobre todo por la cintura, con los hombros muy juntos y un tórax abultado hacia delante y estrecho por los extremos. Le observaba a través de unos ojos pequeños y oscuros, muy redondos y completamente negros, profundos e inexpresivos como los de un tiburón.
Izan estaba seguro de que no estaba ahí hacía un momento. Había aparecido como por ensalmo y permanecía ahí, de pie y con las manos a la espalda, mirándole fijamente sin hacer nada hasta que de nuevo rompió el silencio.
                    ¿Señor? – preguntó –. Estoy seguro de que ha sido usted el que ha llamado a MI puerta. No es lo habitual. Lo normal es que entren o “caigan” directamente.
Izan se enfrió de repente, sentía hielo en la espalda y empezó a dolerle como si estuviera tumbado sobre piedrecitas puntiagudas. Sin embargo, la cara le ardía como si le hubieran apagado un cigarrillo gigantesco en ella. No hizo caso de sus dolores, en verdad, no sabía qué hacer ni qué decir. Estaban sucediendo demasiadas cosas raras de cojones en muy poco tiempo. El fulano ese, ¿de dónde coño había salido? ¿Qué diantre de puerta? ¿Por qué no parecía importarle que una inquietante sombra de perro sin perro estuviese moviéndose como si estuviese viva? Entonces volvió a dirigirse a él.
                    ¡Oh! – dijo poniendo algo parecido a una mueca de sorpresa – ¡Disculpe que me haya presentado! Normalmente soy más educado. Me llamo “Garm” – y extendió una mano enorme y peluda hacia Izan – aunque aquí me conocen como...
-          Yo… me llamo Izan – le interrumpió mientras le chocaba una mano que sintió enorme, áspera y con el dorso lleno de pelos muy juntos.
-          Encantado, Izan. – dijo Garm inclinándose un poco hacia él – No te importa que te tutee. ¿No?
-          No, claro.
-           Dime: ¿Te encuentras bien? Estás pálido, como si acabaras de ver levantarse a un muerto.
-          Yo, yo – y señalando al suelo Izan pudo ver con asombro que la sombra de su perro se dirigía directamente, hacia Garm.
Éste alargó una mano al vacío y con la palma abierta hacia el suelo, la balanceó con suavidad, como pretendiendo acariciar, algo. Bajo esa mano sólo había aire y nada más que aire. Sin embargo, como si se tratar de un mimo simulando un cristal, la precisión de sus gestos daban la impresión de que Garm apoyaba la mano sobre algo ¿sólido? Entonces observó con detenimiento la sombra de aquel tipo tan raro y la de Braco 19. Ambas siluetas proyectadas contra el suelo interactuaban entre sí de forma coherente. La sombra de Garm acariciaba el lomo de la del perro con absoluta normalidad. Incrédulo volvió a mirar al tipo y efectivamente, su mano “real” no acariciaba nada, aire. La alegre sombra de Braco 19 plantó sus patas delanteras sobre el pecho abultado de Garm que pareció alegrarse ante esa inesperada muestra de cariño.
-                     Bueno, bueno – le dijo mientras continuaba acariciando aquel lomo invisible y apartaba la cara como si una lengua fantasmal se la estuviera llenando de lametazos –. Tranquilo, chico, tranquilo. Pronto iremos a casa.
Garm, susurró algo en un idioma que Izan no pudo entender y la silueta fantasmagórica de Braco19 reaccionó al instante sentándose a sus pies.
La incomprensión de Izan iba en aumento. Empezaba a perder el control de sí mismo. No se encontraba bien. Sentía una empalagosa desazón provocada por la visión de aquellos hechos extraños ocurridos ante sus ojos y al mismo tiempo, una especie de primigenia comprensión de todos ellos, como si respondieran a una lógica ancestral incontestable. No era lógico, nada de aquello lo era y sin embargo, algo dentro de sí le impelía a asumirlo con, con, ¿resignación?
