Es el relato del tío que mata perros. Segundo intento PERO TAMPOCO ME CONVENCE lo cuelgo sólo para que se vea que hago cosas.
Las carcajadas resonaron por
todo el Bar de Toño. Cuando cesaron Izan trató de explicarse.
-
Y yo te digo que lo voy a cazar – aunque había
más gente en el bar, Izan sólo se fijaba en Jero.
-
Pero vamos a ver, Izan –la forma que tenía Jero
de dirigirse a Izan siempre iba acompañada de una sonrisita irritante y un tonito
molesto y condescendiente -. ¿Tú entiendes que si le das a oler a un perro un
colmillo de jabalí de tu mano huele tanto el diente como tu mano y que eso hace
que sea imposible que…?
-
¡¡A ver si va a acabar por cazarte a ti!! – cortó
gritando Sebas el carnicero.
Todos estallaron al unísono en
nuevas carcajadas. Algunos ya giraban la cara para que no se les notara que
estaban desternillándose. La gracia no había sido para tanto, pero algunos
llevaban ya dos o tres cubatas y muchos más porros y aquello empezaba a notarse
en el ambiente. Izan se entretuvo mirando a su alrededor esperando a que se
calmaran. De pasada observó en el viejo reloj de pared de latón y cristal que
aún eran las 23:45. Mala hora. Su madre aún no se habría acostado lo que
significaba que Izan estaba atrapado en el maldito bar y estaba obligado a
seguir aguantando el chaparrón de risas de aquel montón de borrachos y
borrachas a los que no soportaba
En un pueblo tan pequeño no
había muchas cosas que un soltero empedernido como él pudiera hacer para matar
el tiempo. Las tardes de invierno eran largas, oscuras y frías. Izan podía decidir
entre encerrarse en casa con su madre y escuchar el constante chorreo de
comentarios desagradables acerca de su físico que siempre le dedicaba, o acudir
al bar, pedir un café y esperar a ver quién entraba por la puerta con ganas de
humillarle o ignorarle. Normalmente ocurría lo segundo, pero poco importaba. En
cuanto se empezaba a consumir alcohol y hachís y la tarde daba paso a la noche,
los que le habían ignorado preferían cambiar de tercio y propasarse con él para
echarse unas risas a su costa, como en ese preciso instante.
Reírse de él. Un tedioso ritual que
había conseguido que a Izan le diera asco el mismo bar. La maldita cabeza
carcomida de jabalí que estaba encima del reloj y que siempre le miraba
fijamente con la boca abierta pareciendo reírse de él también. Los dos
horribles cráneos decorativos de oveja amarilleados de nicotina, recuerdo del
tiempo en que se podía fumar en el local. El perenne olor a vino derramado y a
coñac que se mezclaba con el de leña ardiendo y que se pegaba a la ropa. Puaj.
Para Izan eso no era un bar, era una salda de torturas llena de cadáveres
colgando de la pared y en la que estaba obligado a entrar cada día sólo porque
carecía de alternativas.
Fue precisamente Toño, el dueño
del bar, el que ese día trató de echarle un cable.
-
Escucha, Izan, lo que Jero trata de decir –
ambos miraron al interfecto que estaba completamente colorado y tratando de
recomponer la compostura sin demasiado énfasis –, es que es imposible que un
perro no entrenado rastree a un jabalí concreto por mucho que tú le des a oler
ese trozo de colmillo que encontraste vete tú a saber dónde.
-
Lo encontré a los pies del “Cinto Marujo” por
donde siempre decís que los guardas han visto al “bijed”.
-
Se dice Big Head, Izan y da igual dónde lo encontraras.
Tus perros no tienen ni idea de rastrear por muy descendientes de los de tu
padre que sean. Tu padre, era cazador y entrenaba a sus perros cosa que tú
nunca haces. De hecho, nadie sabe qué diablos haces con los perros aparte de alimentarlos
y perderlos. Cada vez que sales pierdes uno o dos. Por cierto, cuántos bracos
te quedan ¿tres?
Izan bajó la cabeza y torció el
gesto al recordar con fastidio a su padre al que llamaban “El Braco” porque
nunca usó otra raza de perro para cazar. Su ejemplo le condenaba a salir
siempre malparado por comparación.
