jueves, 19 de diciembre de 2019

Llevo tanto tiempo idealizándote que te has convertido en uno de mis personajes de ficción.


Está oscuro y hace mucho frío, estoy recorriendo un pasillo. Puedo ver el final pero no sé dónde empieza. Estoy en una casa que me resulta familiar pero como si hubieran movido todas las habitaciones de su sitio. Es de día y aunque las ventanas son bastante grandes apenas entra la luz. Se escucha “Kooks” de David Bowie, el sonido llega desde una de las habitaciones y rebota entre las paredes vacías de este lugar hasta perderse en el pasillo oscuro del que vengo. Will you stay in our lover’s story?. “Hunky Dory” es el disco favorito de Miguel. Se escucha una risa, es él pero hay alguien más. De repente, por primera vez desde que he entrado aquí, siento miedo y se me doblan las rodillas. Echo a correr buscando la estancia de la que provienen las risas y me doy cuenta de que en toda esta casa, que parece infinita, no hay un solo espejo. Escucho una luz tenue y veo ruido. Cuando llego allí me encuentro a Miguel, está con una mujer que me da la espalda. Will you stay in our lover’s story?. If you stay you won’t be sorry. 

Abrí los ojos. Fuera llovía y hacía tanto viento que la ventana de la habitación se había abierto de golpe despertándome. Tardé unos segundos en darme cuenta de dónde estaba. Miguel estaba a mi izquierda, tan profundamente dormido que ni se había dado cuenta. El agua estaba entrando dentro, así que me levanté a cerrar la ventana, que era muy vieja y de madera. Llevábamos poco más de un mes viviendo allí, las mudanzas siempre me ponían algo triste y yo todavía no terminaba de acostumbrarme a esa ciudad.

—¿Qué haces ahí de pie?

—El viento ha abierto la ventana. Habrá que cambiarlas, son viejísimas ¿te he despert

Pero Miguel ya estaba roncando antes de que hubiera podido terminar la frase. Me metí en la cama y enrosqué mis pies fríos entre los suyos. No podía dormir con los pies fríos o el estómago lleno, tenía pesadillas.

El despertador de Miguel sonó, como cada mañana, muy temprano. Yo todavía podía dormir un par de horas más pero me levantaba todos los días con él para desayunar, y él antes de irse se despedía con un beso en la frente. Después esperaba unos segundos hasta escuchar como Miguel se ponía el abrigo y cerraba con fuerza la puerta para coger el vaso de cristal y escaparme a hurtadillas, como si alguien pudiera verme, hacia el baño. Allí apoyaba el vaso en el suelo, pegaba mi oído al vaso y aguardaba hasta que la escuchaba empezar. Este ritual comenzó unos cuántos días después de que llegásemos al piso. Había decidido ponerme trabajar en mi libro hasta que encontrase algo con lo que pudiera aportar dinero para pagar el alquiler, pero desde que nos habíamos mudado no había sido capaz de escribir una sola palabra. Me sentaba en mi estudio con mi ordenador viejo y me quedaba en blanco mirando a la nada, o me paseaba por la casa habitación por habitación, o me quedaba durante horas mirándome en el espejo del recibidor y reventándome granitos. Hasta que una mañana, después de que Miguel se despidiera con un beso en la frente, se pusiera su abrigo y cerrase dando un portazo; la escuché. Estaba meando, y me había fijado en que todos los azulejos de mi cuarto de baño seguían un patrón, en todos se podía apreciar el mismo rostro triste y grotesco. Y entonces oí esa melodía, era a piano y aunque no la conocía me resultaba profundamente familiar, como una nana antigua. Pensé que si yo pudiera escribir música sonaría así. Pensé que si alguien leyera mis textos en voz alta, quizá sonarían así. Cogí un vaso de cristal de la cocina, lo apoye en el suelo y me quedé ahí, imaginando cómo serían sus dedos, largos y blancos como los de esa figura de lladró que tenía la yaya.

