José Luis
JESÚS HA MUERTO
Pedro y Santiago vinieron a
decirme que Jesús había muerto. Aún quedaban clientes en el McDonald´s y uno de
ellos se santiguó al oírlo. Me quedé petrificado, no quería creerlo, no podía
aceptar que se hubiese ido para siempre.
Cuando pude reaccionar me fui al
jefe de turno, le explique lo sucedido y me permitió marchar antes de tiempo.
Me subí en el coche de sus compas y salimos a la avenida Insurgentes que, como
de costumbre a aquella hora, estaba embotellada. No tenía ganas de ir con
aquella gente y menos aún subir a un coche con ellos. No me parecía nada
seguro. Pero no tenía otra alternativa si quería ir donde estaba el cadáver de
mi hermano mayor.
-Eres tú el que dirá a los viejos que Jesús murió. Ahorita
no podemos enterrarlo ni se puede correr la noticia que murió. Si nos cae la
poli nos chinga la venganza – dijo Pedro ya en el coche-
Sabían que banda había sido.
Pensaron que habían matado a los dos y Juan el hermano de Santiago, que
acompañaba a Jesús en ese momento, estaba sólo malherido. Ya tenían
todo preparado para hacerles pagar por la muerte de Jesús. Sería esa misma
noche.
Mientras íbamos dentro de un
denso tráfico al lugar donde habían escondido el cadáver de mi hermano
recordaba a Jesús. Él y yo nos habíamos peleado muchas veces, quizá por lo
distintos que éramos. Pero ambos nos reconocíamos como hermanos, era una
especie de respecto cuando los dos condenábamos la forma de vida elegida por el
otro.
Empezamos a enfrentarnos en la
escuela. No llevó nada bien que él repitiera curso y yo lo alcanzara y que,
además, ese año yo sacara mejores notas que él. Imagino que eso ayudó a su
abandono escolar, pero estoy convencido que lo habría dejado de todas formas.
Lo suyo nunca fueron los estudios escolares. Me decía que aprendía más en los
comics y en la calle que en el colegio. En cambio yo seguí hasta acabar la
secundaria, siempre con buenas notas.
Cuando la acabé mi padre perdió
su trabajo en la carpintería. Su afición al tequila no le ayudó a encontrar
otro, sólo sirvió para gastar lo poco que había en casa. De pronto me vi con la
necesidad de encontrar trabajo y con un hermano mayor que de vez en cuando le
daba a escondidas dinero a María, mi madre, para ir tirando. Él, el delincuente
que se había convertido en vendedor de drogas, era el único que aportaba dinero
para el mantenimiento de la familia. Ella empezó a tratarlo como al jefe de la
misma.
Jesús me invitó a seguir sus
pasos y así obtuviese dinero del trapicheo con drogas. No quería hacerlo, antes
prefería pasar hambre. Tanto insistió que me hizo probar la marihuana. Como no
había fumado tabaco en mi vida me mareé, vomité y decidí que jamás volvería a
probar ninguna droga.
Tuve un período de búsqueda de
trabajo sin ninguna suerte y encima teniendo que soportar la cara sonriente de
mi hermano y sus demostraciones de ser el adinerado de la familia.
Un día, que estaba especialmente
desanimado, Jesús vino a mí con los ojos muy brillantes para contarme que había
cambiado la venta de marihuana por la de coca. Me dijo:
-Ahora tengo nuevos clientes que
tienen mucho dinero y yo también gano mucho más.
Lo notaba eufórico y me propuso
sustituirle en la venta de marihuana. Tras otra negativa mía me llamó cabezota
e insistió en que me estaba perdiendo la posibilidad de tener mucha plata y de
ayudar a mamá. Al verme abatido Jesús me rodeó los hombros con uno de sus
potentes brazos y me dijo que, si seguía ganando tanto, me pagaría los estudios
para que aprendiera de economía, de impuestos y todas esas zarandajas. Así nos
pasaríamos al bando legal y lleváramos una empresa digna.
Sabía que estaba montando
castillos en el aire, no pude convencerle de que eso no sería posible, lo que
sí le saqué, en su extraño estado de excitación, fue la promesa de que, entre
tanto, me ayudase a encontrar un trabajo legal. Poco después asocié que toda
euforia era el efecto de la coca y olvidé esa conversación.
Los nuevos trapicheos generaron
nuevas competencias por el mercado de la droga. La lucha entre bandas pasó de
ser a palos y navajas a ser con pistolas. Estas se consiguen con mucha
facilidad. Es lo que tiene ser el vecino del sur del país de las armas. Jesús
me contó que en Distrito Federal los carteles de droga trabajan de forma
diferente. Se dedican a vender droga a las bandas juveniles para que ellas las
distribuyan. Ellos no bajan a la calle donde podrían detenerlos.