Volvió a sentir mucho frío y esa especie de molestia en la espalda como si estuviera tumbado sobre grava.
-          ¿Te duele la espalda Izan? – inquirió Garm –. Eso es porque, aunque tú crees que estás de pie, hace rato que estás tumbado.
-          ¿Cómo que estoy tumbado? – Izan bajó la mirada y separó los brazos para explorarse y constatar que seguía en pie – ¿C…cómo sabes que me duele la?
No pudo acabar la frase. Garm, con una súbita traslación se plantó frente a él a menos de un palmo de su cara. Al verlo aparecer tan cerca sin transición, Izan chilló asustado y retrocedió sin mirar dónde ponía los pies, tropezó y cayó al suelo de espaldas cuan largo era. A su lado detectó otra figura tumbada en el suelo. Otra aparición inesperada. Izan se giró para ver quién era. La visión le heló el corazón y le hizo chillar como una hiena histérica.
Se apartó con rapidez como pudo de aquella figura idéntica a él que yacía a su lado en el suelo.
-          No te asustes – se burló Garm con sorna –, a fin de cuentas, eso de ahí eres tú. Un poco maltrecho, eso sí, pero eres tú.
El tono socarrón de Garm no le molestó. Sintió otra vez esa comezón que le imponía tomar como normales aquellos hechos extraordinarios, como si por alguna razón que desconocía hubiese adquirido un mayor nivel de comprensión sobre lo que le estaba sucediendo.
Por eso le había dicho Garm que pese a estar en pie, seguía tumbado. Ese su “otro yo” y que ahora veía de perfil, era el que estaba tumbado sobre aquel suelo repleto de pequeñas piedrecitas que podía sentir clavándosele en la espalda. Aquello no era un maniquí ni un muñeco, era él, de alguna manera lo sabía, lo sentía, como si pudiera desdoblarse para estar en dos sitios a la vez. Uno ocupado por su conciencia y el otro sólo por carne, sangre y huesos. Eso era raro, raro de cojones. Se puso en pie para tener mejor perspectiva y pudo verse mejor la otra mitad de la cara o lo que quedaba de ella.
El corazón se le llenó de espanto al ver que su cara se había transformado en una esperpéntica representación del barón Ashler solo que, en lugar de tener media cara de hombre y media de mujer separadas por un eje transversal, tenía una mitad de la cara intacta y la otra ensangrentada y hecha girones. El ojo derecho y su párpado ya no estaban, en su lugar, un puré negruzco y pastoso palpitaba en el interior de una cuenca vacía de la que caían gotas de sangre en pequeños regueros que aumentaban de caudal con cada pálpito. La oreja de ese lado colgaba apenas por un hilo de carne sonrosada. Parte de la mandíbula había quedado al descubierto y un poco desplazada, como sacada de su sitio, mostrando los incisivos inferiores al aire como si fueran los de un perro pequinés.
Aunque la otra mitad de su cara aún conservaba todas las partes en su sito tenía un rictus indescriptible carente de expresión. La piel, desprovista de coloración, lucía una siniestra palidez ósea como la de una figura de cera a medio acabar. El párpado intacto no había conseguido cerrarse del todo y mostraba el ojo en blanco al quedarse vuelto hacia arriba como buscando algo. El pómulo estaba muy marcado como si hubiera adelgazado de golpe y la mejilla cérea palpitaba con rigidez cada vez que el cuerpo de Izan exhalaba. El pecho de Izan se movía arriba y abajo con un movimiento nada natural ni rítmico. Respirar le costaba un gran esfuerzo y de vez en cuando roncaba o emitía extraños pitiditos, como si algo atascado en su garganta le obstruyera el paso de aire.
Verse a sí mismo en aquel estado, le produjo un inesperado y profundo sentimiento de pena, que casi le hace echarse a llorar. Entonces vio su escopeta. El arma que había acabado con la vida de Braco 19 y muchos de sus predecesores había caído entre sus piernas. Tenía el cañón abierto en dos mitades retorcidas hacia atrás como si de una piel de plátano se tratara. Comprendió entonces lo que había ocurrido. La escopeta le había estallado en plena cara.
