jueves, 30 de enero de 2020

Matacanes versión 2.0

Es el relato del tío que mata perros. Segundo intento PERO TAMPOCO ME CONVENCE lo cuelgo sólo para que se vea que hago cosas.

Las carcajadas resonaron por todo el Bar de Toño. Cuando cesaron Izan trató de explicarse.
-          Y yo te digo que lo voy a cazar – aunque había más gente en el bar, Izan sólo se fijaba en Jero.
-          Pero vamos a ver, Izan –la forma que tenía Jero de dirigirse a Izan siempre iba acompañada de una sonrisita irritante y un tonito molesto y condescendiente -. ¿Tú entiendes que si le das a oler a un perro un colmillo de jabalí de tu mano huele tanto el diente como tu mano y que eso hace que sea imposible que…?
-          ¡¡A ver si va a acabar por cazarte a ti!! – cortó gritando Sebas el carnicero.
Todos estallaron al unísono en nuevas carcajadas. Algunos ya giraban la cara para que no se les notara que estaban desternillándose. La gracia no había sido para tanto, pero algunos llevaban ya dos o tres cubatas y muchos más porros y aquello empezaba a notarse en el ambiente. Izan se entretuvo mirando a su alrededor esperando a que se calmaran. De pasada observó en el viejo reloj de pared de latón y cristal que aún eran las 23:45. Mala hora. Su madre aún no se habría acostado lo que significaba que Izan estaba atrapado en el maldito bar y estaba obligado a seguir aguantando el chaparrón de risas de aquel montón de borrachos y borrachas a los que no soportaba
En un pueblo tan pequeño no había muchas cosas que un soltero empedernido como él pudiera hacer para matar el tiempo. Las tardes de invierno eran largas, oscuras y frías. Izan podía decidir entre encerrarse en casa con su madre y escuchar el constante chorreo de comentarios desagradables acerca de su físico que siempre le dedicaba, o acudir al bar, pedir un café y esperar a ver quién entraba por la puerta con ganas de humillarle o ignorarle. Normalmente ocurría lo segundo, pero poco importaba. En cuanto se empezaba a consumir alcohol y hachís y la tarde daba paso a la noche, los que le habían ignorado preferían cambiar de tercio y propasarse con él para echarse unas risas a su costa, como en ese preciso instante.
Reírse de él. Un tedioso ritual que había conseguido que a Izan le diera asco el mismo bar. La maldita cabeza carcomida de jabalí que estaba encima del reloj y que siempre le miraba fijamente con la boca abierta pareciendo reírse de él también. Los dos horribles cráneos decorativos de oveja amarilleados de nicotina, recuerdo del tiempo en que se podía fumar en el local. El perenne olor a vino derramado y a coñac que se mezclaba con el de leña ardiendo y que se pegaba a la ropa. Puaj. Para Izan eso no era un bar, era una salda de torturas llena de cadáveres colgando de la pared y en la que estaba obligado a entrar cada día sólo porque carecía de alternativas.
Fue precisamente Toño, el dueño del bar, el que ese día trató de echarle un cable.
-          Escucha, Izan, lo que Jero trata de decir – ambos miraron al interfecto que estaba completamente colorado y tratando de recomponer la compostura sin demasiado énfasis –, es que es imposible que un perro no entrenado rastree a un jabalí concreto por mucho que tú le des a oler ese trozo de colmillo que encontraste vete tú a saber dónde.
-          Lo encontré a los pies del “Cinto Marujo” por donde siempre decís que los guardas han visto al “bijed”.
-          Se dice Big Head, Izan y da igual dónde lo encontraras. Tus perros no tienen ni idea de rastrear por muy descendientes de los de tu padre que sean. Tu padre, era cazador y entrenaba a sus perros cosa que tú nunca haces. De hecho, nadie sabe qué diablos haces con los perros aparte de alimentarlos y perderlos. Cada vez que sales pierdes uno o dos. Por cierto, cuántos bracos te quedan ¿tres?