Me enteré de la presencia de pistolas
el día que Jesús llego a casa con el pantalón roto y una quemadura en la piel
producida por el roce de una bala. Me contó que a partir del día siguiente el
llevaría también una y que nunca más saldría huyendo. Sabía que mi hermano era
valiente. Me lo imagine como uno de esos que van de machos muy machos de los
que las bandas están compuestas.
Hace seis meses llegó un día a
casa y me hizo salir a la calle para contarme una cosa.
-Tengo una
chambita para ti.
-Ya sabes
que no estoy interesando en tu tipo de trabajitos.
-No es eso
huevón, te he conseguido un trabajo digno de tu realeza, tienes que ir a
limpiar mierda de los baños y mesas de un McDonald´s.
-¿Cómo lo
has conseguido? Exclamé con sorpresa
-Uno de los
ricachones a los que suministro gestiona varios McDonald´s. Tenía un bajón muy
fuerte y lo caché sin dinero en efectivo. Le dije que le pasaba lo que me pedía
pero que me debía un favor. Tu trabajo es el favor.
Se lo agradecí muchísimo. Era el
primer trabajo que tenía y no era el de vender droga. Me sentía feliz no sólo
por el trabajo ¡Era mi hermano quien me lo había conseguido! Fui enseguida a
decírselo a María que lloró de alegría.
Mi vida cambió. Empecé a trabajar
en el segundo turno. Cerrábamos a las 10 de la noche y tras limpiar salía muy
tarde. Llegaba a casa pasada la medianoche. Mi suerte era que el barrio más
peligroso que debía de atravesar era el controlado por la banda de Jesús. Era
una sensación extraña. Cuando llegaba a ese barrio me sentía a salvo. No solo
porque me conocían los de la banda. Era porque me sentía protegido por Jesús.
Para mí él había pasado de ser un delincuente a ser mi salvador y en ese
momento entraba en su territorio.
La que lo llevaba mal era María. Ya tenía mucho miedo tanto por mi hermano mayor y su pistola como porque
yo llegara tan tarde a casa. Siempre me esperaba y cuando me veía entrar me
decía lo mal que lo había pasado esperándome y a continuación se ponía a hablar
mal de la vida de Jesús. Yo le defendía y le decía que estaba hablando mal del
que más aportaba a casa. Ella no entendía mi defensa cuando siempre había
reprochado su forma de vida.
Lo que mi madre no sabía era como
había conseguido yo el trabajo. Nunca se lo contamos ni mi hermano -porque él
nunca delataría a un cliente- ni yo -porque a mi madre le hubiera preocupado
mucho que yo trabajara para un drogadicto-. Al final de la discusión me iba a
dormir con la sensación que tanto María como yo teníamos razón aunque ninguno
de los dos quería reconocerlo.
Al poco tiempo empecé a entender
que aquel trabajo legal era una mierda y no por lo que tenía que limpiar. El
poco dinero que ganaba mi madre lo gastaba en muy poco tiempo. Yo tenía la
expectativa de poder mantener la familia sin que hiciera falta el dinero sucio
de mi hermano, pero sin lo que Jesús nos daba no habríamos podido salir
adelante.
El trabajo ni me gustaba ni me
satisfacía. Jesús seguía haciendo bromas sobre las caquitas y las cacotas que
tenía que limpiar. Si hubiese sido más pequeño me habría sentido humillado,
pero en esos momentos ya entendía que Jesús me consiguió lo que yo le pedí, no
lo que él tenía preparado para mí.
Lo veía venir pero no quería
aceptarlo. Siempre pensé que sería más tarde, o que no lo matarían. Pero ahora
ya estaba muerto.
Mientras bajaba del coche y
entrabamos en un barracón que usaban los drogadictos para pincharse me dijeron
que esperase con el cadáver hasta que ellos regresasen. Que después ya podría
revelar la muerte de Jesús.
Lo vi allí. Lo habían dejado en
aquel sucio suelo con los brazos en cruz, rodeado de basura y de un olor
insoportable. Su piel se había vuelto extrañamente blanca. Apenas estaba tapado
con unos pantalones cortos. Le habían quitado la camisa y se veía su pecho
destrozado con dos grandes boquetes. No me pareció que fueran disparos de bala.