De nuevo, pese a lo extraño de todo aquello, comprendió lo que estaba sucediendo. Había leído en Internet innumerables testimonios, sobre gente experimentaba vivencias cercanas a la muerte y extracorpóreas. La suya no se parecía a ninguna, sí en lo referente a verse a sí mismo como desde fuera, pero lo de un tipo siniestro como Garm diciendo que habían llamado a SU puerta, no aparecía en ninguna.
Sus reflexiones se vieron interrumpidas porque sintió que se hundía unos centímetros en el suelo. Se miró instintivamente los pies. No estaban. Al menos no como él esperaba que estuvieran. Se quedó quieto, inmóvil como una estatua. Sus tibias parecían estar apoyadas directamente sobre la tierra del suelo mientras que sus pies parecían haberse hundido. Se fijó bien, no era que no los tuviera, sus pies seguían allí, o más bien su silueta proyectada en el suelo por la luz del sol.
-          Ups – exclamó Garm – ya has empezado a…
-          ¿¡Qué!?  - Izan no puedo contener su propia histeria y comenzó a gritar buscándose unos pies transformados en sombras que se movían pegados a su cuerpo tridimensional – QUE YA HE EMPEZADO ¿A QUÉ?
-          Ya has empezado a morirte.
-          ¿A MORIRME?
-          A morirte sí, bueno tú exactamente no, tu cuerpo. Tu cuerpo no aguatará mucho más. Fíjate, ya ni siquiera tienes sombra – Izan echó inmediatamente la vista hacia atrás, el sol del amanecer le daba en plena cara así que su sombra debía proyectarse a su espalda sin embargo, no estaba.
-          ¿Sabes por qué no tienes sombra? Te lo diré, no la tienes porque en realidad, la sombra, eres tú.
Izan miraba hacia el suelo agitando la cabeza sin parar de parpadear.
-          No los busques no están. Agonizas, Izan, tu cuerpo agoniza. Y conforme te vayas muriendo te irás transformando. Serás una sombra y nada más.  Entonces te vendrás conmigo. No solo te has volado la cara, por ese ojo que ahora parece una sopa sanguinolenta te ha entrado un perdigón que te está licuando la sesera dejándote en un limbo particular. Un limbo de almas ni vivas ni muertas que vosotros llamáis coma. Poco a poco te irás apagando, acercándote un poco más a mi mundo. Empezarás a ver y sentir cosas que hasta ahora te eran vetadas. Las leyes que conoces dejarán de funcionar. Mira al sol, puedes mirarlo sin que te moleste la luz. ¿Sabes cuánto tiempo lleva amaneciendo? El sol se ha congelado en un eterno amanecer hasta que llegue tu hora de entrar por la puerta. Enseguida la verás. MI puerta, la puerta del averno a la que has llamado sin saberlo, la entrada que guardo con celo infinito pues soy Garm, el perro sangrante, el cancerbero, el guardián de la puerta y he venido a llevarte conmigo.
Mientras Garm hablaba, una masa oscura empezó a cubrir el suelo bajo sus pies. Una mancha informe que se extendía y se extendía como si fuera petróleo líquido derramándose por un suelo que se volvía cada vez más gris. Fuera lo que fuesa aquella mancha, avanzaba en todas direcciones llevándose consigo el color de todo cuanto tocaba. En un momento dado alcanzó el montón de huesos caninos creado por Izan y todo el osario al completo se precipitó en su interior como si el suelo de pronto hubiera desaparecido. Entonces Izan vio que no se trababa de una mancha, era un agujero, un abismo que había salido de la nada y que se abría paso ante sus ojos y en su dirección, como queriendo alcanzarle.
