Gracias Bárbara y José Luis por vuestros ánimos y buenísimos consejos que estoy siguiendo.
Al principio apenas sintió que
alguien le tocaba los pies por encima de las mantas. Entre sueños creyó
escuchar una fuerte respiración, pero no acabó de despertarse. Su mente
permanecía pastosa como un barrizal y se mantenía en un estado intermedio entre
el sueño y la realidad. De pronto, notó perfectamente como una mano le agarraba
con fuerza un tobillo y eso sí le hizo despertar. Izan se revolvió
instintivamente, en un seguido pasó de estar tumbado plácidamente en su colchón
a quedarse sentado en su cama. Aún era de noche.
Mezclada con las sombras que poblaban
la habitación, percibió una silueta en forma de esqueleto a los pies de su cama.
Estaba quieta, erguida y mirándole en silencio. Un olor nauseabundo como salido
de un vertedero llegó a sus fosas nasales. Completamente alterado por los
nervios acertó a dar un manotazo a su teléfono móvil. La pantalla se encendió e
iluminó tenuemente la habitación. De aquella figura esperpéntica sólo pudo
distinguir unos ojos saltones y enormes que le miraban sin parpadear. Izan soltó
un grito de horror. La figura estiró el cuello hacia él sacando su rostro de
las sombras y mostrándolo por completo a la luz. Abrió una boca oscura de la
que asomaron unas encías melladas, con algunos dientes esparcidos al azar y
empezó a gritar también con una voz cascada y ronca que parecía generar su
propio eco. Su cabeza estaba cubierta una maraña de pelos encrespados de un
color de huesos secados al sol. Y ese hedor. Ahora la figura estaba completamente
a la vista de Izan pero aunque la reconoció al instante, no pudo evitar mantener
el grito hasta que se le acabó el aliento.
-
¡MAMÁ! ¡COÑO! ¡ME CAGO EN LA PUTA QUÉ
SUSTO! ¡¿CÓMO COÑO HAS CONSEGUIDO…?!
No quiso acabar la frase pues sabía
que no obtendría respuesta alguna. De su madre sólo quedaba un envoltorio sin
nada dentro, una cáscara de nuez sin semilla que de alguna manera se las había
arreglado para plantarse a los pies de su cama y darle un susto de muerte. Ahí
estaba, vestida de negro, inmóvil y en silencio, con los ojos muy abiertos mirando
a la nada y dejando escapar un hilillo de baba de la comisura de sus labios.
Izan se levantó, estaba enfadado y con
el corazón llenándole de golpes el pecho. Cómo diantres se las había apañado su
madre, para salir de la jaula y entrar en la casa. Miró la hora, eran las cinco
de la mañana. Joder. Activó la linterna del teléfono la emprendió a empujones con
su madre. La obligó a caminar deprisa y trastabillando, casi la hace caer un
par de veces, pero la anciana se dejó hacer sin protestar. En pocos minutos ambos
alcanzaron una construcción contigua a la casa de campo, levantada toscamente
con bloques de hormigón y cemento. Era el lugar donde Izan guardaba en jaulas a
sus perros de caza y a su madre.
Aquella cárcel de tela metálica era el
lugar donde Izan había decidido que la anciana pasara las frías noches de ese invierno
equipada tan solo con una silla de enea y una manta vieja. No estaba sola, compartía
celda con tres de los animales. Su hijo consideraba que ese encierro cumplía
una doble función beneficiosa: los perros protegían su única fuente de ingresos
y la jaula evitaba que la vieja anduviera por ahí molestando.
Entraron en aquella especie de bunker
de suelo de cemento, frío y desprovisto de luz eléctrica. Los perros los
observaron, estaban sentados y en completo silencio. Eso era raro de cojones. Los
alumbró y vio sus ojos refulgentes dirigir sus miradas a un punto situado justo
a su espalda. Sintió que algo o alguien le echaba el aliento en la nuca. Se asustó
y se giró con brusquedad. Alumbró la zona con su teléfono pero allí no había
nada, nadie. Uno de los perros aislado en una de las jaulas le miraba fijamente.
Izan empezó a ponerse nervioso.
Propinó un último empujón a su madre y
la metió en la jaula con los animales, la obligó a sentarse en la silla y le
puso la sucia manta por los hombros. Cogió un viejo candado que usaba para encerrar
a los perros por la noche y trabó con él el pestillo metálico. Entonces reparó
en que su madre también tenía la vista fija en algo que estaba a su espalda.