-
.Cuatro. Se me escapan porque no me ven como a
su amo. Encuentran un rastro, lo siguen y nunca los vuelvo a ver. Mi padre era
un cabronazo que nunca me quiso enseñar a entrenar a los perros y a cazar
-
¡Un momento! - Josillo “el pastor” un hombretón ya entrado
en años que siempre vestía camisas de cuadros alzó la palma de la mano como
queriendo detener un taxi y mirando muy serio hacia donde estaba Izan le
increpó elevando el tono de voz - ¡ “El Braco”, tu padre, en Gloria esté, sí “quintentó
enseñate” a cazar pero siempre se quejaba el hombre de que a ti no había forma
humana de hacerte madrugar! ¡”Dicía” el hombre que siempre andabas “enganchao”
a la “vidiosola” esa “toa” la noche y ni había un Dios que te despertara al día
siguiente! ¡Cucha! ¡A mí ni me gusta “questos” ríanse de ti tampoco, pero no me
mentes a tu padre! “Difiendeté” con otra excusa que “lante” de mí, por muy hijo
suyo que seas, no “te se“ ocurra mentarle. ¡Ale! ¡Anda “pa casa” que tu madre
seguro que ya anda en sueños y “nos” les des más gusto a estos que te hacen por
tonto!
Y bajando la mano que tenía
levantada le atizó una palmada a la mesa en la que estaba tomando chupitos, se
levantó y se marchó visiblemente contrariado. Todo el bar se había quedado en
silencio. El “Josillo” era un hombre más que parco en palabras, siempre se
comunicaba por monosílabos y sólo si alguien se dirigía a él. El hecho de
escucharle gritar más de tres palabras seguidas parecía haber impresionado a la
concurrencia. Todos le siguieron con la mirada hasta que salió del bar, momento
que Toño aprovechó para retomar la conversación.
-
Como te decía, es imposible que así caces nada
de nada y menos al “bicho” detrás del que todos andan. Si los cazadores de
verdad no han dado con él tú lo tienes poco menos que imposible Izan. Mucha
potra debes tener para que se te cruce por delante y más por las tardes que es
cuando sales tú a “cazar” – esto último lo soltó haciendo con ambas manos el
gesto de las “comillas” y con cierto retintín, para acto seguido hablarle en un
tono más sosegado como si le estuviera haciendo una confidencia – . Por cierto,
el “Josillo” tenía razón, ya pasan de las doce.
Izan no añadió nada más y
decidió marcharse. No pareció importarle a nadie ya que nadie le prestaba ya la
más mínima atención. Todos habían retomado sus conversaciones en pequeños
corrillos o sus partidas de cartas alrededor de las mesas en las que estuvieran
sentados.
En cuanto salió por la puerta
sintió un frío helador más intenso de lo habitual. Recorrió los escasos trescientos
metros de subida que separaban su casa del bar y jadeando abrió con cuidado la
puerta del patio trasero. Su madre no le dejaba usar la principal para que no
se la ensuciara. Subió por las escaleras de ladrillo a su habitación haciendo
el menor ruido posible, se puso el pijama y bajó de al salón. Atizó el fuego de
la chimenea, se colocó los auriculares y se puso a jugar al Fornite en la tele
grande.
En la isla donde mútiples
jugadores abatían los avatares de otros, habían incluido una estructura nueva.
Un bar como el de su pueblo. Ïzan no se extrañó y entró a ver si encontraba a
Jero y le pegaba un par de tiros. Estaba realmente conseguido, cada detalle
estaba reproducido en el videojuego. Ahí mirándole fijamente seguía la cabeza
de jabalí carcomida que el abuelo del actual dueño, colocara en la única pared sin
ventanas el día de la inauguración del Bar, allá por el año catapún. Una estufa
de hierro idéntica a la real estaba colocada exactamente en el mismo lugar,
entre las mesas, calentando el interior. Las mesas y las sillas de madera que
habían sustituido a las anteriores de hierro y formica estaban distribuidas
exactamente de la misma manera. Pero no había un alma allí dentro. Lástima.