A punto estuvo de lograrlo, pero pese a que ya no tenía sino sombras por pies, Izan descubrió que podía moverse con normalidad y se retiró lo suficiente para impedir el contacto con aquella sima fantasmal de fondo incierto y oscuro.
Garm permanecía quieto al otro lado en el mismo borde sin hacer nada excepto observarle. Entonces creció, se hizo más grande, más animal y menos humano. Garm ya no estaba de pie, se apoyaba sobre cuatro patas sangrantes. Una chepa enorme y velluda se le formó detrás de los hombros mientras que una extrema delgadez se apoderaba de él sobre todo en la cintura. Dos prominencias amorfas surgieron de la chepa abriéndose paso entre el pelaje. Dos masas de carne temblorosa que se abrieron por la mitad en sus extremos transformándose en dos mandíbulas que quedaron pendiendo de dos colgajos rígidos situados a ambos lados de aquel bulto horrible. Una de ellas tensó el colgajo para lanzar una dentellada llena de ira a la otra, atacándola sin razón aparente, como si no pertenecieran al mismo ser y tuvieran conciencias separadas. Garm ahora era un perro con tres bocas, las dos que sobresalían sólo eran carne, encías y dientes de los que colgaban densos hilos de baba sanguinolenta. Parecían poder verle, aunque carecían de ojos. Lanzaban continuas dentelladas al aire en su dirección. Cada vez que lo hacían desprendían hilos de baba que caían al abismo para ser sustituidos por otros nuevos en un ciclo infinito de sangre y entrechocar de dientes.
De pronto las mandíbulas se detuvieron estiraron sus colgajos hacia el cielo y empezaron a aullar. Izan escuchó a Garm hablarle de nuevo. No movía la boca, ni se inmutaba, seguía inmóvil, pero le hablaba con claridad.
-          Van a salir. Yo que tú empezaría a correr.
Del abismo emergieron por el lado de Izan, las sombras de una jauría de esqueletos, gruñendo y ladrando, como si los huesos que acaban de caerse dentro se hubieran recompuesto para formar las siluetas descarnadas de los perros que una vez fueron. Cada uno que emergía centraba su atención en Izan acercándose despacio, como acechándolo. Izan ni se mueve. Entonces aparece una imagen en su mente, clara y nítida como si la estuviera viendo ante sus ojos. Es su madre, puesta en pie y agarrada a la tela metálica de su jaula con una expresión de miedo desencajándole el rostro. Se está desgañitando a chillar.
-          Corre hijo ¡¡CORRE!!
Y corrió.
La voz de Garm le persigue resonando en su interior. No se la puede quitar de encima y viene a anunciarle las malas nuevas.
-           Con mis uñas voy a perforarte el rostro. Voy a dejarte ciego para que no puedas defenderte. Y mudo, te arrancaré la voz para impedir que te tus gritos te desahoguen. Serás mi Prometeo descuartizado a perpetuidad. Dejaré que tus perros te despedacen, te desgarren, te mastiquen y cada parte que destrocen, volverá a regenerarse para ser destrozada otra vez. Tú te encargaste de decidir el destino de todos ellos. Justo es que ahora sean ellos los que decidan el tuyo.
Izan corre desesperanzado. Corre por un paisaje que conoce bien pero que ha cambiado. Corre de cara al sol de un amanecer congelado cuya luz no le molesta en los ojos. Corre mientras su cuerpo se hunde cada vez más en las sombras. Primero hasta la cintura y luego por el cuello. Corre sintiendo su cuerpo moribundo respirar cada vez con menos frecuencia. Corre ligero, no pesa. Corre deprisa como alma perseguida por la jauría de la muerte escuchando a su espalda los ladridos de la ira. Corre todo lo que puede hasta que siente el dolor tremendo de la primera dentellada.