Como los perros. Se giró otra vez y volvió a alumbrar. Nada. Sintió un fuerte hormigueo
en la nuca y unas ganas incontrolables de salir de allí.
Dejó a su madre encerrada y salió a
paso ligero. Echó un vistazo al móvil. Las cinco y veintitrés minutos. Ya no
volvería a acostarse. Quería darse una vuelta con uno de los perros así que decidió
que se vestiría y saldrían ya. De la jaula en la que estaba aislado sacó a
Braco 19 agarrándolo del pescuezo y lo metió en el maletero de su todoterreno.
Tardó unos minutos en vestirse y
estar de vuelta en el coche. Se alejó de la casa de campo por un angosto camino
de tierra que atravesaba un pequeño pinar. Cuando lo dejó atrás encaró una ruta
campo a través que, de tantas veces recorrerla, se sabía de memoria. Tras varios
minutos de insufribles vaivenes y traqueteos alcanzó su destino, la plana y
redonda cima de “La Galocha”, una colina de tierra en forma de volcán en miniatura.
Consiguió salir del coche con
lentitud y pesadez, la dieta de Izan era de todo menos saludable y tenía
sobrepeso. Se dirigió a la parte de atrás del coche liberó a Braco19 que salió
dando un salto del maletero y sacó con cuidado su escopeta preferida. Siempre
la guardaba en el coche. Comprobó que estaba cargada y rebuscó en uno de los
bolsillos de su chaqueta tres cuartos de camuflaje. Sacó una bolsa de plástico con
un trozo requemado de pollo en su interior que lanzó al suelo a escasos dos
metros de distancia. La reacción de Braco19 no se hizo esperar. El animal se aproximó
al trozo de carne moviendo la cola de lado a lado como si fuera un látigo.
Izan lo observaba sin inmutarse. La
verdad es que era un animal precioso. Un braco alemán de pelo corto y moteado
de color canela que aún era bastante joven y vigoroso. Era una pena que ya no
resultara ser un buen rastreador. Por eso no les ponía nombre a sus perros, les
ponía números para no cogerles cariño. Porque todo, incluso ellos tenían una
vida útil y cuando esa vida útil acababa, el resto era vida inútil. Exactamente
igual que la de su madre.
La calma reinante era total. No se
escuchaba ni el trinar de un solo pájaro. Izan sólo podía escuchar los sonidos
procedentes del ruidoso masticar de Braco19. La cima de La Galocha era de las
más altas de la zona y desde ella podía observarse cómo el día despuntaba. Al
este, el cielo se veía despejado y empezaba a tornarse de color naranja y amarillo,
en pocos minutos todo quedaría iluminado por el sol. Aunque fuera de día, no le
gustaba estar allí. Izan vivía convencido de que en aquella cima ocurrían cosas
raras. Estaba seguro de que los arbustos, de vez en cuando, se agitaban sin
motivo, como si un animal invisible pasara rozándolos y los moviera.
El momento que Izan esperaba llegó
cuando el animal, tras rodear el trozo de pollo varias veces, se detuvo agachó
la cabeza y estiró el cuello para comérselo. Tenía al perro a menos de dos
metros de distancia, apoyó la culata de su escopeta en el hombro derecho. Braco19
no le hizo ni caso concentrado como estaba en alcanzar su preciado trozo de
pollo. El dedo índice de su mano derecha se posó sobre el gatillo con un
movimiento en perfecta sincronía con la acción de guiñar un ojo y apuntar. Aguantó
la respiración un instante y sin siquiera pestañear, apretó el gatillo.
Lo normal en esos casos hubiera sido
que el gatillo impulsara hacia delante el percutor que al impactar contra el
pistón del cartucho relleno de fulminante lo incendiara, comunicando así el
fuego y los gases incandescentes resultantes hacia la carga de pólvora que, al
estallar, impulsase violentamente fuera del cañón un mortal enjambre de
perdigones de posta. Luego un ruido ensordecedor, seguido de un golpe fuerte
pero soportable en el hombro, una humareda con intenso olor a pólvora y un
final rápido para Braco19. Pero algo no salió como Izan esperaba.
