lunes, 20 de enero de 2020

Señores (y señoras, para los del lenguaje inclusivo): siéntense, pónganse los cinturones, que vamos a despegar..  jeje
A ver que os parece..


                                            F.A.K.(e)



  La oscuridad de la noche se cuela silenciosa por la ventana. La mesa del despacho es iluminada por la luz tenue de la lamparita, que también ilumina el portátil. Está sentado sobre la butaca, con la mirada desenfocada, ausente. Se acaricia con suavidad el lóbulo de la oreja. Las pupilas de sus ojos reducen su volumen, brillando en la semioscuridad del cuarto. Se siente extraño, inquieto, con el cerebro excitado. Es la hora de contar la historia de Fran, una historia asombrosa, una historia que no deja indiferente y tiene que salir a la luz.  

Se inclina frente al teclado y dirige la mirada a la blanca pantalla. Empieza a escribir.


Todo empezó con una llamada de teléfono de su padre. Estaba preocupado porque su hijo, Fran, no salía de casa, estaba encerrado en su piso de la Avenida Aragón desde no sabía cuánto tiempo. Yo me quede desconcertado, no sabía que pensar. ¿Qué no quería salir de casa? ¿Por qué? ¿Cuánto tiempo llevaba encerrado? Me pidieron que fuera a hablar con él, que viese como estaba y lo convenciese de que tenía que salir de sus cuatro paredes. Había conocido a su padre y sabía que entre ellos siempre habían saltado chispas. Además, el padre era un poco paranoico. No pude negarme. Fran había llegado a ser uno de mis mejores amigos, y a fecha de hoy todavía lo apreciaba. Contacté con él por teléfono y quedamos un día en su casa, como no podía ser de otra manera.

Fran y yo crecimos en el mismo barrio, nuestros padres se conocían. Estudiamos juntos en el Colegio, aunque no fue hasta la Universidad cuando intimamos más. Compartimos aula en la facultad de Ingeniería Superior de informática. Éramos bastante friquis y, bueno, supongo que lo seguimos siendo. Es el sambenito que arrastramos los que somos unos apasionados de los teclados, las placas base, los discos duros y la programación. También los juegos de ordenador ocupaban un lugar privilegiado en nuestro tiempo libre. Podíamos pasar horas enteras frente a un monitor, con los ojos abiertos como platos, jugando a ser soldados en la segunda guerra mundial o arrasando con un todoterreno todo lo que se pusiera por delante, incluido a dulces ancianitas acompañadas de sus nietos.

Fran, la verdad sea dicha, era mucho más friqui que yo. Y más inteligente. Tenía una clarividencia exquisita para resolver rompecabezas informáticos. Antes de graduarse importantes empresas ya se lo rifaban con ofertas suculentas para que se incorporará al mundo laboral. Lo último que sabía era que trabajaba en las filas de una multinacional. También recordaba ciertas particularidades, detalles, que lo convertían en un ser especial. Por ejemplo, se lavaba las manos continuamente, sobre todo cuando tocaba otra cosa que no era el mismo, decía que le molestaba su olor, que se le impregnaba en las manos. La habitación de su casa, cuando hacíamos trabajos de la facultad o jugábamos a videojuegos, era una habitación marciana para un joven de su edad: la cama hecha sin ninguna arruga, los zapatos colocados milimétricamente uno cerca del otro, los libros de la estantería por orden alfabético, el suelo brillante, los calcetines ordenados por colores. Los apuntes de clase los pasaba a limpio y parecían extraídos directamente de una imprenta, sin tachones ni borrones. No le gustaban los grupos numerosos, tampoco hablar en público. Eso sí, en la intimidad hablaba más que las cotorras argentinas. Estaba rebosante de ideas y reflexiones y era muy entusiasta en su exposición. Venía pocas veces a las cenas de clase y nunca salía de copas por la noche. La noche le infundía un pavor absoluto. Tampoco conocí que tuviese ningún ligue ni escarceo con ninguna chica. Pensaréis que menudo bicho era. Yo también. Pero era inofensivo, verdaderamente inofensivo, y con un extraordinario mundo interior. Eso es lo que me atraía de él.

De camino a su casa me puse nervioso. Habían pasado diez años desde la última vez que lo había visto y el relato de su padre era alarmante. Adelante, es el ascensor de la derecha, la planta sexta. Su voz parecía la de siempre. Entré en el rellano y saludé al portero, que estaba parapetado detrás de una mesa, ordenando unos sobres.  El ascensor abrió sus puertas e inició la ascensión. No sabía que podía encontrarme.