Vienen más. Muchas más. Le muerden los brazos, las piernas, los dedos, la cabeza y el cuello. No le dejan moverse. Braco 3, el perro que murió despacio a base de atropellos, le desgarra el vientre a Izan de una dentellada y se ceba con sus entrañas. Tira de ellas sin romperlas. Entre todos lo envuelven a mordiscos y lo arrastran a la fuerza hacia la puerta, hacia el abismo. Izan grita y grita sin parar sabiendo que no servirá para nada. Que no van a parar. Pero aún tiene sus cuerdas vocales y gritar le desahoga. Aún conserva los ojos y puede ver. Puede ver cómo todo cambia conforme se acerca al abismo del cancerbero. Todo empieza a tener tres dimensiones. Las siluetas adquieren volumen. Sus captores, su cuerpo, todo. Todo es monocromo, sombrío. Todo excepto una mano. Conserva una mano aún. Su esperanza es su mano derecha que aún no se ha transformado en sombras. No ha muerto del todo, quizá su cuerpo finalmente pueda resistir.
El abismo se acerca. Lo arrastran hacia él. Justo en el borde, un matorral aún conserva su color. Garm permanece a cuatro patas junto a él. Sólo tiene una oportunidad. Los perros lo arrastran de prisa hacia la boca del agujero. Lanza el brazo y se agarra con fuerza a su única esperanza mientras todo su cuerpo se introduce en la boca de lobo más negra que jamás haya visto. Su esperanza es un matorral que se tuerce por el peso pero no cede. Las mandíbulas de sus captores le aprietan más. Siente que los perros tiran de él con más fuerza. Cuantísimo dolor. No siente nada excepto dolor, pero no cede. Su cuerpo aún respira. Se aferra al matorral. Se aferra a su vida.
De pronto toda pasa comprimida ante de sus ojos. Su infancia, adolescencia y madurez en un flas. Una escena se queda estancada un momento. Ve a su madre, joven y muy cansada, él es un niño muy pequeño y están en el parque. Él se entretiene removiendo la tierra con un palo. Un perro pequeño de color blanco se acerca a Izan moviendo la cola. Él se asusta y se va llorando junto a su mamá. Ella se ríe, no te asustes, le dice, no pasa nada, es un cachorro, mira qué bonito. Le consuela. Izan es feliz. Su madre le salva del perro.
-          ¡No! ¡No puedo morir! ¡No ahora! – grita
Izan.
-          ¿Por qué? – inquiere Garm.
-          Me necesita – el dolor no le deja hablar bien, necesita hacer pausas – . Mi, mi madre.
-          ¿Tu madre?  - pregunta el perro sangrante con sorna y desdén – Qué ironía. De tu madre quedará lo que dejen tus perros. Pero sólo lo sentirá una vez.
Izan no aguanta más. La sombra le invade poco a poco. Primero la muñeca, los nudillos, los dedos, las uñas. Braco 19 que seguía sentado al lado de Garm, se lanza a por él con furia y le da el tirón de gracia. Se lo lleva al fondo. Izan aún mantiene la mano cerrada, pero el matorral, liberado de su tenaza es libre al fin y vibra. Tirita como esos que a Izan le daban miedo porque creía que se movían solos. Comprende que no se mueven solos, son la última esperanza de las almas que los perros de Garm arrastran al averno. Es donde les deja exponer su última razón para seguir vivos, para no entrar por la puerta. Es inútil. Sólo es la antesala de una tortura eterna y atroz que comienza albergando esperanzas de que pueden evitar entrar cuando todo está ya decidido.
Izan dentro del abismo no siente la caída. Simplemente ya está allí. Garm está encima de él. Sus perros siguen machacándole el cuerpo por dentro y por fuera. No para de gritar. No piensa. No puede. Sólo brama por el dolor.
El cancerbero lo sujeta por los pelos y lo eleva, pero sólo su cabeza. Se la han separado del cuerpo, pero él sigue ahí, lo siente todo, lo ve todo. Ve la sonrisa furibunda de Garm y de sus dos mandíbulas. Por debajo del cuello le entra algo que le arranca la capacidad de chillar más. Boquea sin emitir sonido alguno, como un pez ahogándose fuera del agua. El cancerbero estira dos dedos armados con unas uñas sucias, enormes y astilladas que se acercan lenta e inexorablemente hacia sus ojos.