En medio de aquél espeso silencio que
lo envolvía todo en la aislada y plana cima de la Galocha, Izan sintió que el
estruendo del cartucho al explotar lo dejaba sordo temporalmente. Hasta ahí
todo normal. Sin embargo, en lugar de la espesa humareda con olor a pólvora, un
inesperado flash de luz blanca cegó sus ojos al tiempo que un repentino golpe
de calor le abrasaba las mejillas. El retroceso del arma resultó ser
inusualmente fuerte. El inesperado y tremendo empujón de la culata sobre su
hombro, fue de tal magnitud que le hizo trastabillar y perder el equilibrio. El
cañón de su escopeta se alzó de golpe obligando a Izan a apuntar hacia el cielo
mientras salía despedido. Tras un par de torpes zancadas caminando hacia atrás,
mantener el equilibrio le resultó del todo imposible y fue definitivamente a
dar con sus anchas espaldas en el duro suelo, aún agarrado a su escopeta.
Tras el alboroto y la caída, el
silencio volvió a ganar terreno mientras un sorprendido Izan se incorporaba despacio,
hasta quedar sentado en el suelo. Su escopeta estaba tirada junto a él. El
cañón estaba abierto en dos mitades retorcidas hacia atrás como si de una piel
de plátano se tratara. Entonces comprendió lo que había ocurrido. La escopeta
le había estallado en la cara. Algo asustado se inspeccionó rápidamente. Se
miró las manos y vio que conservaba todos los dedos, así que muy preocupado se
tocó la cara ansioso por descubrir si sangraba o por el contrario aún
conservaba todo en su sitio. No sentía dolor alguno y sus manos estaban limpias
de sangre, por lo que al parecer, todo parecía en orden. Sin embargo al dirigir
la mirada justo enfrente, descubrió que no era él, el que se había llevado la
peor parte. Su escopeta estaba inutilizada por completo pero antes de reventar
había realizado perfectamente el cometido para el que la fabricaron. El impacto
de las postas sobre el desguarnecido costado de Braco19 fue definitivo.
El pobre animal yacía inmóvil en el
suelo. con la boca abierta y la lengua
colgando. Tumbado sobre uno de sus costados el cuerpo yaciente de Braco19
permanecía inerte apenas a cuatro metros de distancia justo frente a su
verdugo. Desde donde Izan se encontraba pudo ver que Braco19 había ido a caer
encima del montón de los blancos y podridos huesos de sus otros 18 precedentes.
No lo había hecho adrede, eso había salido así por casualidad. Izan se levantó
y caminó hacia él. No jadeó y no le costó esfuerzo. Quería verlo más de cerca y
asegurarse de que estaba muerto. Pese a la brutalidad del acto en sí, no
soportaba ver sufrir a sus perros, prefería matarlos en el acto. Izan detuvo
sus pasos cuando el cuerpo inerte de su excompañero de caza quedó a sus pies.
Allí pudo ver al magnífico perro que había sido Braco19 tumbado sobre uno de
sus costados, con la boca abierta y los ojos entrecerrados y una expresión
rígida en la cara que hacía muy evidente que estaba sin vida. El lado del perro que quedaba al descubierto
mostraba un agujero justo detrás de su pata delantera izquierda, en el que Izan
calculaba que le cabrían por lo menos tres dedos de la mano y que a buen seguro
lo traspasaba de parte a parte.
Entonces a Izan escuchó algo que hizo
que el estómago le diera un vuelco. Detrás de él escuchó con una claridad
absoluta el sonido de golpeteo de las mandíbulas de Braco19 todavía devorando
su trozo de carne. De forma instintiva Izan se volvió instantáneamente para ver
qué ocurría. No vio nada. Un calor abrasador invadió su cuerpo y se puso a
sudar. De nuevo giró la cabeza y volvió a ver a su perro completamente muerto
en el suelo. Sin embargo, mientras el calor que le corría por las venas se
transformaba de repente en un pegajoso escalofrío, volvió a escuchar los siseos
de la respiración de su perro, los chasquidos que producía al salivar y los
ruiditos que producía al mover la lengua dentro de su boca. De hecho, esos
ruiditos eran los únicos sonidos que flotaban en el espeso ambiente. Presa del
miedo Izan volvió a dirigir su atención al lugar de donde provenían las señales
de vida de su, en teoría difunta mascota.