Una vez en el rellano pulsé el timbre. Era una puerta imponente, blindada. Parecía la puerta de un bunker. Escuché el sonido metálico de los cierres, como se desbloqueaba uno a uno los goznes de seguridad.    

Fran estaba delgado, perfectamente afeitado, buen color de piel. Llevaba un pantalón de chándal y una camiseta blanca de manga corta. Calzaba unas sandalias de estar por casa. Me dio un apretón de manos y me invitó a entrar.

El recibidor era pequeño, con un mueble zapatero arrimado a la pared. Tuve que dejar mis zapatos y ponerme unas zapatillas como las que llevaba Fran. La temperatura era agradable, así que deje la chaqueta colgada en un perchero. El recibidor estaba cerrado por una puerta corredera. Abrió la puerta y pasamos a un pasillo ancho. A nuestra izquierda podía ver una cocina. Enfrente, el salón, que tenía una ventana por donde entraba la luz vespertina. El pasillo se perdía hacia el fondo. Preguntó si quería tomar algo, aunque me advirtió que no tenía nada de alcohol, sí algún zumo o agua.

Sentados en una mesa de la cocina estuvimos recordando viejos tiempos, en el barrio, en el colegio, la Facultad. Lo encontraba tranquilo, relajado. Me contó que trabajaba en el diseño de la web de ventas de una importante cadena de distribución de ropa, con tiendas por todo el mundo, que ahora potenciaba mucho la venta online. Tenía un sueldo generoso, trabajaba desde casa, y no tenía que desplazarse a ninguna oficina o local. Las reuniones de trabajo, con los jefes, los directivos o clientes eran a través de la red. Alguna vez había tenido que desplazarse a Madrid para tratar algún asunto, pero hacía lo posible por evitarlo. No tenía pareja, ni tampoco amigos. Por lo menos físicos. Porque en redes sociales sí tenía relaciones. Era muy activo en Facebook, what´s app, Instagram. Seguía adicto a los videojuegos, incluso estaba enrolado en un proyecto, junto a otros desarrolladores afincados en Sillicon Valley, en el diseño de un juego sobre las cruzadas de los templarios en Jerusalén, donde había que matar infieles, dijo. En el futuro se dedicaría por completo a los videojuegos, su auténtica pasión.

Mientras me contaba aquello envidié lo claro que tenía sus objetivos y la pasión que ponía en contármelos. En eso no había cambiado. Yo le conté la razón de mi visita, la preocupación de su padre sobre que estuviera encerrado en casa y no quisiera salir. Confirmó mis primeras sospechas, que la relación con su padre no era tan buena como le gustaría. Su padre estaba envejeciendo y su carácter había devenido en autoritario y agrio. Siempre había considerado que su hijo era un bicho raro y, ahora, estaba empeñado en que disfrutara de la vida como él quería. Fran admitía que sí, que era un bicho raro, si se comparaba con los demás. Pero estaba bien, había un equilibrio en su vida, dormía tranquilo por las noches y se consideraba feliz. No solía salir de casa porque no lo necesitaba. Alguna vez sí que se había escapado por la mañana a dar un paseo corto, pero no se encontraba cómodo, no le gustaba la ciudad: mucho tráfico, mucho ruido, estrés, contaminación. Sí que, a veces, subía a la terraza del edificio a tomar el sol o leer un poco. Con eso le bastaba. Todo lo conseguía a través de internet: la comida, la ropa, que apenas necesitaba, sólo la imprescindible para estar cómodo, cualquier cosa que necesitaba Amazon u otro distribuidor se lo traían a casa. El seguro médico cubría los desplazamientos del médico a su casa, en caso de ponerse enfermo. Aunque no solía enfermar: en casa estaba a salvo de cualquier virus o bacterias contagiosas que afectaban al resto de los mortales. Una vecina limpiaba su casa dos veces a la semana, así que podía dedicarse a lo que más le gustaba. Alguna vez, había pensado buscar una casa en un pueblo, con pocos vecinos y lejos de la urbe, donde ganar calidad de vida, tranquilidad, un aire más puro. Pero era un proyecto para más adelante. Mientras tanto, había adaptado su piso a sus necesidades. Mientras me contaba todo aquello Fran observaba cómo mi cara se iba retorciendo de asombro, y creo que por eso decidió enseñarme la casa.

