Cuelgo el relato corregido, creo que he avanzado un poquito más respecto a la última versión que te envié Bárbara. Espero que vaya cogiendo un poquito más de forma así, ya me diréis. Y porfa, si se os ocurre algún título... soy tan torpe para eso que no se me ocurren ni para este ni para el otro :(
Llevo tanto tiempo idealizándote que te has convertido
en uno de mis personajes de ficción.
I: La mujer del piano
Está oscuro y hace mucho
frío, estoy recorriendo un pasillo. Puedo ver el final pero no sé dónde
empieza. Estoy en una casa que me resulta familiar pero es como si alguien hubiera movido todas las
habitaciones de sitio. Es de día y aunque las
ventanas son bastante grandes, apenas entra la luz. Se escucha “Kooks” de David
Bowie, el sonido llega desde una de las habitaciones y rebota entre las paredes
vacías de este lugar hasta perderse en el pasillo oscuro por el que avanzo. Will
you stay in our lover’s story?. “Hunky Dory” es el disco favorito de
Miguel. Se escucha una risa, es él pero hay alguien más. De repente, por
primera vez desde que he entrado aquí, siento miedo y se me doblan las
rodillas. Echo a correr buscando la estancia de la que provienen las risas y me
doy cuenta de que, en toda esta casa que parece infinita, no hay un solo
espejo. Escucho una luz tenue y veo ruido. Cuando llego a la habitación del
fondo me encuentro a Miguel, está con una mujer que me da la espalda. Will
you stay in our lover’s story?. If you stay you won’t be sorry.
Abrí los ojos. Fuera llovía y hacía tanto
viento que la ventana de la habitación se había abierto de golpe,
despertándome. Tardé unos segundos en situarme. Miguel dormía a mi izquierda,
tan profundamente que ni se había dado cuenta. El agua estaba entrando, así que
me levanté para cerrar la ventana, que era muy vieja y chirriaba. Aspiré una
bocanada de aire fresco y lo solté con fuerza en un suspiro. Llevábamos poco
más de un mes viviendo aquí y yo todavía no terminaba de acostumbrarme a esta
ciudad. Miré a Miguel que dormía ajeno a la tormenta y el quejido de la madera
hinchada. Me metí en la cama y enrosqué mis pies fríos entre los suyos. Nunca
he podido dormir con los pies fríos o el estómago lleno, tenía pesadillas.
El despertador de Miguel sonó, como cada
mañana, muy temprano. Yo me levantaba todos los días con él para desayunar, y
él se despedía de mí con un beso en la frente. Después esperaba unos segundos
hasta escuchar que cerraba con fuerza la puerta para coger un vaso de cristal y
escaparme a hurtadillas, como si alguien pudiera verme, hacia el baño. Allí
apoyaba el vaso en el suelo y aguardaba hasta que la escuchaba empezar. La
primera vez estaba meando. Caí en la cuenta de que todos los azulejos de mi cuarto
de baño seguían un patrón, en todos se vislumbraba la forma de un rostro triste
y grotesco. Y entonces oí esa melodía, era a piano y aunque no la conocía me
resultaba profundamente familiar, como una nana antigua. Pensé que si alguien
leyera mis textos en voz alta quizá sonarían así. Me hipnotizó, quedé reducida
a un personaje de cuento, una de esas ratas que siguen ciegamente al flautista
de Hamelín. Estuve allí alrededor de una hora, imaginando cómo serían sus
dedos: largos y blancos como los de esa figura de lladró que tenía la yaya en
el recibidor.
Al principio solo la escuchaba un ratito
por las mañanas mientras tocaba el piano. Me gustaba quedarme allí de rodillas
en el suelo frío y pensar en ella, porque estaba segura de que era ella.
Y en cómo sería su rostro cuando tocaba, cuando le daba el sol en los ojos,
cuando le pegaban un empujón en el bus, cuando alguien se le colaba en la caja
del supermercado. Empecé a crearla de cero en mi imaginación, ella me ayudaba a
escribir. Después de mucho tiempo en blanco conseguí retomar mi novela.