Izan bajó la cabeza y torció el gesto al recordar con fastidio a su padre al que llamaban “El Braco” porque nunca usó otra raza de perro para cazar. Su ejemplo le condenaba a salir siempre malparado por comparación.
-          .Cuatro. Se me escapan porque no me ven como a su amo. Encuentran un rastro, lo siguen y nunca los vuelvo a ver. Mi padre era un cabronazo que nunca me quiso enseñar a entrenar a los perros y a cazar
-          ¡Un momento!  - Josillo “el pastor” un hombretón ya entrado en años que siempre vestía camisas de cuadros alzó la palma de la mano como queriendo detener un taxi y mirando muy serio hacia donde estaba Izan le increpó elevando el tono de voz - ¡ “El Braco”, tu padre, en Gloria esté, sí “quintentó enseñate” a cazar pero siempre se quejaba el hombre de que a ti no había forma humana de hacerte madrugar! ¡”Dicía” el hombre que siempre andabas “enganchao” a la “vidiosola” esa “toa” la noche y ni había un Dios que te despertara al día siguiente! ¡Cucha! ¡A mí ni me gusta “questos” ríanse de ti tampoco, pero no me mentes a tu padre! “Difiendeté” con otra excusa que “lante” de mí, por muy hijo suyo que seas, no “te se“ ocurra mentarle. ¡Ale! ¡Anda “pa casa” que tu madre seguro que ya anda en sueños y “nos” les des más gusto a estos que te hacen por tonto!
Y bajando la mano que tenía levantada le atizó una palmada a la mesa en la que estaba tomando chupitos, se levantó y se marchó visiblemente contrariado. Todo el bar se había quedado en silencio. El “Josillo” era un hombre más que parco en palabras, siempre se comunicaba por monosílabos y sólo si alguien se dirigía a él. El hecho de escucharle gritar más de tres palabras seguidas parecía haber impresionado a la concurrencia. Todos le siguieron con la mirada hasta que salió del bar, momento que Toño aprovechó para retomar la conversación.
-          Como te decía, es imposible que así caces nada de nada y menos al “bicho” detrás del que todos andan. Si los cazadores de verdad no han dado con él tú lo tienes poco menos que imposible Izan. Mucha potra debes tener para que se te cruce por delante y más por las tardes que es cuando sales tú a “cazar” – esto último lo soltó haciendo con ambas manos el gesto de las “comillas” y con cierto retintín, para acto seguido hablarle en un tono más sosegado como si le estuviera haciendo una confidencia – . Por cierto, el “Josillo” tenía razón, ya pasan de las doce.
Izan no añadió nada más y decidió marcharse. No pareció importarle a nadie ya que nadie le prestaba ya la más mínima atención. Todos habían retomado sus conversaciones en pequeños corrillos o sus partidas de cartas alrededor de las mesas en las que estuvieran sentados.
En cuanto salió por la puerta sintió un frío helador más intenso de lo habitual. Recorrió los escasos trescientos metros de subida que separaban su casa del bar y jadeando abrió con cuidado la puerta del patio trasero. Su madre no le dejaba usar la principal para que no se la ensuciara. Subió por las escaleras de ladrillo a su habitación haciendo el menor ruido posible, se puso el pijama y bajó de al salón. Atizó el fuego de la chimenea, se colocó los auriculares y se puso a jugar al Fornite en la tele grande.
En la isla donde mútiples jugadores abatían los avatares de otros, habían incluido una estructura nueva. Un bar como el de su pueblo. Ïzan no se extrañó y entró a ver si encontraba a Jero y le pegaba un par de tiros. Estaba realmente conseguido, cada detalle estaba reproducido en el videojuego. Ahí mirándole fijamente seguía la cabeza de jabalí carcomida que el abuelo del actual dueño, colocara en la única pared sin ventanas el día de la inauguración del Bar, allá por el año catapún. Una estufa de hierro idéntica a la real estaba colocada exactamente en el mismo lugar, entre las mesas, calentando el interior. Las mesas y las sillas de madera que habían sustituido a las anteriores de hierro y formica estaban distribuidas exactamente de la misma manera. Pero no había un alma allí dentro. Lástima.