Entonces Izan miró al suelo en
dirección hacia donde había estado su perro en vida y pudo ver cómo la sombra y
sólo la sombra de éste, permanecía proyectada exactamente en el mismo lugar en
que Braco19 había estado comiendo, hacía unos minutos. La sombra seguía a lo
suyo, devorando otra sombra, la del trozo de carne, como si nadie le hubiera
descerrajado un mortífero tiro a su original vivo. Sin embargo Izan volvió de
nuevo a comprobar que el verdadero animal yacía muerto a sus pies, separado por
lo menos dos pasos de su propia sombra viva. Izan, sintió cómo el miedo tomaba
el control y dejaba de ser dueño de sus reacciones. Aquello era sencillamente
IMPOSIBLE. Allí en el suelo, únicamente estaba esa… sombra. Comiendo. Una
sombra que además, no estaba quieta, se movía con absoluta naturalidad como si
la estuviera proyectando un perro vivo. Y podía escuchar el ruido que hacía en
su actividad. Incluso parecía estar disfrutando. De hecho, su cola se movía de
lado a lado como un látigo de lo contento que estaba.
Los músculos de Izan no respondían a
nada. Quería huir pero huir, ¿de qué? ¿De una maldita sombra? ¿Qué debía hacer?
Sus piernas no se decidían a hacer nada, su cerebro intentaba dar crédito a sus
ojos, sin éxito, su respiración estaba más que acelerada, desbocada y sin
embargo, sentía que se ahogaba, que le faltaba oxígeno. Forzó sus ojos a
permanecer abiertos pese a que le lanzaban puntadas de dolor de tanto rato que
llevaban sin parpadear. Entonces, mientras su cerebro buscaba inútilmente una
explicación lógica a lo que sus ojos estaban viendo, escuchó una voz justo
detrás de él.
–
¡Buenas tardes, señor! – con un brutal
alarido, Izan saltó instintivamente en dirección contraria a aquel vozarrón
masculino–. ¿Ha llamado usted a mi puerta?
Un descompuesto y tembloroso Izan se
volvió para advertir que allí no había nadie. ¿Estaba volviéndose loco o “algo”
le había hablado con voz cavernosa desde sus mismas espaldas? Le había dicho… ¿Mi
puerta? ¿Qué puerta? A Izan le hubiera gustado responder algo, pero le resultó
imposible. No podía articular palabras. Aquella pregunta, no tenía sentido.
¡Joder! No tenía DUEÑO. Izan sintió que el terror petrificaba sus músculos y
encogía su estómago hasta hacerle daño. No pudo evitarlo, quiso correr pero se
quedó inmóvil, como un perro marcando una presa. Estaba atónito, buscando
frenéticamente el origen de aquella voz.
-
Estoy aquí, señor.
Dándole un nuevo susto de muerte, un
hombre alto, extremadamente flaco, de rostro anguloso e inexpresivo, hombros
muy juntos y tórax abultado y estrecho por los extremos, apareció de pronto
justo a la izquierda de Izan, que hubiera jurado que hacía un momento, allí no
estaba. Aquel hombre que le hablaba estaba a apenas tres pasos de distancia.
¿Cómo era posible que no lo hubiera visto a la primera?
El miedo aumentaba pese a que aquella
persona, no parecía suponer una amenaza. Sencillamente estaba ahí, de pie
apenas a un metro de distancia y con las manos a la espalda, mirándole
fijamente sin ningún tipo de expresión en la cara.
–
¿Señor? –volvió a preguntarle –. ¿Le
importaría decirme si ha llamado usted a MI puerta?
Izan sintió un escalofrío
recorriéndole la espalda. Un sexto sentido le alertaba. Además, ¿de dónde coño
había salido el fulano? Hablaba alto y claro pese a tener una voz realmente
profunda como si le hablara desde el fondo de un pozo generando su propio, ¿eco?.
Su tono de voz era autoritario. Más que preguntar, le conminaba a confirmar
algo que a él le resultaba evidente, aunque Izan no conseguía entender qué
demonios era lo que realmente le estaba preguntando. ¿Qué diantre de puerta?
Allí no había ninguna puerta, allí no había nada aparte de ellos dos y una
sombra inquietante de perro moviéndose como si estuviese viva. Entonces aquél
extraño individuo de inexpresivos ojos, volvió a dirigirse a él.