-Este es el despacho dónde trabajo programando y testeando para la empresa- estábamos al final del pasillo; era una habitación doble, estanterías hasta el techo repletas de libros y una mesa esquinera bastante larga, que soportaba el peso de tres monitores, todo muy ordenado; también tenía una pizarra de rotulador donde había garabateado unas fórmulas en lenguaje java, que reconocí al instante- Lo bueno de trabajar en casa es que no tengo que desplazarme hasta otro lugar, perdiendo el tiempo en atascos o imprevistos. Vengo al despacho, me siento, soluciono lo que tengo que solucionar y punto. Mi empresa sólo tiene en cuenta los objetivos, la productividad. Si llegas a los objetivos, si soluciono el entuerto, ya está. No tengo horario que cumplir, sólo problemas que resolver. El tiempo que invierto en ello es asunto mío. Sabes- dijo mirándome a los ojos- cuando entiendes esto no pierdes el tiempo, porque cada segundo es oro.

Fuimos a otra habitación.

-Esta es la habitación-gimnasio- era tan amplia como la anterior, con suelo goma, una bicicleta estática, una cinta para correr, unas cuerdas TRX enganchadas a una espaldera, una pelota de fitness, un mueble estantería con diferentes mancuernas y pesos; era obvia la razón de su aspecto tan saludable- Hago ejercicio todos los días, intento mantenerme en forma. Preferiría correr o montar en bicicleta por el bosque, pero por ahora es lo que tengo y…  aún te diría que aquí es mucho más saludable. En la ciudad los niveles de contaminación empiezan a superar lo tolerable.

Entramos en aquel gimnasio casero y nos acercamos a la bicicleta estática. No era como las de toda la vida, como aquellas bicicletas típicas de las casas de nuestros padres. Esta era, como todo en aquella casa, diferente: tenía un diseño moderno, con una pantalla en medio del manillar y un monitor del tamaño de una televisión. Me dijo que tenía un programa de entrenamiento muy completo y podías hacer rutas o carreras con otros ciclistas a través de plataformas online. Tenía un grupo de amigos repartidos por todo el planeta con los que entrenaba un par de veces a la semana.

Su habitación tampoco se quedaba atrás: no tenía muebles, salvo una mesita de noche, que tenía una bola de cristal oscuro que marcaba electrónicamente la hora. El resto de la habitación estaba vacía: suelo de parqué de madera, las paredes de color azul claro, con un cuadro abstracto muy colorido, un armario empotrado que ocupaba toda la pared y, en el suelo, un futón, de dos metros. Sólo con mirar la habitación te embargaba una sensación de tranquilidad y ganas de dormir, salvo por la bola de cristal oscuro, que era un poco siniestra.

Fran intentaba justificar que apenas necesitaba salir, que todos los servicios y actividades que hacíamos el resto de los humanos también él los realizaba y, encima, sin ningún tipo de riesgo. Yo, claro, no estaba convencido en absoluto. No pisar la calle, no tener amigos reales, de carne y hueso, no charlar unas palabras con el charcutero, el mecánico, el del quisco. Hacer ejercicio entre cuatro paredes, trabajar entre cuatro paredes, tener un ocio limitado por las mismas cuatro paredes, sin respirar el aire exterior, aunque sea viciado, encerrado un día sí y otro también, no me suscitaba ningún tipo de envidia. Es más, aquello me parecía, sinceramente, un mundo de locos.  

-Y este es el lugar donde paso más horas, mi lugar de esparcimiento, mi habitación del ocio- abrió suavemente una puerta y me encontré con un espacio amplio, más amplio que cualquier otro anterior, con las paredes también de azul, pero más claro, y un suelo de goma compacto. Debajo de la ventana, que tenía un estor translucido, había una mesita y, sobre ella, un estuche de forma ovalada. No había nada más, salvo unos pequeños altavoces colocados en las cuatro esquinas. Nos acercamos a la mesita y cogió el estuche. Extrajo unas gafas gruesas que tenían unas gomas que se agarraban entrecruzadas a la cabeza. Me colocó a un lado, la espalda contra la pared y me dijo que no me moviese. Se puso aquellas gafas y empezó a moverse por la habitación, moviendo los brazos, moviendo los índices de las manos, como si estuviera tocando objetos materiales. Supe que las gafas eran de realidad virtual. Había oído hablar de ellas y las había visto en revistas o en anuncios, pero nunca las había probado.

-Toma, a ver qué te parece esto.

No recuerdo la hora que salí de aquella casa. Recuerdo que era de madrugada. El tiempo se había evaporado mientras jugábamos a ser elfos que defendían fortalezas de hordas de orcos y de dragones que escupían ríos de fuego.