No tenía nada que hacer allí así
que volvió a salir. Estaba en su pueblo, o en una reproducción exacta pero
cubierta por una espesa niebla. La televisión grande del salón se había
desvanecido. Izan se vio a sí mismo dentro del propio videojuego pululando por
las calles del pueblo casi sin visibilidad. Era de noche y en su deambular
errático por las calles se guiaba por el tenue resplandor amarillento de los
farolillos de los portales que algunas de las casas, tenían encendidos. La
niebla era tan densa que al respirarla se sentía entrar en los pulmones. Le
costaba caminar. No avanzaba con fluidez, parecía que sus movimientos eran a
cámara lenta como si estuviera constantemente caminando dentro del agua.
Entonces se dio cuenta de que se había desorientado. No sabía muy bien dónde
estaba. Pensó que en las calles del pueblo no hay farolillos en los portales. Se
detuvo. Trató de escuchar. El único sonido que pudo distinguir fue el de una
campanada solitaria resonando a lo lejos. Aquello empezó a sobrecogerle.
Tiritó.
-
Quiero ir al bar – dijo en voz alta, como si eso
fuese a hacer aparecer el bar delante de sus narices. Nada ocurrió.
A su espalda un gruñido bronco,
feroz, se abrió paso a través de la niebla. Izan, asustado se giró
instintivamente pero no vio nada. El tenue resplandor de los farolillos
desdibujados por la niebla había desaparecido, sin embargo, seguía habiendo
luz. Una luz azulada cuyo origen no podía determinar. Muy cerca de él, de donde
había provenido el gruñido bestial retumbó un ladrido extraño, agudo, como
mezclado con un quejido cánido. El eco que produjo rebotó varias veces en mil
sitios diferentes amplificando primero su magnitud para después ir disminuyendo
progresivamente hasta que se perdió en la nada de la espesa niebla tras Izan. Acto
seguido escuchó un resoplido terrible parecido al piafar de un caballo gigante con
ronquera. Izan hubiera jurado que provenía de algo que era bastante más alto
que él. No se oían pasos ni pezuñas sin embargo sabía que algo se acercaba. De
pronto, ante sus narices emergió la forma grisácea de un lomo monstruoso,
peludo y encorvado que caminaba en silencio directo hacia él.
Izan salió corriendo en
dirección contraria, pero se encontró de repente con la puerta del bar. Se
estrelló de bruces contra ella. Trató de abrirla pero no encontraba el pomo. La
habían cerrado. Izan abrió la boca para gritar pero ningún sonido se produjo en
su garganta. Echó un vistazo hacia atrás y vio la forma enorme dirigirse con
cierta parsimonia hacia él. La cadencia de sus pasos era lenta, calmada, como
si caminara con deliberada lentitud. El vaivén de aquel lomo enorme, cortado y
brusco a veces, delataba cierta cojera o dificultad al caminar, como, como,
como un zombi cheposo, gigantesco y peludo. Izan le dio la espalda y de nuevo
trató con todas sus fuerzas de abrir la condenada puerta. Abrió la boca de
nuevo para chillar pero nada, aquella niebla ahogaba sus alaridos de pánico.
Entonces la bestia tosió. Izan sintió el golpe de su aliento fétido e hirviente
en la nuca. Olía a podredumbre ardiendo, como si alguien estuviera quemando una
montaña de estiércol. Ya no se atrevió a girarse, prefería no mirar. Algo le
estaba mordiendo las piernas. Abrió la boca todo lo que pudo y forzando su
organismo obligó a sus pulmones a expulsar el aire tan fuerte que
Su propio alarido lo despertó.
Estaba acalorado y sudando. Las piernas le ardían. Una brasa había saltado
desde la chimenea y se le había quedado parada sobre el muslo derecho
quemándole la piel. Se la espolsó a manotazos. Estaba sentado en el sofá con
las piernas abiertas y los pantalones bajados hasta los tobillos. Su madre, estaba
plantada frente a él, mirándole fijamente y manteniendo una indescriptible expresión
de asco en el rostro. A su lado Doña
Urbana no parecía saber dónde meterse y se escondía tras la espalda de su madre
aunque lanzaba miradas furtivas por encima de su hombro.