Miguel pasaba todo el día en la oficina hasta llegar a casa por la noche y el
clima de esta ciudad no invitaba a dar largos paseos así que, con el tiempo,
comencé a escucharla también un rato después de comer. La oía fregar los platos
mientras tarareaba y a través de la ventana de la cocina me llegaba el olor de
su colada limpia o su café recién hecho. Un día, volviendo de la compra, eché
un vistazo a su buzón. Comprobé que no había nombre. Y la ligera idea de que
aquella enigmática mujer tan solo estuviera de paso me revolvió un poco el
estómago.
II: Intrusos
Hace frío, otra vez el
pasillo oscuro, veo el final pero no el principio. La casa sin espejos, “Kooks”
de David Bowie, Miguel y esa mujer cuyo rostro no consigo distinguir. Tienen el
tocadiscos en marcha. Una náusea me recorre el cuerpo. Empieza en la punta de
los dedos de mis pies descalzos y termina en mi esófago. Quiero gritar pero
cuando abro la boca no se escapa ningún sonido. Miguel me ha visto, veo terror
en sus ojos pero ni rastro de culpa. La mujer se gira hacia mí y yo la miro
directamente a los ojos.
El despertador de Miguel sonó, como cada
mañana, muy temprano. Pero aquella mañana, como desde hacía unas cuantas, yo no
me levanté. Miguel ya no se detenía en la cocina para desayunar y cuando se iba
solo dejaba para mí el rastro del vapor caliente de la ducha y de la colonia
barata que había empezado a usar. Oí un correteo que venía del piso de abajo. Y
entonces recordé. Ella, ya no estaba sola. La última vez descubrí que
tenía compañía, un hombre. Me sentí una intrusa y decidí dejar de escuchar
durante un tiempo. Tiempo durante el cual también dejé de escribir. Pero
aquella mañana, movida por una especie de hilo invisible que me condujo hasta
el baño, volví a mi pequeña rutina. Los rostros tristes y grotescos de los
azulejos me devolvieron la mirada, como si me dieran la bienvenida. Oí música y
suspiros, y me llegó, desde algún lugar, el aroma dulce del azahar. Me imaginé
el largo pasillo hasta su habitación que sin duda sería como el mío. Pero
seguro que ella tenía flores. Yo había intentado llenar la casa de flores en un
par de ocasiones pero olvidaba regarlas y siempre se morían. Y entonces le oí a
él. Reconocería la voz de Miguel a dos manzanas de distancia. Siempre sonaba
enfadado pero en el fondo era muy dulce. Pronunciaba mal la letra ce, cantaba
boleros en la ducha y pensaba en voz alta cuando estaba nervioso. Me di cuenta
de que llevaba un tiempo mordiéndome los padrastros y había empezado a sangrar.
No podía ser él.
III: Miedo
Hace frío, estoy en el
pasillo oscuro, no veo nada pero me llega un intenso olor a flores. Suena
“Kooks” de David Bowie. No quiero avanzar porque sé lo que me espera al final
del pasillo pero no tengo el dominio de mis piernas y cuando llego allí
presencio la escena como cada noche. Miguel, el tocadiscos y la mujer del
rostro aterrador.
Sonó el despertador,
Miguel se tropezó por lo menos tres veces antes de salir de la habitación.
Le oí coger las llaves y marcharse. Aunque me rugía el estómago
había decidido que no saldría de la cama hasta que llegase Miguel por la noche.
Además no me encontraba muy bien, parecía estar incubando una gripe. Y entonces
me llegó, al principio muy leve, el rumor de la melodía de piano. Cogí la
almohada y la apreté fuerte contra mi cabeza. Nunca antes la había oído desde
la habitación. Pensé en sus dedos blancos de porcelana, en cómo acariciaban las
teclas del piano mientras los míos aporreaban las del teclado del ordenador.
