A ver que os parece..
F.A.K.(e)
La oscuridad
de la noche se cuela silenciosa por la ventana. La mesa del despacho es
iluminada por la luz tenue de la lamparita, que también ilumina el portátil.
Está sentado sobre la butaca, con la mirada desenfocada, ausente. Se acaricia
con suavidad el lóbulo de la oreja. Las pupilas de sus ojos reducen su volumen,
brillando en la semioscuridad del cuarto. Se siente extraño, inquieto, con el
cerebro excitado. Es la hora de contar la historia de Fran, una historia
asombrosa, una historia que no deja indiferente y tiene que salir a la
luz.
Se inclina frente al teclado y dirige la mirada a la
blanca pantalla. Empieza a escribir.
“Todo empezó con una llamada de teléfono de su padre.
Estaba preocupado porque su hijo, Fran, no salía de casa, estaba encerrado en
su piso de la Avenida Aragón desde no sabía cuánto tiempo. Yo me quede
desconcertado, no sabía que pensar. ¿Qué no quería salir de casa? ¿Por qué?
¿Cuánto tiempo llevaba encerrado? Me pidieron que fuera a hablar con él, que
viese como estaba y lo convenciese de que tenía que salir de sus cuatro
paredes. Había conocido a su padre y sabía que entre ellos siempre habían
saltado chispas. Además, el padre era un poco paranoico. No pude negarme. Fran
había llegado a ser uno de mis mejores amigos, y a fecha de hoy todavía lo
apreciaba. Contacté con él por teléfono y quedamos un día en su casa, como no
podía ser de otra manera.
Fran y yo crecimos en el mismo barrio, nuestros padres
se conocían. Estudiamos juntos en el Colegio, aunque no fue hasta la
Universidad cuando intimamos más. Compartimos aula en la facultad de Ingeniería
Superior de informática. Éramos bastante friquis y, bueno, supongo que lo
seguimos siendo. Es el sambenito que arrastramos los que somos unos apasionados
de los teclados, las placas base, los discos duros y la programación. También
los juegos de ordenador ocupaban un lugar privilegiado en nuestro tiempo libre.
Podíamos pasar horas enteras frente a un monitor, con los ojos abiertos como
platos, jugando a ser soldados en la segunda guerra mundial o arrasando con un
todoterreno todo lo que se pusiera por delante, incluido a dulces ancianitas
acompañadas de sus nietos.
Fran, la verdad sea dicha, era mucho más friqui que
yo. Y más inteligente. Tenía una clarividencia exquisita para resolver
rompecabezas informáticos. Antes de graduarse importantes empresas ya se lo
rifaban con ofertas suculentas para que se incorporará al mundo laboral. Lo
último que sabía era que trabajaba en las filas de una multinacional. También
recordaba ciertas particularidades, detalles, que lo convertían en un ser
especial. Por ejemplo, se lavaba las manos continuamente, sobre todo cuando
tocaba otra cosa que no era el mismo, decía que le molestaba su olor, que se le
impregnaba en las manos. La habitación de su casa, cuando hacíamos trabajos de
la facultad o jugábamos a videojuegos, era una habitación marciana para un
joven de su edad: la cama hecha sin ninguna arruga, los zapatos colocados
milimétricamente uno cerca del otro, los libros de la estantería por orden
alfabético, el suelo brillante, los calcetines ordenados por colores. Los
apuntes de clase los pasaba a limpio y parecían extraídos directamente de una
imprenta, sin tachones ni borrones. No le gustaban los grupos numerosos,
tampoco hablar en público. Eso sí, en la intimidad hablaba más que las cotorras
argentinas. Estaba rebosante de ideas y reflexiones y era muy entusiasta en su
exposición. Venía pocas veces a las cenas de clase y nunca salía de copas por
la noche. La noche le infundía un pavor absoluto. Tampoco conocí que tuviese
ningún ligue ni escarceo con ninguna chica. Pensaréis que menudo bicho era. Yo
también. Pero era inofensivo, verdaderamente inofensivo, y con un
extraordinario mundo interior. Eso es lo que me atraía de él.