-
¿Lo ves Urbana? ¡Es que luego esto luego lo
cuento en la asociación y no se lo creen! ¡Pero, Urbana, no te escondas leches!
¡¡Míralo, tú míralo!! QUÉ VERGÜENZA.
-
¡¿MAMÁ?! – gritó Izan sorprendido al verse recién
levantado desnudo de cintura para abajo delante de Doña Urbana.
La televisión grande del salón
seguía encendida. En la pantalla la lista de videos porno iniciada esa noche pasada
seguía reproduciéndose. Izan empezó a subirse a tirones los pantalones del
pijama al tiempo que intentaba encontrar el mando de la televisión en el sofá sin
éxito. Recordó que la noche anterior se había cansado de jugar al Fornite y
había decidido masturbarse antes de irse a la cama. Se puso la lista de
reproducción de videos de “you porn” y no, no tenía claro qué pasó después.
Evidentemente no estaba en su cama. Trató de recordar. ¿Se había dormido haciéndose una paja? ¡Dios!
En la pantalla una tía con las
tetas hinchadas como globos se trabajaba con avidez como medio kilo de carne en
barra jadeando con extrema exageración. La pobre Urbana, estaba tan
escandalizada que cambiaba de posición constantemente, a un lado la única escena
porno que vería en toda su vida y al otro el patético hijo de su amiga tratando
de subirse los pantalones al tiempo que buscaba el mando a distancia a
manotazos.
-
¡Lo tengo yo hijo! – su madre extendió una mano
hacia él portando el anhelado mando a distancia. ¡Toma anda toma!
Izan no se anduvo con
delicadezas y se lo arrancó de la mano literalmente. Nervioso y humillado como
estaba no acertó a apagar la televisión hasta pasados unos interminables
segundos. Casi al mismo tiempo al fin consiguió subirse del todo los
pantalones. Urbana ya no aguantó más y sin decir una palabra se dirigió deprisa
a la puerta de salida principal con la mirada fija en el suelo y muy seria.
Su madre, con el rostro surcado
por las lágrimas, se quedó mirando al suelo y empezó a hablar entrecortadamente.
-
Tu padre y yo, nos matamos a trabajar para darte
una educación, una vida mejor que la nuestra.
Izan, tratando de componer los
pocos trozos de dignidad que le quedaban se quedó mirando a su madre con una
expresión de sorpresa e incomprensión infinitas. Mientras, ella seguía a lo
suyo.
-
¿Sabes lo que hemos tenido que pasar para darte la
mejor vida posible?
Entonces, como si un demonio la
poseyera, dejó de mirar al suelo, se encaró directamente con Izan y apretando
los dientes con furia descontrolada le escupió las palabras como si quisiera
estampárselas en la cara.
-
Y TÚ LO ÚNICO QUE HACES ES VAGUEAR Y
DESPERDICIARLA.
Izan escuchaba lo que decía su madre,
pero no lo asimilaba. En su mente no paraba de bullir la idea de lo que iba a
tardar la señora Urbana en contar lo sucedido. Lo que tardaría en hacerse viral
en el pueblo. Lo que iba a ocurrir después, salir a la calle sería un infierno y
aparecer de nuevo por el bar quedaba descartado. Cómo se iban a cebar con él,
en especial Jero. Entonces se fijó en lo que su madre apretaba con rabia en la
mano izquierda: la pala de hierro que usaban para sacar las cenizas de la
chimenea.
-
¿¿ME HAS PUESTO TÚ LA BRASA EN LA PIERNA VIEJA PUTA
LOCA??
-
¿Qué me has llamado vago imbécil, parásito, bueno
para nada?
Izan observó cómo, con
movimientos lentos y torpes, su madre alzaba el brazo que sostenía la pala e
intentaba golpearle con ella. Izan, completamente ciego de ira detuvo el ataque
sin ninguna dificultad y respondió propinándole un fortísimo empujón. Izan
pesaba más de cien kilos y su madre apenas cuarenta. Por la fuerza del golpe,
la mujer salió medio volando y se estampó de espaldas contra el aparador de
puertas de cristal que contenía la vajilla buena y un montón de fotos de Izan
de niño. Un estrépito descomunal de vidrios haciéndose añicos invadió el salón.