No tenía nada que hacer allí así que volvió a salir. Estaba en su pueblo, o en una reproducción exacta pero cubierta por una espesa niebla. La televisión grande del salón se había desvanecido. Izan se vio a sí mismo dentro del propio videojuego pululando por las calles del pueblo casi sin visibilidad. Era de noche y en su deambular errático por las calles se guiaba por el tenue resplandor amarillento de los farolillos de los portales que algunas de las casas, tenían encendidos. La niebla era tan densa que al respirarla se sentía entrar en los pulmones. Le costaba caminar. No avanzaba con fluidez, parecía que sus movimientos eran a cámara lenta como si estuviera constantemente caminando dentro del agua. Entonces se dio cuenta de que se había desorientado. No sabía muy bien dónde estaba. Pensó que en las calles del pueblo no hay farolillos en los portales. Se detuvo. Trató de escuchar. El único sonido que pudo distinguir fue el de una campanada solitaria resonando a lo lejos. Aquello empezó a sobrecogerle. Tiritó.
-          Quiero ir al bar – dijo en voz alta, como si eso fuese a hacer aparecer el bar delante de sus narices. Nada ocurrió.
A su espalda un gruñido bronco, feroz, se abrió paso a través de la niebla. Izan, asustado se giró instintivamente pero no vio nada. El tenue resplandor de los farolillos desdibujados por la niebla había desaparecido, sin embargo, seguía habiendo luz. Una luz azulada cuyo origen no podía determinar. Muy cerca de él, de donde había provenido el gruñido bestial retumbó un ladrido extraño, agudo, como mezclado con un quejido cánido. El eco que produjo rebotó varias veces en mil sitios diferentes amplificando primero su magnitud para después ir disminuyendo progresivamente hasta que se perdió en la nada de la espesa niebla tras Izan. Acto seguido escuchó un resoplido terrible parecido al piafar de un caballo gigante con ronquera. Izan hubiera jurado que provenía de algo que era bastante más alto que él. No se oían pasos ni pezuñas sin embargo sabía que algo se acercaba. De pronto, ante sus narices emergió la forma grisácea de un lomo monstruoso, peludo y encorvado que caminaba en silencio directo hacia él.
Izan salió corriendo en dirección contraria, pero se encontró de repente con la puerta del bar. Se estrelló de bruces contra ella. Trató de abrirla pero no encontraba el pomo. La habían cerrado. Izan abrió la boca para gritar pero ningún sonido se produjo en su garganta. Echó un vistazo hacia atrás y vio la forma enorme dirigirse con cierta parsimonia hacia él. La cadencia de sus pasos era lenta, calmada, como si caminara con deliberada lentitud. El vaivén de aquel lomo enorme, cortado y brusco a veces, delataba cierta cojera o dificultad al caminar, como, como, como un zombi cheposo, gigantesco y peludo. Izan le dio la espalda y de nuevo trató con todas sus fuerzas de abrir la condenada puerta. Abrió la boca de nuevo para chillar pero nada, aquella niebla ahogaba sus alaridos de pánico. Entonces la bestia tosió. Izan sintió el golpe de su aliento fétido e hirviente en la nuca. Olía a podredumbre ardiendo, como si alguien estuviera quemando una montaña de estiércol. Ya no se atrevió a girarse, prefería no mirar. Algo le estaba mordiendo las piernas. Abrió la boca todo lo que pudo y forzando su organismo obligó a sus pulmones a expulsar el aire tan fuerte que
Su propio alarido lo despertó. Estaba acalorado y sudando. Las piernas le ardían. Una brasa había saltado desde la chimenea y se le había quedado parada sobre el muslo derecho quemándole la piel. Se la espolsó a manotazos. Estaba sentado en el sofá con las piernas abiertas y los pantalones bajados hasta los tobillos. Su madre, estaba plantada frente a él, mirándole fijamente y manteniendo una indescriptible expresión de asco en el rostro.  A su lado Doña Urbana no parecía saber dónde meterse y se escondía tras la espalda de su madre aunque lanzaba miradas furtivas por encima de su hombro.