domingo, 15 de marzo de 2020

Relato de Jesús Zomeño a partir de unos apuntes sobre una naranja


DOBLEZ

A Bárbara Blasco y a Kike Parra


Donde quiera que la gente se sienta segura, sentirá indiferencia
Susan Sontag

Gabriel no sabía lo que había sido la primera guerra mundial, aunque tuviera nombre de ángel caído. Un infierno que le resultaba indiferente, su purgatorio era otro, se le había ido el santo al cielo porque el jueves tenía que entregar un trabajo en clase, al señor Roubaud, que ni siquiera había empezado.
Todos los que habéis suspendido el examen de historia, sois alemanes, estáis derrotados, como ellos. Los que quieran recuperar la nacionalidad francesa, que preparen un trabajo de diez páginas sobre la Gran Guerra había dicho, dos semanas antes, el señor Roubaud.
No sabía por qué la guerra del 14 era la gran guerra. Su madre le contaba que un tío suyo había muerto en Indochina, pero quizá ese hubiera sido un conflicto más pequeño, donde la gente se odiara menos.
¿Tú crees que los soldados escuchaban música?
¿Quieres una naranja?
No, gracias.
Mejor, solo tengo una.
Louis era su mejor amigo, una hermandad por la que ambos suspendían cuando se copiaban. El pan con chocolate era una merienda de críos, por eso la tomaban en casa y luego se iban juntos. ¿Matar pájaros con tirachinas? no, ellos no eran personajes de una novela costumbrista de los años 50. Nada los definía entonces. Louis terminaría trabajando en el taller mecánico de su padre, pero eso él aún no lo sabía, a pesar de todas las evidencias.
Habían estrenado la película «Fiebre del sábado noche», pero tardaría en llegar al cine del pueblo, donde esa semana proyectaban «Rocky».
No me cuentes el final, quiero ir a verla.
Todos los que habían suspendido el examen de historia habían entregado ya el trabajo, salvo ellos dos y Celine, porque estaba enfermo y casi nunca iba a clase. Algunos decían que se iba a morir, por una enfermedad de los pulmones, pero otros contaban que era un espía ruso.
Aquella tarde, iban camino de la biblioteca después de las clases y de merendar en casa, solo Louis iba comiéndose una naranja. El trabajo consistiría en copiar, como habían hecho los demás, el capítulo de un libro y ponerle arriba, como título, «Nuestra Gran Guerra». Diez páginas completas, escritas a máquina, el que la tuviera, y quienes lo hicieran manuscrito, que no engordasen mucho el tamaño de la letra, ni los espacios. Copiar no era apropiarse de lo que otros hubieran dicho, sino aplaudir lo que otros habían escrito; el matiz era del señor Roubaud, que no consideraba a sus alumnos, tan embrutecidos, ni siquiera capaces de ser felices.
¿Podemos añadir algún dibujo?
¿Y tú qué vas a dibujar? Louis, es mejor añadir adjetivos. “Grande, oscuro y siniestro”, son un buen comienzo y un buen final para cualquier cosa, aunque en medio no cuentes nada; me lo explicó mi primo, que lee muchos libros.
En la guerra importa solo eso, lo que ocurre al principio y al final, sobre todo el desenlace, como en una receta de cocina, donde empiezas sin tener nada y terminas con una tarta o un buen estofado de buey. El primo de Gabriel parecía un buen estratega, aunque se hubiera librado de la guerra por miope.
En la biblioteca de la plaza había solo un libro de historia, que además no estaba en préstamo, había que consultarlo en la sala. La historia de Francia parecería demasiado terrible para aquel pueblo, que tanto había sufrido quién sabe cuándo y por qué motivo. Sin embargo, el libro ya estaba ocupado cuando llegaron ellos.