De camino a su casa me puse nervioso. Habían pasado
diez años desde la última vez que lo había visto y el relato de su padre era
alarmante. Adelante, es el ascensor de la derecha, la planta sexta. Su voz
parecía la de siempre. Entré en el rellano y saludé al portero, que estaba
parapetado detrás de una mesa, ordenando unos sobres. El ascensor abrió sus puertas e inició la
ascensión. No sabía que podía encontrarme.
Una vez en el rellano pulsé el timbre. Era una puerta
imponente, blindada. Parecía la puerta de un bunker. Escuché el sonido metálico
de los cierres, como se desbloqueaba uno a uno los goznes de seguridad.
Fran estaba delgado, perfectamente afeitado, buen
color de piel. Llevaba un pantalón de chándal y una camiseta blanca de manga
corta. Calzaba unas sandalias de estar por casa. Me dio un apretón de manos y
me invitó a entrar.
El recibidor era pequeño, con un mueble zapatero
arrimado a la pared. Tuve que dejar mis zapatos y ponerme unas zapatillas como
las que llevaba Fran. La temperatura era agradable, así que deje la chaqueta
colgada en un perchero. El recibidor estaba cerrado por una puerta corredera.
Abrió la puerta y pasamos a un pasillo ancho. A nuestra izquierda podía ver una
cocina. Enfrente, el salón, que tenía una ventana por donde entraba la luz
vespertina. El pasillo se perdía hacia el fondo. Preguntó si quería tomar algo,
aunque me advirtió que no tenía nada de alcohol, sí algún zumo o agua.
Sentados en una mesa de la cocina estuvimos recordando
viejos tiempos, en el barrio, en el colegio, la Facultad. Lo encontraba
tranquilo, relajado. Me contó que trabajaba en el diseño de la web de ventas de
una importante cadena de distribución de ropa, con tiendas por todo el mundo,
que ahora potenciaba mucho la venta online. Tenía un sueldo generoso, trabajaba
desde casa, y no tenía que desplazarse a ninguna oficina o local. Las reuniones
de trabajo, con los jefes, los directivos o clientes eran a través de la red.
Alguna vez había tenido que desplazarse a Madrid para tratar algún asunto, pero
hacía lo posible por evitarlo. No tenía pareja, ni tampoco amigos. Por lo menos
físicos. Porque en redes sociales sí tenía relaciones. Era muy activo en
Facebook, what´s app, Instagram. Seguía adicto a los videojuegos, incluso
estaba enrolado en un proyecto, junto a otros desarrolladores afincados en
Sillicon Valley, en el diseño de un juego sobre las cruzadas de los templarios
en Jerusalén, donde había que matar infieles, dijo. En el futuro se dedicaría
por completo a los videojuegos, su auténtica pasión.
Mientras me contaba aquello envidié lo claro que tenía
sus objetivos y la pasión que ponía en contármelos. En eso no había cambiado.
Yo le conté la razón de mi visita, la preocupación de su padre sobre que
estuviera encerrado en casa y no quisiera salir. Confirmó mis primeras
sospechas, que la relación con su padre no era tan buena como le gustaría. Su
padre estaba envejeciendo y su carácter había devenido en autoritario y agrio.
Siempre había considerado que su hijo era un bicho raro y, ahora, estaba
empeñado en que disfrutara de la vida como él quería. Fran admitía que sí, que
era un bicho raro, si se comparaba con los demás. Pero estaba bien, había un
equilibrio en su vida, dormía tranquilo por las noches y se consideraba feliz.
No solía salir de casa porque no lo necesitaba. Alguna vez sí que se había
escapado por la mañana a dar un paseo corto, pero no se encontraba cómodo, no
le gustaba la ciudad: mucho tráfico, mucho ruido, estrés, contaminación. Sí
que, a veces, subía a la terraza del edificio a tomar el sol o leer un poco.