Caminaba por las calles de vuelta a casa, pensando en mi amigo y la clase de vida que llevaba. Lo diferente que era a la mía y también al resto de los mortales. No sabía si yo podría vivir de ese modo, pero él sí que podía y, la verdad, estaba encantado. ¿Quién era yo para juzgarlo? Pienso que Fran tenía un miedo exacerbado a la vida. No a vivir en sí mismo, puesto que Fran estaba lleno de ilusiones e inquietudes, sino miedo a los peligros e incertidumbres a los que estamos expuestos diariamente, en muchas ocasiones potenciados por terceros. Miedo a lo que no podía controlar. No salía por las noches porque tenía miedo a ser víctima de un robo o cosas peores. No hacía deporte al aire libre porque el aire de la ciudad tenía para él unos niveles de contaminación no recomendables. Su casa se podía considerar el paradigma supremo del orden y la limpieza y, claro, el resto del mundo, con su dinamismo y caos, suponía una total amenaza. No tenía ninguna vida social, ningún contacto con humanos de carne y hueso, excepto el trabado en las redes sociales o espacios virtuales. Y no digamos algún contacto de índole sexual. Por mucho que intentaba encontrar algo bueno en todo aquello no lo veía. Eso sí: desde aquel día Fran y yo retomamos el contacto. Teníamos una pasión común: los juegos, esta vez a través de gafas de realidad virtual. Me escapaba a su casa dos o tres veces al mes y pasábamos toda la tarde buceando en las aguas profundas y encantadores de aquel mundo paralelo. Además de convertirnos en elfos asesinos o cazadores de zombis, aquellas malditas gafas tenían unas posibilidades infinitas. Me enseñó que había espacios o plataformas donde coincidías con otros hechizados como tú, cada uno representado en forma de avatar, y hablabas con ellos, o jugabais al tenis o a las cartas, o espacios donde había debates o intercambio de ideas sobre todo lo imaginable. Podías asistir a conciertos o eventos deportivos en directo. Fran también estaba aprendiendo a construir su propio espacio, un espacio a su imagen y semejanza, su propio mundo en la realidad virtual.

Pasaron los meses y todo dio un vuelco inesperado. Me llamó Fran una noche. Estaba muy nervioso. Su padre, a pesar de que le dije que su hijo estaba bien y no tenía ningún problema, no había cejado en su empeño y cometió una imprudencia de consecuencias inesperadas. Contó a su médico de cabecera del centro de salud el modo clandestino de vivir de su hijo. Era su médico desde hacía muchos años, confiaba en él y pensó que pudiera dar alguna solución. El médico, agarrándose al testimonio del padre y otorgándole veracidad cien por cien, sin contrastar más información, activó el protocolo correspondiente para estos casos. Fran recibió una carta de la Consellería de Salud citándolo para una entrevista donde se valoraría su estado mental. Quería que lo acompañara, estaba asustado, sólo, y necesitaba apoyo. Temía que el procedimiento fuera por derroteros no deseados y pudiera ser incapacitado o algo similar. Por supuesto que lo acompañé e incluso hablé con uno de los médicos responsables del Departamento de Salud Mental. El médico pareció accesible y tener sentido común. La entrevista a Fran y mi testimonio fueron por buen camino. Estos profesionales de la salud mental seguro que habían visto cosas peores, comportamientos que le quitarían el sueño a más de uno, y el comportamiento de Fran no dejaba de estar dentro de lo normal, aunque se pudiera calificar como excéntrico. Nos marchamos tranquilos y pensamos que todo aquello se había acabado.

En parte fue así. Fran no supo nada más sobre su evaluación psiquiátrica y el procedimiento administrativo debió de ser archivado. Pero el calvario de mi amigo acababa de empezar. El caso es que, una mañana, almorzando, leí un artículo de un periódico regional de la ciudad y me quedé helado. Decía: “El valenciano que lleva encerrado en su casa más de un lustro”. Recuerdo que se me cayó la taza de café sobre la mesa y armé un buen estropicio. No podía creerlo. La noticia rezaba que en la avenida Aragón de Valencia, un sujeto que respondía a las iniciales F.A.K., vivía retirado en su casa, sin pisar la calle, no conociéndose con exactitud los motivos personales o ideológicos que lo motivaban a ello. Según algunos vecinos se creía que se debía a la inseguridad de las calles, que había aumentado en los últimos años y afectaba principalmente a las personas más vulnerables de la sociedad, esto es, ancianos y niños. Otros pensaban que se debía al medio ambiente, a los niveles no tolerables de contaminación que afectaban a diario a la salud de miles de valencianos que vivían en la ciudad. La noticia terminaba diciendo que con independencia del motivo que había conducido a una persona a un encierro semejante debería hacer reflexionar a las autoridades políticas sobre la gestión pública que están haciendo en las ciudades.  