Al principio solo la escuchaba un ratito por las mañanas mientras tocaba el piano. Me gustaba quedarme allí de rodillas en el suelo frío del cuarto de baño y pensar en ella, porque estaba segura de que era ella, y en cómo sería su cara mientras toca, o en cómo sería su cara cuando le daba el sol en los ojos, le pegaban un empujón en el bus o alguien se le colaba en la caja del supermercado. Empecé a crearla de cero en mi imaginación. Con el tiempo comencé a escucharla también un rato después de comer y antes de volverme a sentar a escribir, la oía hacerse el café y fregar los platos. Y también un ratito antes de oír el tintineo de las llaves de Miguel antes de entrar por la puerta.

Esa mañana tardó un poco más de lo habitual en empezar a tocar. Oí risas y la música se interrumpió, parecía que ella no estaba sola. Me sentí una intrusa y pensé en que quizá debería dejar de escuchar, que estaba traspasando unos límites. Pero no lo hice, y me reconocí por primera vez, sorprendida, en el gesto de una niña que espía a sus padres a través de las paredes.

Hace frío, otra vez el pasillo oscuro, veo el final pero no el principio. La casa sin espejos, “Kooks” de David Bowie, Miguel y esa mujer cuyo rostro no veo. Tienen el tocadiscos en marcha. Una náusea me recorre el cuerpo. Empieza en la punta de los dedos de mis pies descalzos y termina en mi esófago. Quiero gritar pero cuando abro la boca no emite ningún sonido. Miguel me ha visto, veo terror en sus ojos pero ni rastro de culpa. La mujer se gira hacia mí, le miro a los ojos, y ella está ahí pero no puede ser.

Abrí los ojos sobresaltada, Miguel ya no estaba. El reloj marcaba las doce del mediodía. Me levanté corriendo hacia la cocina, cogí el vaso y me dirigí al cuarto de baño. Pegué mi oído, nada. Los rostros tristes y grotescos de los azulejos del baño me devolvían la mirada. Aquel día había llegado tarde y estaba apunto de marcharme cuando la escuché. De nuevo, no estaba sola. Oí risas y los escuché corretear, me imaginé el largo pasillo hasta su habitación que sin duda sería como el mío pero seguro que ella tenía flores. Yo había intentado llenar la casa de flores en un par de ocasiones pero siempre olvidaba regarlas y se morían. Y entonces le oí a él. Al principio no quise creerlo y quise levantarme e irme, pero definitivamente era él. Reconocería la voz de Miguel a mil millas de distancia. Siempre sonaba enfadado pero en el fondo era muy dulce. Le gustaba doblar los anuncios cuando veíamos la tele, cantar en la ducha y tarareaba cuando estaba nervioso. Me di cuenta de que llevaba un tiempo mordiéndome los padrastros y había empezado a sangrar.

Hace frío, estoy en el pasillo oscuro, no veo nada pero hay un intenso olor a flores. Suena “Kooks” de David Bowie. No quiero avanzar porque sé lo que me espera al final del pasillo pero no tengo el dominio de mis piernas y cuando llegó allí presencio la escena como cada noche. Miguel, el tocadiscos y la mujer del rostro aterrador.

Sonó el despertador de Miguel, yo lo escuché perfectamente pero decidí no levantarme. Él salió de la habitación intentando no hacer ruido pero siempre andaba dándose golpes con todo. Se tropezó tres veces antes de salir por la puerta. Desde la cama le oí coger las llaves y marcharse. Aunque me meaba había decidido que no saldría de la cama hasta que llegase Miguel por la noche. Además no me encontraba muy bien, parecía estar incubando una gripe. Y entonces me llegó, muy leve, el rumor de la melodía de piano. Cogí la almohada y la apreté fuerte contra mi cabeza, allí no me podía quedar. Sin quitarme el pijama cogí el abrigo, las llaves y las zapatillas y salí dando grandes zancadas. Me calcé en el ascensor ante la mirada extraña de un vecino. Estuve dando vueltas toda la mañana hasta que decidí sentarme un rato en un banco al sol delante de nuestro patio. Entonces vi a Miguel, le habían dejado irse antes a casa. ¿Le habían dejado irse antes a casa? Me preguntó qué hacía en plena calle en pijama. Le dije que había bajado a que me diera un poco el aire pero no pareció convencerle mucho mi respuesta. ¿Estaba realmente preocupado o solo se sentía acorralado porque le había pillado?