Con eso le bastaba. Todo lo conseguía a través de internet: la comida, la ropa,
que apenas necesitaba, sólo la imprescindible para estar cómodo, cualquier cosa
que necesitaba Amazon u otro distribuidor se lo traían a casa. El seguro médico
cubría los desplazamientos del médico a su casa, en caso de ponerse enfermo.
Aunque no solía enfermar: en casa estaba a salvo de cualquier virus o bacterias
contagiosas que afectaban al resto de los mortales. Una vecina limpiaba su casa
dos veces a la semana, así que podía dedicarse a lo que más le gustaba. Alguna
vez, había pensado buscar una casa en un pueblo, con pocos vecinos y lejos de
la urbe, donde ganar calidad de vida, tranquilidad, un aire más puro. Pero era
un proyecto para más adelante. Mientras tanto, había adaptado su piso a sus
necesidades. Mientras me contaba todo aquello Fran observaba cómo mi cara se
iba retorciendo de asombro, y creo que por eso decidió enseñarme la casa.
-Este es el despacho dónde trabajo programando y
testeando para la empresa- estábamos al final del pasillo; era una habitación
doble, estanterías hasta el techo repletas de libros y una mesa esquinera
bastante larga, que soportaba el peso de tres monitores, todo muy ordenado;
también tenía una pizarra de rotulador donde había garabateado unas fórmulas en
lenguaje java, que reconocí al instante- Lo bueno de trabajar en casa es que no
tengo que desplazarme hasta otro lugar, perdiendo el tiempo en atascos o
imprevistos. Vengo al despacho, me siento, soluciono lo que tengo que
solucionar y punto. Mi empresa sólo tiene en cuenta los objetivos, la
productividad. Si llegas a los objetivos, si soluciono el entuerto, ya está. No
tengo horario que cumplir, sólo problemas que resolver. El tiempo que invierto
en ello es asunto mío. Sabes- dijo mirándome a los ojos- cuando entiendes esto
no pierdes el tiempo, porque cada segundo es oro.
Fuimos a otra habitación.
-Esta es la habitación-gimnasio- era tan amplia como
la anterior, con suelo goma, una bicicleta estática, una cinta para correr,
unas cuerdas TRX enganchadas a una espaldera, una pelota de fitness, un mueble
estantería con diferentes mancuernas y pesos; era obvia la razón de su aspecto
tan saludable- Hago ejercicio todos los días, intento mantenerme en forma.
Preferiría correr o montar en bicicleta por el bosque, pero por ahora es lo que
tengo y… aún te diría que aquí es mucho
más saludable. En la ciudad los niveles de contaminación empiezan a superar lo
tolerable.
Entramos en aquel gimnasio casero y nos acercamos a la
bicicleta estática. No era como las de toda la vida, como aquellas bicicletas
típicas de las casas de nuestros padres. Esta era, como todo en aquella casa,
diferente: tenía un diseño moderno, con una pantalla en medio del manillar y un
monitor del tamaño de una televisión. Me dijo que tenía un programa de
entrenamiento muy completo y podías hacer rutas o carreras con otros ciclistas
a través de plataformas online. Tenía un grupo de amigos repartidos por todo el
planeta con los que entrenaba un par de veces a la semana.
Su habitación tampoco se quedaba atrás: no tenía
muebles, salvo una mesita de noche, que tenía una bola de cristal oscuro que
marcaba electrónicamente la hora. El resto de la habitación estaba vacía: suelo
de parqué de madera, las paredes de color azul claro, con un cuadro abstracto
muy colorido, un armario empotrado que ocupaba toda la pared y, en el suelo, un
futón, de dos metros. Sólo con mirar la habitación te embargaba una sensación
de tranquilidad y ganas de dormir, salvo por la bola de cristal oscuro, que era
un poco siniestra.