-          ¿Lo ves Urbana? ¡Es que luego esto luego lo cuento en la asociación y no se lo creen! ¡Pero, Urbana, no te escondas leches! ¡¡Míralo, tú míralo!! QUÉ VERGÜENZA.
-          ¡¿MAMÁ?! – gritó Izan sorprendido al verse recién levantado desnudo de cintura para abajo delante de Doña Urbana.
La televisión grande del salón seguía encendida. En la pantalla la lista de videos porno iniciada esa noche pasada seguía reproduciéndose. Izan empezó a subirse a tirones los pantalones del pijama al tiempo que intentaba encontrar el mando de la televisión en el sofá sin éxito. Recordó que la noche anterior se había cansado de jugar al Fornite y había decidido masturbarse antes de irse a la cama. Se puso la lista de reproducción de videos de “you porn” y no, no tenía claro qué pasó después. Evidentemente no estaba en su cama. Trató de recordar.  ¿Se había dormido haciéndose una paja? ¡Dios!
En la pantalla una tía con las tetas hinchadas como globos se trabajaba con avidez como medio kilo de carne en barra jadeando con extrema exageración. La pobre Urbana, estaba tan escandalizada que cambiaba de posición constantemente, a un lado la única escena porno que vería en toda su vida y al otro el patético hijo de su amiga tratando de subirse los pantalones al tiempo que buscaba el mando a distancia a manotazos.
-          ¡Lo tengo yo hijo! – su madre extendió una mano hacia él portando el anhelado mando a distancia. ¡Toma anda toma!
Izan no se anduvo con delicadezas y se lo arrancó de la mano literalmente. Nervioso y humillado como estaba no acertó a apagar la televisión hasta pasados unos interminables segundos. Casi al mismo tiempo al fin consiguió subirse del todo los pantalones. Urbana ya no aguantó más y sin decir una palabra se dirigió deprisa a la puerta de salida principal con la mirada fija en el suelo y muy seria.
Su madre, con el rostro surcado por las lágrimas, se quedó mirando al suelo y empezó a hablar entrecortadamente.
-          Tu padre y yo, nos matamos a trabajar para darte una educación, una vida mejor que la nuestra.
Izan, tratando de componer los pocos trozos de dignidad que le quedaban se quedó mirando a su madre con una expresión de sorpresa e incomprensión infinitas. Mientras, ella seguía a lo suyo.
-          ¿Sabes lo que hemos tenido que pasar para darte la mejor vida posible?
Entonces, como si un demonio la poseyera, dejó de mirar al suelo, se encaró directamente con Izan y apretando los dientes con furia descontrolada le escupió las palabras como si quisiera estampárselas en la cara.
-          Y TÚ LO ÚNICO QUE HACES ES VAGUEAR Y DESPERDICIARLA.
Izan escuchaba lo que decía su madre, pero no lo asimilaba. En su mente no paraba de bullir la idea de lo que iba a tardar la señora Urbana en contar lo sucedido. Lo que tardaría en hacerse viral en el pueblo. Lo que iba a ocurrir después, salir a la calle sería un infierno y aparecer de nuevo por el bar quedaba descartado. Cómo se iban a cebar con él, en especial Jero. Entonces se fijó en lo que su madre apretaba con rabia en la mano izquierda: la pala de hierro que usaban para sacar las cenizas de la chimenea.
-          ¿¿ME HAS PUESTO TÚ LA BRASA EN LA PIERNA VIEJA PUTA LOCA??
-          ¿Qué me has llamado vago imbécil, parásito, bueno para nada?
Izan observó cómo, con movimientos lentos y torpes, su madre alzaba el brazo que sostenía la pala e intentaba golpearle con ella. Izan, completamente ciego de ira detuvo el ataque sin ninguna dificultad y respondió propinándole un fortísimo empujón. Izan pesaba más de cien kilos y su madre apenas cuarenta. Por la fuerza del golpe, la mujer salió medio volando y se estampó de espaldas contra el aparador de puertas de cristal que contenía la vajilla buena y un montón de fotos de Izan de niño. Un estrépito descomunal de vidrios haciéndose añicos invadió el salón. Su madre, tras estamparse contra el mueble, cayó de rodillas en el suelo de terrazo golpeándose con fuerza los huesos que sonaron como dos cocos rebotando contra una piedra. La pala salió volando y fue a parar a los pies de Izan que la recogió.