Sin duda que se referían a Fran. Las iniciales coincidían con las suyas, Francisco Andrade Konrad, y vivía en la misma avenida Aragón. No creo que, en el mismo barrio, hubiese dos tipos iguales con el mismo cuadro mental. Mi primer impulso fue llamarlo y contarle la noticia, pero conociéndolo no se habría enterado. No solía leer los periódicos, salvo aquellos especializados en materias de su interés. Así que llamé a su padre que, por el tono de voz, constaté que él no había tenido nada que ver en todo aquello. De algún modo, la noticia se había filtrado a la prensa y ahora lo que pudiera desencadenarse dejaba de estar en nuestras manos.

Las redes sociales empezaron a arder. What´s app, Facebook, Twitter. Durante los días siguientes fue trending topic. Los internautas se posicionaban a favor o en contra. Unos decían que no le faltaba razón: la delincuencia en la ciudad había crecido alarmantemente. La inseguridad era palpable, sólo había que acercarse a ciertos barrios y comprobarlo, o salir por la noche y tener suerte de no ser atracado en plena calle o en un cajero. También la calidad del aire estaba provocando estragos en la población. Se dijo que algunas personas en Valencia tenían problemas respiratorios gravísimos, que habían terminado, en los casos más graves, en muerte. Otros decían que F.A.K era sólo un lunático más, que necesitaba ayuda psicológica, o directamente había que encerrarlo en un manicomio. Los más conspiradores veían una maniobra de la oposición para desestabilizar al gobierno municipal, para criticarlo y obtener rédito político. Un instrumento más de las cloacas de la política. Hasta se podía apostar en alguna plataforma online el momento que saldría de casa. Hubo un debate sobre si las autoridades debían intervenir y rescatarlo de su casa, aunque sea a la fuerza, o debía respetarse su derecho a vivir como quisiera, aunque fuese perjudicial para sí mismo. Todo el mundo opinaba y especulaba. El debate mediático y el debate en la calle fue degenerando progresivamente, como las bolas de nieve que ruedan por las laderas de la montaña y succionan todo lo que se pone por delante, anticipando un resultado catastrófico. Recuerdo que incluso un programa amarillista de la televisión local mandó a un reportero buscando una entrevista por todos los medios, aporreando en directo su puerta, sin el menor sonrojo, claro, con resultado negativo, claro, y entrevistó en directo al portero, a los vecinos que salían o entraban al edificio, a los transeúntes que pasaban por allí.

Fran recibía muchos what´s app, correos electrónicos, cartas postales. De ánimo y de apoyo, de insultos y de amenazas. Sufrió mucho esos días. Tuvo que dejar de salir a pasear por las mañanas y fue sometido a un terrible acoso. Se hizo público el nombre de la empresa donde trabajaba y Fran me contó que desde la empresa le aconsejaron que debía ponerse fin a la rumorología, que algunos clientes estaban pidiendo explicaciones. Tuvimos que suspender nuestras tardes de juegos. Debo admitir que yo mismo busqué la distancia, no quería que me identificarán con él y menos que afectará a mi vida personal y familiar. Una vez uno de los repartidores que acudían a su casa le hizo una foto y la colgó en las redes. Todo el mundo sabía ya quién era, dónde vivía, a que se dedicaba, su aspecto y lo bicho raro que era. Incluso, unos colgados del mundo de las apuestas se habían instalado en frente del edificio de su casa, en una zona ajardinada, haciendo turnos día y noche a la espera que Fran, tarde o temprano, saliese de su casa.

Empezó a recibir mensajes más vejatorios cuando se publicó que una vecina limpiaba su casa sin regularizar la relación laboral en la seguridad social, que era un empresario cruel y sin escrúpulos. La vecina dejó de limpiar en su casa. Fran recibió una carta de la Inspección de Trabajo donde se le informaba que se había la apertura de un procedimiento sancionador.

Pero el éxtasis se alcanzó cuando se publicó que F.A.K. utilizaba los servicios de una prostituta para sus necesidades personales. Sobre esto, confieso, yo no sabía nada. Supongo que era un detalle que no quería contar, que sentía vergüenza. Puesto que, por muchas comodidades, servicios y seguridad que le brindara su carcelario hogar, en el fondo era humano, y como todo humano necesitaba de caricias, abrazos, ternura y, por supuesto, sexo.