Celine, el niño enfermo, se les había adelantado, no había ido a clase pero antes de que abriesen la biblioteca estaba el primero en la puerta, reclamando el libro, como un pez en el mostrador de la pescadería reclamando su anzuelo, porque precisamente quería el libro de historia aquel con quien la historia venía siendo tan atroz.
Esperadme fuera —les dijo—, a las seis y media vendrá mi madre para llevarme a cortar el pelo; os dejaré el libro entonces.
Celine era un muchacho de palabra, a pesar de que fuera a morirse.
En la puerta de la biblioteca había un banco, donde se sentaron Gabriel y Louis, frente a la parada del autobús.
Ese autobús se dirige a Burdeos.
¿Te gustaría subir?
No, lo digo solo porque tengo un tío que trabaja allí, en una sastrería.
Tenían todo el tiempo del mundo para que las cosas encajaran por su propio peso en su lugar o bien, indistintamente, se evaporasen sin lógica. La infancia es esa parte de la vida que consiste en mirar constantemente para otro lado, siempre en busca de otro lugar aún más grande.
Mi padre se ha resfriado. Le ocurrió el lunes, cuando llegó a casa sin paraguas.
Lo cierto es que la culpa no era de haber llegado sin paraguas, sino de haber salido sin él, pero entonces el mundo era solo interior y del mismo no formaba parte lo que sucediera fuera. Nada les afectaba, salvo lo que sintiesen, vivían protegidos y no tenían ambición, ni siquiera curiosidad.
Habían pasado cinco minutos
Me aburro, ¿tú crees que los soldados se aburrían en la guerra?
¿Quién sabe? Están todos muertos ¿Te queda tabaco?
No, no han muerto todos. El abuelo de Marcel sigue vivo, pero se mea en la cama.
¿Por qué en la biblioteca habrá solo un libro sobre esa guerra?
Para que la gente no enferme, ya sabes que el abuelo de Marcel estuvo allí y ahora se mea en la cama. No quiero que eso me ocurra a mí.
Ya sale el autobús a Burdeos.
Una vez fui a París en autobús y me mareé, vomité en una bolsa. Mi madre la tiró por la ventanilla.
Es un viaje muy largo ¿Tú crees que los soldados se mareaban en la guerra?
¿Tienes tabaco? Podemos ir a la calle Ferdinand Foch a comprar un cigarrillo, aún falta mucho tiempo hasta las seis y media.
Aquella tarde no fueron a la calle Ferdinand Foch, siguieron esperando, sentados en el banco. Se reflejaban en la debilidad de Celine, sus pulmones, que eran la medida de la doblez del tiempo. No había firmeza, todo era posible, volver atrás, tomar posesión de ese libro, desalojar a Celine, que nunca hubiese estado allí. El orden de las cosas no importaba, todo caería por su propio peso o bien ellos dejarían de desear lo que no cayese.
El nombre de Celine había sido premonitorio porque su vida fue un largo viaje al final de la noche. La madre, que lo tuvo de soltera, luego se sintió culpable de haberle puesto el nombre de su escritor favorito, al que nadie conocía en el pueblo, pero lo hizo porque quería escapar de allí y con el nombre de su hijo pensó que abofeteaba al resto del pueblo. Su soberbia la pagó con un hijo enfermo y un cadáver antes de cumplir los quince. Es de lo que trata la historia de Francia, de muertos que no se avienen a ser lo que son, las revoluciones siempre acaban mal y por eso había solo un libro sobre la guerra en la biblioteca, porque allí todos pretendían vivir felices.
¿Te duele la mano de escribir?
Aún no he escrito nada
¿Pero es la que te duele?
Había sufrido un accidente con la bicicleta el día anterior, pero ya no le dolía la mano. Se encendieron las farolas de la plaza.