Fran intentaba justificar que apenas necesitaba salir,
que todos los servicios y actividades que hacíamos el resto de los humanos
también él los realizaba y, encima, sin ningún tipo de riesgo. Yo, claro, no
estaba convencido en absoluto. No pisar la calle, no tener amigos reales, de
carne y hueso, no charlar unas palabras con el charcutero, el mecánico, el del
quisco. Hacer ejercicio entre cuatro paredes, trabajar entre cuatro paredes,
tener un ocio limitado por las mismas cuatro paredes, sin respirar el aire
exterior, aunque sea viciado, encerrado un día sí y otro también, no me
suscitaba ningún tipo de envidia. Es más, aquello me parecía, sinceramente, un
mundo de locos.
-Y este es el lugar donde paso más horas, mi lugar de
esparcimiento, mi habitación del ocio- abrió suavemente una puerta y me
encontré con un espacio amplio, más amplio que cualquier otro anterior, con las
paredes también de azul, pero más claro, y un suelo de goma compacto. Debajo de
la ventana, que tenía un estor translucido, había una mesita y, sobre ella, un
estuche de forma ovalada. No había nada más, salvo unos pequeños altavoces
colocados en las cuatro esquinas. Nos acercamos a la mesita y cogió el estuche.
Extrajo unas gafas gruesas que tenían unas gomas que se agarraban entrecruzadas
a la cabeza. Me colocó a un lado, la espalda contra la pared y me dijo que no
me moviese. Se puso aquellas gafas y empezó a moverse por la habitación,
moviendo los brazos, moviendo los índices de las manos, como si estuviera
tocando objetos materiales. Supe que las gafas eran de realidad virtual. Había
oído hablar de ellas y las había visto en revistas o en anuncios, pero nunca
las había probado.
-Toma, a ver qué te parece esto.
No recuerdo la hora que salí de aquella casa. Recuerdo
que era de madrugada. El tiempo se había evaporado mientras jugábamos a ser
elfos que defendían fortalezas de hordas de orcos y de dragones que escupían
ríos de fuego.
Caminaba por las calles de vuelta a casa, pensando en
mi amigo y la clase de vida que llevaba. Lo diferente que era a la mía y
también al resto de los mortales. No sabía si yo podría vivir de ese modo, pero
él sí que podía y, la verdad, estaba encantado. ¿Quién era yo para juzgarlo? Pienso
que Fran tenía un miedo exacerbado a la vida. No a vivir en sí mismo, puesto
que Fran estaba lleno de ilusiones e inquietudes, sino miedo a los peligros e
incertidumbres a los que estamos expuestos diariamente, en muchas ocasiones
potenciados por terceros. Miedo a lo que no podía controlar. No salía por las
noches porque tenía miedo a ser víctima de un robo o cosas peores. No hacía
deporte al aire libre porque el aire de la ciudad tenía para él unos niveles de
contaminación no recomendables. Su casa se podía considerar el paradigma
supremo del orden y la limpieza y, claro, el resto del mundo, con su dinamismo
y caos, suponía una total amenaza. No tenía ninguna vida social, ningún
contacto con humanos de carne y hueso, excepto el trabado en las redes sociales
o espacios virtuales. Y no digamos algún contacto de índole sexual. Por mucho
que intentaba encontrar algo bueno en todo aquello no lo veía. Eso sí: desde
aquel día Fran y yo retomamos el contacto. Teníamos una pasión común: los
juegos, esta vez a través de gafas de realidad virtual. Me escapaba a su casa
dos o tres veces al mes y pasábamos toda la tarde buceando en las aguas
profundas y encantadores de aquel mundo paralelo. Además de convertirnos en
elfos asesinos o cazadores de zombis, aquellas malditas gafas tenían unas
posibilidades infinitas. Me enseñó que había espacios o plataformas donde
coincidías con otros hechizados como tú, cada uno representado en forma de
avatar, y hablabas con ellos, o jugabais al tenis o a las cartas, o espacios
donde había debates o intercambio de ideas sobre todo lo imaginable. Podías
asistir a conciertos o eventos deportivos en directo. Fran también estaba
aprendiendo a construir su propio espacio, un espacio a su imagen y semejanza,
su propio mundo en la realidad virtual.