Su madre, tras estamparse contra el mueble, cayó de rodillas en el suelo de
terrazo golpeándose con fuerza los huesos que sonaron como dos cocos rebotando
contra una piedra. La pala salió volando y fue a parar a los pies de Izan que
la recogió.
Los vidrios de las puertas del
aparador estaban hechos añicos. Muchas piezas de la vajilla se habían salido de
sus estantes y se habían pulverizado literalmente contra el suelo. La anciana
permanecía en el suelo rodeada de cristales rotos, de rodillas sin quejarse y
sin hablar, como si estuviera rezando en silencio. Izan en pie frente a su
madre blandió la pala como si de un mandoble se tratara y la emprendió a golpes
contra lo que quedaba sano de aquél aparador. Una y otra vez, lanzaba un golpe
tras otro contra la vajilla que se había salvado del primer empellón hasta que
no quedó nada, luego machacó los marcos baratos que habían mostrado sus propias
fotos durante décadas en aquel mueble, no paró de darles golpes hasta que los
hizo fosfatina, su madre se dejó caer de costado y permaneció inmóvil en el
suelo. Luego le llegó el turno a la televisión, a los adornos que estaban
encima de la repisa de la chimenea, a la pared, al suelo y al sofá. Hasta que
no consiguió rajar a golpes de pala algunos de los asientos, Izan no consiguió
controlar la furia desatada que sentía y detenerse. Su lamentable estado físico
también jugó su papel. A causa del esfuerzo jadeaba como un asmático, y sudaba
como un caballo desbocado a punto de reventar.
Dejó caer la pala al suelo y
desplomó sus 105 kilos de grasa en el sofá. Su madre permanecía inmóvil tirada
encima de un sinfín de cristales en el suelo. Izan aguantó la mirada de
desprecio de su madre en riguroso silencio. Pasados unos segundos se decidió a
hablar.
-
Estoy hasta los cojones de que todo el mundo en
el pueblo encuentre una excusa para compararme con mi puñetero padre. Estoy
harto de su ejemplo, de vivir a su sombra. Cuanto más tiempo pasa desde que
murió, mejor concepto tiene la gente de él y peor de mí. Como si yo tuviera la
obligación de honrarle o algo así. No sé qué mierdas os habéis creído todos,
pero te aseguro que voy a poner punto final a esta mierda de espiral de reproches
que os habéis montado todos hacia mí.
Todo el salón estaba en
penumbra. Siempre lo estaba. Su madre no descorría las cortinas porque así, según
decía, no se apreciaba el polvo de los muebles y duraban más tiempo limpios.
Izan aspiró hondo por la nariz y sorbió todos los mocos que pudo para componer
un gargajo enorme que escupió en el suelo junto a su madre.
-
Voy a terminar con todo lo que huela a mi padre en
esta casa y en este puto pueblo de mierda en el que me habéis obligado a vivir.
Cuando acabe, no vas a saber dónde meterte, mamá. Vas a ser el puto centro de
atención el resto de años que te queden de vida que espero que sean muchos.
Vieja de mierda. Lo único que sabes hacer es preocuparte de mantener a raya el
qué dirán. Me odias porque es imposible detener el río de burlas que hacen de
mí en todas partes. Burlas, que te califican como madre y contra la que no
puedes luchar. La única manera que has encontrado para escapar de su influencia
es darles la razón, unirte a ellos y humillarme. Bruja. Hoy me has humillado
por última vez. A partir de mañana todos los comentarios de lo puta que eres y de
la culpa que tienes de lo que va a ocurrir por ser tan mala madre, correrán por
siempre en todo el pueblo y no podrás hacer nada excepto soportarlos o
marcharte para siempre de aquí.
No hubo réplica alguna a las
palabras de Izan. Decidió entonces que ya había descansado suficiente y se puso
en pie. Del perchero de madera situado en una esquina, escogió la chaqueta tres
cuartos de color verde caqui que había allí colgada y se encaminó hacia la
parte de atrás de la casa. Se detuvo justo delante de la puerta que conectaba
el salón con el patio exterior. Giró sobre sus talones y cogiendo carrerilla le
propinó a su madre tres fuertes patadas en las tripas que la dejaron sin
aliento. No fue capaz ni de gritar. Lo último que pudo ver antes de desmayarse
fue la enorme mole de su hijo dirigiéndose hacia la pueta de salida trasera.