La vida esconde sus patadas debajo del polvo, es un dicho de su tio Antoine. Gabriel no sabe a qué se refiere esa frase, tan ambigua, si al polvo del camino cuando andas o si al polvo que levantan las patadas.
Mi tio Antoine vive en Montguyon y siempre dice que la vida esconde sus patadas debajo del polvo.
Tiene mucha razón.
Hay frases contundentes que imprimen carácter y a Louis le impresionó la del tío de Gabriel. Saber apreciarlas también imprime carácter, es algo que él intuía. La necesidad de entender las cosas es la excusa de los débiles para rendirse, les impide avanzar. Si Louis hubiese tenido un cigarrillo en la mano, circunstancia que será posible muchas veces en lo sucesivo, también hubiese repetido que la vida esconde sus patadas debajo del polvo, porque daba por hecho que se trataba de una reflexión importante.
La mujer del boticario cruzó la plaza, como si fuera de una trinchera a la otra, mientras de ella se cuenta que le es infiel a su marido. 
Gabriel seguía dándole vueltas en la cabeza a eso de que la vida esconde sus patadas debajo del polvo. Louis, en cambio, ya estaba distraído pensando en otra cosa, en la mujer del boticario. El padre de Louis también tenía una frase contundente, le decía a sus clientes, frotándose las manos con el trapo de la grasa, que era cosa del carburador, lo que significaba que la reparación costaría mucho dinero, aunque aún no supiera de que se trataba. Empezaba a frotarse con el trapo, al momento movía la cabeza, luego chasqueaba la lengua y entonces repetía que era cosa del carburador. Con el trapo se untaba las manos de grasa, las sacaba más sucias, para dar a entender que la avería estaba muy al fondo del motor y que él se había esforzado mucho para poder llegar. «El que no se mancha no justifica una buena factura», era otro dicho de su padre.
Sucedería al año siguiente, la muerte de Celine, después de que por fin proyectasen «Fiebre del sábado noche» en el cine del pueblo. Gabriel recuerda que el cortejo fúnebre pasó por delante de los carteles de John Travolta. No recuerda si al final acabaron aquel trabajo sobre la Gran Guerra o si el resto de su vida ha seguido siendo alemán. El señor Roubaud pidió el traslado a Lyón poco después de la muerte de Celine, como si se sintiera culpable por algún motivo que se les escapaba a los demás.
Aquella tarde, esperando a que fueran las seis y media para tomar posesión del libro, empezó a llover, de pronto, y eso frustraría su ataque a las trincheras enemigas.
Mejor lo dejamos para mañana.
Ya son las seis y cuarto, falta poco.
Pero no vamos a malgastar el tiempo esperando debajo de la marquesina del cine, para no mojarnos
Bueno, seguir siendo alemanes tampoco está mal, al menos hasta mañana. El padre de Celine creo que era alemán, pero que murió en la primera guerra mundial.
El padre de Celine puede ser cualquiera de este pueblo, nadie lo sabe, pero no era alemán, de eso estoy seguro, la madre nunca se ha movido de aquí. ¿Has ido a Salignac alguna vez? Mi padre dijo que tuvo una novia allí, pero que era muy fea y tuvo que dejarla.
El mío hizo el servicio militar en Argelia, pero de eso no habla. ¿Vamos a la calle Ferdinand Foch a comprar cigarrillos?
Gabriel no recuerda la respuesta de Louis. No recuerda lo que le dijo aquella tarde, pero hoy todo aquello le ha venido a la mente después de tantos años cuando Louis le ha dicho:
Es cosa del carburador.
Y se ha restregado las manos con el trapo de la grasa y ha chasqueado la lengua, porque la amistad ya no es lo más importante, ni siquiera importa lo que realmente haya ocurrido. La indiferencia termina abarcando todo.


LA CLASE 20 de junio 2020

16 al 20 de junio de 2020 LA CLASE Lunes Su aspecto todo él era cuadrado. Incluso por partes era cuadrado, tirando a o...