Pasaron los meses y todo dio un vuelco inesperado. Me
llamó Fran una noche. Estaba muy nervioso. Su padre, a pesar de que le dije que
su hijo estaba bien y no tenía ningún problema, no había cejado en su empeño y
cometió una imprudencia de consecuencias inesperadas. Contó a su médico de
cabecera del centro de salud el modo clandestino de vivir de su hijo. Era su
médico desde hacía muchos años, confiaba en él y pensó que pudiera dar alguna
solución. El médico, agarrándose al testimonio del padre y otorgándole
veracidad cien por cien, sin contrastar más información, activó el protocolo
correspondiente para estos casos. Fran recibió una carta de la Consellería de
Salud citándolo para una entrevista donde se valoraría su estado mental. Quería
que lo acompañara, estaba asustado, sólo, y necesitaba apoyo. Temía que el
procedimiento fuera por derroteros no deseados y pudiera ser incapacitado o
algo similar. Por supuesto que lo acompañé e incluso hablé con uno de los
médicos responsables del Departamento de Salud Mental. El médico pareció
accesible y tener sentido común. La entrevista a Fran y mi testimonio fueron
por buen camino. Estos profesionales de la salud mental seguro que habían visto
cosas peores, comportamientos que le quitarían el sueño a más de uno, y el
comportamiento de Fran no dejaba de estar dentro de lo normal, aunque se
pudiera calificar como excéntrico. Nos marchamos tranquilos y pensamos que todo
aquello se había acabado.
En parte fue así. Fran no supo nada más sobre su
evaluación psiquiátrica y el procedimiento administrativo debió de ser
archivado. Pero el calvario de mi amigo acababa de empezar. El caso es que, una
mañana, almorzando, leí un artículo de un periódico regional de la ciudad y me
quedé helado. Decía: “El valenciano que lleva encerrado en su casa más de un
lustro”. Recuerdo que se me cayó la taza de café sobre la mesa y armé un buen
estropicio. No podía creerlo. La noticia rezaba que en la avenida Aragón de
Valencia, un sujeto que respondía a las iniciales F.A.K., vivía retirado en su
casa, sin pisar la calle, no conociéndose con exactitud los motivos personales
o ideológicos que lo motivaban a ello. Según algunos vecinos se creía que se
debía a la inseguridad de las calles, que había aumentado en los últimos años y
afectaba principalmente a las personas más vulnerables de la sociedad, esto es,
ancianos y niños. Otros pensaban que se debía al medio ambiente, a los niveles
no tolerables de contaminación que afectaban a diario a la salud de miles de
valencianos que vivían en la ciudad. La noticia terminaba diciendo que con
independencia del motivo que había conducido a una persona a un encierro
semejante debería hacer reflexionar a las autoridades políticas sobre la
gestión pública que están haciendo en las ciudades.
Sin duda que se referían a Fran. Las iniciales
coincidían con las suyas, Francisco Andrade Konrad, y vivía en la misma avenida
Aragón. No creo que, en el mismo barrio, hubiese dos tipos iguales con el mismo
cuadro mental. Mi primer impulso fue llamarlo y contarle la noticia, pero
conociéndolo no se habría enterado. No solía leer los periódicos, salvo
aquellos especializados en materias de su interés. Así que llamé a su padre
que, por el tono de voz, constaté que él no había tenido nada que ver en todo
aquello. De algún modo, la noticia se había filtrado a la prensa y ahora lo que
pudiera desencadenarse dejaba de estar en nuestras manos.