Después de comer me tomó la temperatura. Me preocupas, siempre andas por ahí descalza. Yo no tenía ganas de hablar. Nos echamos en el sofá, teníamos una de esas teles inteligentes pero a mí me gustaba más la televisión normal, hacer zapping y ver los anuncios. En uno de los canales echaban Pulp fiction, la cogimos empezada. No podríamos contar ni sumando sus dedos con los míos todas las veces que habíamos visto esta película. Miguel se sabía diálogos enteros. Jules y Vincent estaban terminando de limpiar los sesos desparramados del pobre Marvin de los asientos traseros del coche.

—¿Cuál es la situación más aterradora que se te ocurre? yo creo que vivir el descolgamiento de un ascensor o tener que esconder un cadáver —yo no quería decirle que últimamente pensaba mucho en que me estaba engañando y en cómo rompería uno a uno todos sus discos de vinilo cuando le descubriera y que no encontraba nada más aterrador que eso.

—Perder todas mis bragas en mitad de un viaje.

—Esa también es buena.

El frío, el pasillo oscuro, “Kooks” de David Bowie, el olor a flores, a flores de muerto. Mis pies que caminan solos, Miguel, el tocadiscos, la mujer aterradora. Will you stay in our lover’s story? If you stay you won’t be sorry.

Cuando me desperté ya eran más de las doce del mediodía, la noche anterior me había tomado un ansiolítico con el vino sin que Miguel me viera. Me dolía todo el cuerpo como si me hubieran pegado una paliza y las pesadillas habían sido más intensas esa noche. Oí un correteo que venía del piso de abajo, era horrible, como si caminasen con los talones. Una punzada de dolor me atravesó el cerebro. Irritada me levanté, cogí el vaso de cristal y me puse a escuchar. Miguel estaba ahí, les oí reír y cantar y bailar. Estaba apretando el vaso tan fuerte contra el suelo que crujió y se abrió un grieta que lo atravesaba. Me subí en el ascensor dispuesta a bajar y pillarle. De repente las luces se apagaron, pero aquel trasto viejo seguía bajando a toda prisa y aunque era solo un piso parecía no tener final. Pensé que no habría peor momento para vivir el descolgamiento de un ascensor que aquel. Pero al final frenó en seco, el piloto marcaba solo un piso más abajo, se encendieron las luces y se abrieron las puertas. Cuando llegué estaba abierto, una corriente de aire frío emanaba del rellano y me invitaba a entrar. Dentro estaba oscuro, era exactamente como nuestra casa, con sus bonitas molduras, su enorme recibidor y su largo pasillo. Era exactamente como me lo había imaginado, todo lleno de flores, de flores de muerto, y sin un solo espejo. Al fondo, en el salón pude ver el enorme piano, cubierto de polvo, parecía que en cualquier momento iba a empezar a sonar solo, tocado por unas manos fantasmagóricas. Eso me causó un escalofrío y me frené al instante. Había llegado demasiado lejos. Se escuchaba como un tocadiscos estropeado. Al final del pasillo podía ver una luz tenue y salvo la música entrecortada todo estaba en completo silencio. El silencio era denso, casi tangible. Pesaba tanto que sentía que me ahogaba. Mi cabeza estaba decidiendo qué hacer pero mis pies habían empezado a caminar solos hacia la luz, como las polillas que vuelan directas hacia la vela hasta que, en el fuego, se queman. Cuando llegué descubrí que tanto la luz como la música provenían del parpadeo de una pequeña televisión vieja. Mi cerebro, perplejo, recogió algunos datos, lo único que había en aquella habitación era: la pequeña televisión vieja, el cadáver de Miguel tendido en el suelo y la figura encorvada de una mujer sobre el cuerpo sanguinolento. En la tele estaban dando Pulp Fiction, Vincent y Mia estaban volviendo en coche tras una larga noche. La mujer estaba sollozando y yo estaba paralizada. Parecía que se había dado cuenta de mi presencia porque se giró muy despacito, temblando y cuando creía que ya había visto la cosa más aterradora de toda mi vida comprobé que el rostro que me estaba devolviendo la mirada no era otro que el mío. Sentí el cosquilleo caliente de mi propia orina recorriéndome el muslo interior izquierdo y llegando hasta mis pies descalzos.

—Dios mío, Celeste ¿qué has hecho? —escuché decir a Miguel justo detrás mío.

Hada.

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