Izan entró en el bar y enseguida
el asqueroso olor acre a vino derramado y a coñac se le pegó en la nariz.
-
¡Hombre Izan! – Jero, el hijo de la Urbana, cómo
no. No había tardado ni un segundo en reaccionar. Era un lobo esperando a su
presa. En cuanto vio a Izan entrar en el bar alzó la voz para que todos le
oyeran bien - ¿Qué me ha contado mi madre…?
Izan hizo uso de otra de las
herencias de su padre. Aparte de la jauría y el todoterreno, le había dejado en
testamento dos escopetas. La que llevaba oculta bajo la chaqueta tres cuartos
color caqui era la corredera cargada con ocho cartuchos. La sacó y le descargó
un cartucho de perdigones de posta a Jero en toda la cara a menos de dos metros
de distancia. La explosión pilló por sorpresa a todos los allí presentes que se
quedaron congelados donde estaban. Era la hora de comer y el bar estaba hasta
los topes. El humo lo invadió todo como una niebla densa que costaba respirar.
Era como en el sueño de Izan.
Jero no dijo nada más. En cuanto
el humo empezó a disiparse Izan distinguió otra figura de la que no se había
percatado y que estaba sentada junto a Jero. Era la rusa. La puta de su mujer y
cómplice de sus chanzas. Miraba horrorizada los restos de la cabeza de Jero que
estaban esparcidos por el suelo y estaban llenándolo todo de sangre. Izan también
podía verlos. Retrocedió la corredera y cargó un nuevo cartucho. Apuntó a su
cabeza rubia de mierda. Ella intentó gritar.
La segunda explosión volvió a
llenar el ambiente de niebla irrespirable, pero en esta ocasión la reacción de
todos los allí presentes no fue quedarse quietos. Como una manada de ñus en
estampida todo el mundo abandonó las mesas y corrieron hacia la única salida
atropellando y volcando todas las sillas y mesas que se encontraban al paso. Todos
trataban de alejarse de Izan, algunos lo consiguieron y otros no. El tercer
disparo casi a quemarropa se lo llevó el Josillo por la espalda. El tiro le
salió por las tripas y el enjambre de perdigones en su trayectoria hirió al
tipo que tenía el pastor delante suyo agolpándose también en la salida en su
pugna por huir. Los dos se desplomaron al instante. Todo el mundo estaba
gritando aterrorizado excepto Izan. En medio de la multitud, Izan distinguió a
Toño. Apuntó y disparó de nuevo. Esta vez no se fijó en el resultado. Se giró y
fue directo hacia la cabeza de Jabalí carcomida que seguía allí, mirándole,
riéndose de él. Justo debajo podía leerse una diminuta placa que decía: Regalo
del Braco al bar de Toño por su inauguración.
Esa maldita cabeza había sido un
regalo de su padre al abuelo de Toño que también se llamaba Toño. Izan apoyó el
cañón de su escopeta justo debajo de la mandíbula y disparó. La cabeza saltó
por los aires medio pulverizada por el disparo a quemarropa. Un trozo bastante
grande cayó al suelo humeando cerca de Izan. Él lo recogió, abrió la tapa de la
estufa de metal y lo echó dentro. Entonces la emprendió a tiros con el bar. Apuntó
al mostrador de bebidas y lo voló en pedazos, a la barra, al techo, a las
paredes. Se le acabaron los cartuchos y tuvo que recargar. Lo hizo y siguió
disparando a diestro y siniestro.
Cuando al fin se detuvo, el bar estaba vacío y en
silencio. Como la versión reproducida en el Fornite que había visto en sueños. Miró
a su alrededor. La rusa estaba aún sentada en la silla en la que estaba
comiendo hacía unos minutos pero con la cabeza colgándole de un hilo de carne
hacia atrás. El tiro le había impactado de lleno en el cuello y sangraba
profusamente.