Las redes sociales empezaron a arder. What´s
app, Facebook, Twitter. Durante
los días siguientes fue trending topic. Los internautas se posicionaban a favor
o en contra. Unos decían que no le faltaba razón: la delincuencia en la ciudad
había crecido alarmantemente. La inseguridad era palpable, sólo había que
acercarse a ciertos barrios y comprobarlo, o salir por la noche y tener suerte
de no ser atracado en plena calle o en un cajero. También la calidad del aire
estaba provocando estragos en la población. Se dijo que algunas personas en
Valencia tenían problemas respiratorios gravísimos, que habían terminado, en
los casos más graves, en muerte. Otros decían que F.A.K era sólo un lunático
más, que necesitaba ayuda psicológica, o directamente había que encerrarlo en
un manicomio. Los más conspiradores veían una maniobra de la oposición para
desestabilizar al gobierno municipal, para criticarlo y obtener rédito
político. Un instrumento más de las cloacas de la política. Hasta se podía
apostar en alguna plataforma online el momento que saldría de casa. Hubo un
debate sobre si las autoridades debían intervenir y rescatarlo de su casa,
aunque sea a la fuerza, o debía respetarse su derecho a vivir como quisiera,
aunque fuese perjudicial para sí mismo. Todo el mundo opinaba y especulaba. El
debate mediático y el debate en la calle fue degenerando progresivamente, como
las bolas de nieve que ruedan por las laderas de la montaña y succionan todo lo
que se pone por delante, anticipando un resultado catastrófico. Recuerdo que
incluso un programa amarillista de la televisión local mandó a un reportero
buscando una entrevista por todos los medios, aporreando en directo su puerta,
sin el menor sonrojo, claro, con resultado negativo, claro, y entrevistó en
directo al portero, a los vecinos que salían o entraban al edificio, a los
transeúntes que pasaban por allí.
Fran recibía muchos what´s app, correos electrónicos,
cartas postales. De ánimo y de apoyo, de insultos y de amenazas. Sufrió mucho
esos días. Tuvo que dejar de salir a pasear por las mañanas y fue sometido a un
terrible acoso. Se hizo público el nombre de la empresa donde trabajaba y Fran
me contó que desde la empresa le aconsejaron que debía ponerse fin a la
rumorología, que algunos clientes estaban pidiendo explicaciones. Tuvimos que
suspender nuestras tardes de juegos. Debo admitir que yo mismo busqué la
distancia, no quería que me identificarán con él y menos que afectará a mi vida
personal y familiar. Una vez uno de los repartidores que acudían a su casa le
hizo una foto y la colgó en las redes. Todo el mundo sabía ya quién era, dónde
vivía, a que se dedicaba, su aspecto y lo bicho raro que era. Incluso, unos
colgados del mundo de las apuestas se habían instalado en frente del edificio
de su casa, en una zona ajardinada, haciendo turnos día y noche a la espera que
Fran, tarde o temprano, saliese de su casa.
Empezó a recibir mensajes más vejatorios cuando se
publicó que una vecina limpiaba su casa sin regularizar la relación laboral en
la seguridad social, que era un empresario cruel y sin escrúpulos. La vecina
dejó de limpiar en su casa. Fran recibió una carta de la Inspección de Trabajo
donde se le informaba que se había la apertura de un procedimiento sancionador.
Pero el éxtasis se alcanzó cuando se publicó que
F.A.K. utilizaba los servicios de una prostituta para sus necesidades
personales. Sobre esto, confieso, yo no sabía nada. Supongo que era un detalle
que no quería contar, que sentía vergüenza. Puesto que, por muchas comodidades,
servicios y seguridad que le brindara su carcelario hogar, en el fondo era
humano, y como todo humano necesitaba de caricias, abrazos, ternura y, por
supuesto, sexo.