Las redes, bueno una parte de ellas, se lo comieron vivo. Explotador sexual, pervertido, maltratador, infame. Fran tomaba medicación para apaciguar la tensión y no podía conciliar el sueño. Supongo que aquel equilibrio mental del que me habló la primera vez que fui a su casa se había desvanecido. En esos momentos, más que nunca, necesitaba salir de casa, airearse, correr desalmado por los caminos, respirar aunque sea el oxígeno adulterado del exterior. Pero estaba en un callejón sin salida. No podía salir, todo el mundo lo reconocería en el barrio, en la ciudad, por todas partes.

Todos esos locos días también yo sufrí mucho. Conocía a Fran y sabía que era una persona débil y neurótica, que no podría encontrar una escapatoria. Muchas veces pensé que esta historia iba a terminar mal, muy mal. Pero un día Fran me llamó. Quería verme, necesitaba mi ayuda. Esa noche, de madrugada, fui a su casa. Los vigilantes colgados de las apuestas me vieron entrar en el portal, pero no sospecharon nada, no me conocían. Su aspecto era espantoso. Estaba demacrado, tenía una barba desaliñada, ojeras. Estaba a años-luz de la última vez que había estado con él. Nos sentamos en la cocina y me contó que había pensado sobre todo lo que había pasado y tenía que poner tierra de por medio, ya nada le unía a la ciudad, a sus padres, a su casa. Había que terminar, aunque sea de manera drástica.  

Me comprometí a llevarlo al aeropuerto, y luego enviar sus enseres personales a la dirección que me proporcionaría y, por supuesto, guardar secreto, absoluto secreto. Intenté convencerle que huir no era la mejor solución, incluso que podría ser la solución más cobarde. Pero no sirvió de nada. La decisión estaba tomada. Además, me dijo que quizá en mi mundo pudieran existir valientes y cobardes, pero no en el suyo. No sé si llegué a entenderlo.

Como veis, la historia de Fran es la historia de un ser diminuto que, por azar o por destino, estuvo en el ojo del huracán y fue engullido, la historia de muchos hombres pisoteados por la propia naturaleza del hombre.


Se repantiga en la butaca, tiene que alejar la mirada de la pantalla porque le escuecen los ojos. Se queda pensativo unos segundos y sonríe. Guarda el documento y cierra su portátil, depositándolo con su maletín junto a unas cajas de embalaje.

Se acerca a la ventana, observa un grupo reducido en la zona ajardinada, junto a una tienda de campaña. Sale del despacho y, arrastrando sus zapatillas blancas por el suelo, entra en la habitación del ocio. De una funda con forma ovalada extrae unas gafas compactas. Se mueve por la habitación moviendo los brazos, como queriendo tocar el aire con los dedos. Unos segundos después, sonriendo de nuevo, Fran se dice a sí mismo:

-¡¡¡Hora de matar infieles!!!  

3 comentarios:

  1. La historia me ha resultado interesante, el tema, la descripción del primer Fran, su deterioro... Es como cuando se muestra una ciudad en su esplendor y luego cuando han estallado bombas. Muestra claramente la burbuja en que vive. El amigo, llega a sentirse bien esporádicamente en esa burbuja, ya que vuelve a visitarlo, incluso veo una afinidad con el relato que nos ha hecho leer Bárbara "el peso de tu hijo en oro". La frase última la vería (a cambio de los tres párrafos que la preceden), si fuera Fran y no el amigo el que sale a la calle con una 22 y se lía a matar a todos los que se cruzan con él por la calle. Porque lo han acorralado como a un zorro en una cacería de esas que están toda la gente emperifollada o como a un conejo rodeado de galgos.
    Ahora, espero con impaciencia tus nuevas ideas y los consejos de Bárbara

    ResponderEliminar
  2. ¿Por qué pone que mando el comentario a las 14:04h? Son las 23:06h, no pienso perder el tiempo en averiguarlo. Buenas noches

    ResponderEliminar
  3. es un blog australiano el nuestro, Delia... Falta que Rafa nos enseñe los finales alternativos de su relato y votamos, que en este país no podemos perder esa costumbre!

    ResponderEliminar

LA CLASE 20 de junio 2020

16 al 20 de junio de 2020 LA CLASE Lunes Su aspecto todo él era cuadrado. Incluso por partes era cuadrado, tirando a o...