–
¡Oh! – dijo poniendo cara de sorpresa,
como si acabara de descubrir la solución a un problema de matemáticas –
¡Disculpe no me he presentado! Le aseguro que normalmente soy más educado. Es
que no suelo salir yo a abrir la puerta.
Extendió su mano derecha y dijo en lo
que a Izan le pareció un tono algo más amable:
–
Yo me llamo “Garm” – y extendió una mano
enorme y peluda hacia Izan – aunque aquí me conocen como...
–
Yo… Izan – le interrumpió mientras
correspondía al saludo chocándole la mano.
Agarró aquella mano que le tendían
que era enorme y muy áspera. Parecía que en lugar de palma de la mano, aquél
hombre tuviera un enorme y áspero callo.
Al tenerlo más cerca observó sus ojos. Eran unos ojos totalmente negros,
profundos y carentes de pupilas, inexpresivos como los de un tiburón.
-
Encantado, Izan. – le soltó suavemente la
mano y se inclinó un poco hacia él – No te importa que te tutee. ¿No? Dime: ¿Te
encuentras bien? Estás pálido, como si acabaras de ver levantarse a un muerto.
-
Yo, yo – y señalando al suelo Izan pudo
ver que la sombra de su perro había terminado su trozo de sombra de pollo y se
dirigía directa y sumisamente, hacia Garm.
Éste por su parte ni se inmutó.
Alargó una mano al vacío y con la palma abierta hacia el suelo, la balanceó con
lentitud, como si pretendiera acariciar, algo. Sin embargo, bajo esa mano que
Garm llevaba adelante y atrás rítmicamente, sólo había aire. Aire y nada más
que aire. Aquel extraño personaje movía la mano a unos setenta centímetros del
suelo y sin embargo a Izan le parecía que, en su balanceo, esa mano se posaba
sobre algo sólido pero invisible que estaba bajo ella. Entonces sin casi darse
cuenta, centró su atención en lo que podía verse claramente proyectado en el
suelo, junto a los pies de Garm. Era como un lienzo en el que un pintor,
hubiera olvidado representar a uno de sus personajes pero no a su sombra.
Garm bajó un instante la mirada hacia
el suelo en dirección a su mano y le habló.
-
¡Chssst! Tranquilo, tranquilo.
Aunque su mano se balanceaba en el
aire, su sombra proyectada sobre el suelo, se paseaba por la sombra del lomo de
Braco19. La sombra del perro parecía corresponder a esas “caricias al aire”.
Reaccionaba igual que el Braco19 vivo moviendo nerviosamente su cola de látigo.
De repente, la alegre sombra mostró aún más alegría encaramándose de improviso
con sus patas delanteras en el pecho de la sombra de aquél tipo.
Garm pareció sorprenderse e incluso
alegrarse de esa inesperada muestra de cariño canino.
-
Bueno, bueno – le dijo con media sonrisa
en el rostro, mientras le acariciaba con ambas manos un lomo invisible y
apartaba la cara como si una lengua fantasmal se la estuviera llenando de
lametazos –. Tranquilo, chico, tranquilo. Pronto nos iremos a tu nueva casa.
Izan más perplejo que aterrorizado,
observaba aquella estrambótica escena. Ya no se trataba de una impresión, ni de
una sensación. Estaba viendo claramente moverse a una sombra por el suelo de
forma completamente independiente, pero con las mismas reacciones que las de un
perro real. Estaba escuchando los sonidos que el animal vivo haría si pudiera.
Sus jadeos, el golpeteo de sus pisadas, incluso levantaba algo de polvo al caminar.
Por su parte el maldito Garm, no
parecía alterado en absoluto. Estaba acariciando el lomo de un perro fantasma
que proyectaba su sombra sobre su pecho con la misma naturalidad con la que un
turista observa un bonito paisaje. De pronto Garm, susurró algo inaudible y aquella
silueta fantasmagórica de Braco19, se sentó junto a sus pies. Acto seguido le dirigió una mirada tan fría y
vacía de todo sentimiento, que Izan no supo interpretar si era de odio o de
desprecio. No importaba, no supo reaccionar. Seguía petrificado porque estaba
seguro de estar viendo algo sobrenatural que no podía creer del todo pese a que
estaba sucediendo delante de sus rechonchas narices.