Las redes, bueno una parte de ellas, se lo comieron
vivo. Explotador sexual, pervertido, maltratador, infame. Fran tomaba
medicación para apaciguar la tensión y no podía conciliar el sueño. Supongo que
aquel equilibrio mental del que me habló la primera vez que fui a su casa se
había desvanecido. En esos momentos, más que nunca, necesitaba salir de casa,
airearse, correr desalmado por los caminos, respirar aunque sea el oxígeno
adulterado del exterior. Pero estaba en un callejón sin salida. No podía salir,
todo el mundo lo reconocería en el barrio, en la ciudad, por todas partes.
Todos esos locos días también yo sufrí mucho. Conocía
a Fran y sabía que era una persona débil y neurótica, que no podría encontrar
una escapatoria. Muchas veces pensé que esta historia iba a terminar mal, muy
mal. Pero un día Fran me llamó. Quería verme, necesitaba mi ayuda. Esa noche,
de madrugada, fui a su casa. Los vigilantes colgados de las apuestas me vieron
entrar en el portal, pero no sospecharon nada, no me conocían. Su aspecto era
espantoso. Estaba demacrado, tenía una barba desaliñada, ojeras. Estaba a
años-luz de la última vez que había estado con él. Nos sentamos en la cocina y
me contó que había pensado sobre todo lo que había pasado y tenía que poner
tierra de por medio, ya nada le unía a la ciudad, a sus padres, a su casa.
Había que terminar, aunque sea de manera drástica.
Me comprometí a llevarlo al aeropuerto, y luego enviar
sus enseres personales a la dirección que me proporcionaría y, por supuesto,
guardar secreto, absoluto secreto. Intenté convencerle que huir no era la mejor
solución, incluso que podría ser la solución más cobarde. Pero no sirvió de
nada. La decisión estaba tomada. Además, me dijo que quizá en mi mundo pudieran
existir valientes y cobardes, pero no en el suyo. No sé si llegué a entenderlo.
Como veis, la historia de Fran es la historia de un
ser diminuto que, por azar o por destino, estuvo en el ojo del huracán y fue
engullido, la historia de muchos hombres pisoteados por la propia naturaleza del
hombre.”
Se repantiga en la butaca, tiene que alejar la mirada
de la pantalla porque le escuecen los ojos. Se queda pensativo unos segundos y
sonríe. Guarda el documento y cierra su portátil, depositándolo con su maletín
junto a unas cajas de embalaje.
Se acerca a la ventana, observa un grupo reducido en
la zona ajardinada, junto a una tienda de campaña. Sale del despacho y,
arrastrando sus zapatillas blancas por el suelo, entra en la habitación del
ocio. De una funda con forma ovalada extrae unas gafas compactas. Se mueve por
la habitación moviendo los brazos, como queriendo tocar el aire con los dedos.
Unos segundos después, sonriendo de nuevo, Fran se dice a sí mismo:
-¡¡¡Hora de matar infieles!!!
La historia me ha resultado interesante, el tema, la descripción del primer Fran, su deterioro... Es como cuando se muestra una ciudad en su esplendor y luego cuando han estallado bombas. Muestra claramente la burbuja en que vive. El amigo, llega a sentirse bien esporádicamente en esa burbuja, ya que vuelve a visitarlo, incluso veo una afinidad con el relato que nos ha hecho leer Bárbara "el peso de tu hijo en oro". La frase última la vería (a cambio de los tres párrafos que la preceden), si fuera Fran y no el amigo el que sale a la calle con una 22 y se lía a matar a todos los que se cruzan con él por la calle. Porque lo han acorralado como a un zorro en una cacería de esas que están toda la gente emperifollada o como a un conejo rodeado de galgos.
ResponderEliminarAhora, espero con impaciencia tus nuevas ideas y los consejos de Bárbara
¿Por qué pone que mando el comentario a las 14:04h? Son las 23:06h, no pienso perder el tiempo en averiguarlo. Buenas noches
ResponderEliminares un blog australiano el nuestro, Delia... Falta que Rafa nos enseñe los finales alternativos de su relato y votamos, que en este país no podemos perder esa costumbre!
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