Junto a su mano habían dejado su pistola. Me pareció un acto de honor de los de
su propia banda donde Jesús se había ganado el respeto con el manejo de ella.
Recordé cuando me contaba como se
había desecho de un par de tipos de una banda rival que venían a trapichear a
nuestro barrio. También la vez que me lo encontré en la calle de vuelta a casa.
Fue el día que me enteré que él era el jefe de la banda. Estaba con sus doce compas
y pude comprobar el respeto que le tenían. Pedro dijo que ya le gustaría a él
ser el hermano, del jefe que se sentiría orgulloso de serlo. También habló
delante de todos de las cualidades de Jesús. Dijo que compartía con todos y
defendía a cada miembro. No quería que se humillase a ninguno. No tenían al
jefe más brabucón tenían al mejor.
Con este recuerdo comprendí que
hacía tiempo que yo me sentía orgulloso de ser el hermano de Jesús. Yo era el
ser más cercano a Jesús el valiente, el rebelde en un país donde nada
funcionaba, donde los carteles de la droga tenían más poder que el ejército y
que el Estado. En ese momento fui consciente que él había decidido hacer su
vida sin seguir los modelos que representaban un padre alcohólico o unos
profesores desencantados y mal pagados. Yo hubiese preferido otro tipo de
rebeldía, pero entendía que él se fabricó la suya. Además yo no había sido
capaz de seguir el camino de Jesús.
Me senté en el suelo y empezaron
a brotar las lágrimas de mis ojos. No sabía por qué brotaban hasta que
comprendí que lo echaba de menos. A él y a sus bravuconadas, a su sinceridad, a
su valor, a su atrevimiento, a su forma de entender la vida y a su forma de
tratar con las chicas.
En esto último éramos
especialmente diferentes. Yo ocupaba el lado tímido de la balanza. Se decía en
el barrio que tenía varias novias y que una vez dos de ellas se habían peleado
en la calle por Jesús. Yo sabía que él sólo quería a Magdalena y estaba
convencido que su fama de puta corría por la calle por la envidia de las otras
que veían el caso que Jesús le hacía.
Pero eso agua pasada. En ese
instante sólo me importaba que ya no estaba. Además tenía que ir armándome de
un valor, del que era bien escaso, para contarle a mi madre que ya sólo le
quedaba un hijo. Me atreví a tocarlo en ese momento en el hombro. Me llego una
sensación de frío que me recorrió todo el cuerpo. Algo había pasado dentro de
mí. Sentí dentro una determinación que nunca había tenido. Dejé de llorar y ya
no volví hacerlo. Mis lágrimas no le servirían de nada a mi hermano. Me puse en
pie frente a él.
Mirando fijamente a su cara me
dije que Jesús no había muerto para nada. Al morir de esta forma me había dado
la lección más grande de mi vida y me hizo ver que no era ni admiración, ni
afecto, ni sensación de protección ni ninguna otra tontería lo que sentía por
él. Le estaba mirando sintiendo un profundo amor. Un amor que él, a su manera,
me había demostrado toda su vida. Me di cuenta que podía llamar a Jesús
hermano, pero también podía llamarlo padre.
En mitad de aquella sensación oí
que llegaba un coche y que frenaba bruscamente. Bajaron los dos y Santiago me
dijo que podía estar tranquilo, que Jesús tendría compañía con la cual
entretenerse en el otro barrio. Estaría acompañado por los dos tipos que le
dispararon por la espalda y por el de nuestra banda que le traicionó.
Me contaron que, cuando iban a
por los asesinos de Jesús, vieron a Tadeo que caminaba hacia ellos y los
saludaba. Estos le dieron un fajo de billetes. Dispararon sobre los tres y
recogieron la plata.
Me los entregaron. Vi que eran un
montón de dólares americanos. Esa plata solo podía venir del cartel de la droga
que les suministraba la coca para venderla y les pregunte:
-¿Qué hizo mi hermano para que
los del cartel quisieran matarlo?
Se miraron el uno al otro y Pedro
me dijo:
-Se ve que tu hermano no te contó
nada. Los del cartel se enteraron de tu trabajo en el McDonald´s. Pretendían
convertirlo en un supermercado de coca y que tú suministrases desde allí. Él se
negó. Sabía que tú no querrías y ni se lo planteó. Jesús sólo quería protegerte
a ti como nos protegía a nosotros, incluyendo al cabrón que lo traicionó.
Fue entonces cuando, sintiéndome
especialmente consciente de lo que hacía, me agaché tomé la pistola de mi hermano
y les dije:
- Cuando necesiten que apriete el gatillo me echan un toque.
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