Los vidrios de las puertas del aparador estaban hechos añicos. Muchas piezas de la vajilla se habían salido de sus estantes y se habían pulverizado literalmente contra el suelo. La anciana permanecía en el suelo rodeada de cristales rotos, de rodillas sin quejarse y sin hablar, como si estuviera rezando en silencio. Izan en pie frente a su madre blandió la pala como si de un mandoble se tratara y la emprendió a golpes contra lo que quedaba sano de aquél aparador. Una y otra vez, lanzaba un golpe tras otro contra la vajilla que se había salvado del primer empellón hasta que no quedó nada, luego machacó los marcos baratos que habían mostrado sus propias fotos durante décadas en aquel mueble, no paró de darles golpes hasta que los hizo fosfatina, su madre se dejó caer de costado y permaneció inmóvil en el suelo. Luego le llegó el turno a la televisión, a los adornos que estaban encima de la repisa de la chimenea, a la pared, al suelo y al sofá. Hasta que no consiguió rajar a golpes de pala algunos de los asientos, Izan no consiguió controlar la furia desatada que sentía y detenerse. Su lamentable estado físico también jugó su papel. A causa del esfuerzo jadeaba como un asmático, y sudaba como un caballo desbocado a punto de reventar.
Dejó caer la pala al suelo y desplomó sus 105 kilos de grasa en el sofá. Su madre permanecía inmóvil tirada encima de un sinfín de cristales en el suelo. Izan aguantó la mirada de desprecio de su madre en riguroso silencio. Pasados unos segundos se decidió a hablar.
-          Estoy hasta los cojones de que todo el mundo en el pueblo encuentre una excusa para compararme con mi puñetero padre. Estoy harto de su ejemplo, de vivir a su sombra. Cuanto más tiempo pasa desde que murió, mejor concepto tiene la gente de él y peor de mí. Como si yo tuviera la obligación de honrarle o algo así. No sé qué mierdas os habéis creído todos, pero te aseguro que voy a poner punto final a esta mierda de espiral de reproches que os habéis montado todos hacia mí.
Todo el salón estaba en penumbra. Siempre lo estaba. Su madre no descorría las cortinas porque así, según decía, no se apreciaba el polvo de los muebles y duraban más tiempo limpios. Izan aspiró hondo por la nariz y sorbió todos los mocos que pudo para componer un gargajo enorme que escupió en el suelo junto a su madre.
-          Voy a terminar con todo lo que huela a mi padre en esta casa y en este puto pueblo de mierda en el que me habéis obligado a vivir. Cuando acabe, no vas a saber dónde meterte, mamá. Vas a ser el puto centro de atención el resto de años que te queden de vida que espero que sean muchos. Vieja de mierda. Lo único que sabes hacer es preocuparte de mantener a raya el qué dirán. Me odias porque es imposible detener el río de burlas que hacen de mí en todas partes. Burlas, que te califican como madre y contra la que no puedes luchar. La única manera que has encontrado para escapar de su influencia es darles la razón, unirte a ellos y humillarme. Bruja. Hoy me has humillado por última vez. A partir de mañana todos los comentarios de lo puta que eres y de la culpa que tienes de lo que va a ocurrir por ser tan mala madre, correrán por siempre en todo el pueblo y no podrás hacer nada excepto soportarlos o marcharte para siempre de aquí.
No hubo réplica alguna a las palabras de Izan. Decidió entonces que ya había descansado suficiente y se puso en pie. Del perchero de madera situado en una esquina, escogió la chaqueta tres cuartos de color verde caqui que había allí colgada y se encaminó hacia la parte de atrás de la casa. Se detuvo justo delante de la puerta que conectaba el salón con el patio exterior. Giró sobre sus talones y cogiendo carrerilla le propinó a su madre tres fuertes patadas en las tripas que la dejaron sin aliento. No fue capaz ni de gritar. Lo último que pudo ver antes de desmayarse fue la enorme mole de su hijo dirigiéndose hacia la pueta de salida trasera.
Izan entró en el bar y enseguida el asqueroso olor acre a vino derramado y a coñac se le pegó en la nariz.
-          ¡Hombre Izan! – Jero, el hijo de la Urbana, cómo no. No había tardado ni un segundo en reaccionar. Era un lobo esperando a su presa. En cuanto vio a Izan entrar en el bar alzó la voz para que todos le oyeran bien - ¿Qué me ha contado mi madre…?
Izan hizo uso de otra de las herencias de su padre. Aparte de la jauría y el todoterreno, le había dejado en testamento dos escopetas. La que llevaba oculta bajo la chaqueta tres cuartos color caqui era la corredera cargada con ocho cartuchos. La sacó y le descargó un cartucho de perdigones de posta a Jero en toda la cara a menos de dos metros de distancia. La explosión pilló por sorpresa a todos los allí presentes que se quedaron congelados donde estaban. Era la hora de comer y el bar estaba hasta los topes. El humo lo invadió todo como una niebla densa que costaba respirar. Era como en el sueño de Izan.
Jero no dijo nada más. En cuanto el humo empezó a disiparse Izan distinguió otra figura de la que no se había percatado y que estaba sentada junto a Jero. Era la rusa. La puta de su mujer y cómplice de sus chanzas. Miraba horrorizada los restos de la cabeza de Jero que estaban esparcidos por el suelo y estaban llenándolo todo de sangre. Izan también podía verlos. Retrocedió la corredera y cargó un nuevo cartucho. Apuntó a su cabeza rubia de mierda. Ella intentó gritar.
La segunda explosión volvió a llenar el ambiente de niebla irrespirable, pero en esta ocasión la reacción de todos los allí presentes no fue quedarse quietos. Como una manada de ñus en estampida todo el mundo abandonó las mesas y corrieron hacia la única salida atropellando y volcando todas las sillas y mesas que se encontraban al paso. Todos trataban de alejarse de Izan, algunos lo consiguieron y otros no. El tercer disparo casi a quemarropa se lo llevó el Josillo por la espalda. El tiro le salió por las tripas y el enjambre de perdigones en su trayectoria hirió al tipo que tenía el pastor delante suyo agolpándose también en la salida en su pugna por huir. Los dos se desplomaron al instante. Todo el mundo estaba gritando aterrorizado excepto Izan. En medio de la multitud, Izan distinguió a Toño. Apuntó y disparó de nuevo. Esta vez no se fijó en el resultado. Se giró y fue directo hacia la cabeza de Jabalí carcomida que seguía allí, mirándole, riéndose de él. Justo debajo podía leerse una diminuta placa que decía: Regalo del Braco al bar de Toño por su inauguración.
Esa maldita cabeza había sido un regalo de su padre al abuelo de Toño que también se llamaba Toño. Izan apoyó el cañón de su escopeta justo debajo de la mandíbula y disparó. La cabeza saltó por los aires medio pulverizada por el disparo a quemarropa. Un trozo bastante grande cayó al suelo humeando cerca de Izan. Él lo recogió, abrió la tapa de la estufa de metal y lo echó dentro. Entonces la emprendió a tiros con el bar. Apuntó al mostrador de bebidas y lo voló en pedazos, a la barra, al techo, a las paredes. Se le acabaron los cartuchos y tuvo que recargar. Lo hizo y siguió disparando a diestro y siniestro.
Cuando al fin se detuvo, el bar estaba vacío y en silencio. Como la versión reproducida en el Fornite que había visto en sueños. Miró a su alrededor. La rusa estaba aún sentada en la silla en la que estaba comiendo hacía unos minutos pero con la cabeza colgándole de un hilo de carne hacia atrás. El tiro le había impactado de lleno en el cuello y sangraba profusamente. 

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