Pensé en sus dedos blancos de porcelana, en cómo acariciaban la piel de Miguel
mientras yo entrelazaba mis pies fríos entre los suyos cada noche, buscando
calor. Al final se oía tan fuerte que sentí que estaba aquí, que si alargaba el
brazo podría tocarla. Allí no me podía quedar. Cogí mi abrigo y me lo eché por encima del pijama. Me
calcé en el ascensor ante la mirada extraña de un vecino y salí a la calle.
Estuve dando vueltas toda la mañana y durante un par de horas aquella melodía
me persiguió en mi cabeza hasta que conseguí despistarla entre el ruido de la
lluvia y el tráfico. Desde que llegamos no había dejado de llover un solo día.
En Valencia en aquella época del año las calles ya estarían oliendo a naranjos
en flor y crema solar y aquí todavía teníamos que usar una manta gorda para
dormir. Cuando volví, ya entrada la tarde, coincidí con Miguel en el rellano.
—Me han dejado marcharme
antes, no había casi faena y —el pijama
asomaba tímidamente bajo mi abrigo—
Celeste, estás empapada ¿estás bien?
Le dije que había bajado a que me diera un
poco el aire pero no pareció convencerle mucho mi respuesta. ¿Por qué sentía
que era yo la que tenía que excusarme? Después de cenar nos echamos en el sofá
y me tomó la temperatura dejando caer su mano áspera sobre mi frente
tibia.
—Me preocupas, Celeste, siempre andas por ahí descalza.
Yo no tenía ganas de hablar y encendí la
televisión. En uno de los canales echaban Pulp fiction, la cogimos empezada. No
podríamos contar ni sumando sus dedos con los míos todas las veces que habíamos
visto esta película. Miguel se sabía diálogos enteros. Hablaba por encima de
los personajes poniendo voces divertidas. Jules y Vincent estaban terminando de
limpiar los sesos desparramados del pobre Marvin de los asientos traseros del
coche.
—¿Cuál es la situación
más aterradora que se te ocurre? yo creo que vivir el descolgamiento de un
ascensor o tener que esconder un cadáver —yo no quería decirle que últimamente
pensaba mucho en que me estaba engañando y en cómo rompería uno a uno todos sus
discos de vinilo y que no encontraba nada más aterrador que
eso.
—Perder todas mis bragas
en mitad de un viaje —ni tampoco quise decirle que estar tan lejos del mar me
causaba una claustrofobia terrible y que eso también era aterrador.
—Pues esa es buena —me
acurruqué entre sus brazos y quise decirle muchas cosas y ninguna, y pedirle
que me cogiera de las manos y me besase todos los padrastros.
VI: La casa sin espejos
El frío, el pasillo
oscuro, “Kooks” de David Bowie, el olor a flores, a flores de muerto. Mis pies
que caminan solos, Miguel, el tocadiscos, la mujer aterradora. Will you stay
in our lover’s story? If you stay you won’t be sorry.
Cuando me desperté ya
eran más de las doce del mediodía, la noche anterior me había tomado un
ansiolítico con el vino sin que Miguel me viera. Me dolía todo el cuerpo como
si me hubieran pegado una paliza, las pesadillas habían sido más intensas. Oí un correteo que venía del piso de
abajo, era horrible, como si caminaran con los talones. Una punzada de dolor me
atravesó el cerebro. Como movida por el encanto del flautista de Hamelín me
dirigí hasta el baño y me arrodillé sobre el suelo. Oí risas. Reconocería la
voz de Miguel a dos manzanas de distancia, pero su risa, su risa la reconocería
a kilómetros. Era él. Se reía como cuando veía películas de Will Ferrell o como
cuando empezamos a salir. Cuando me quise dar cuenta estaba apretando el vaso
tan fuerte contra el suelo que crujió y se le abrió un grieta que lo
atravesaba. Como en una especie de trance me subí en el ascensor dispuesta a
pillarle. De repente las luces se apagaron, pero aquel trasto viejo seguía
bajando a toda prisa. Aunque era solo un piso la caída parecía no tener final y
pensé que no habría peor momento para vivir el descolgamiento de un ascensor
que aquel. Frenó en seco, el piloto marcaba solo un piso más abajo y se
encendieron las luces. Cuando llegué la puerta estaba
abierta y una corriente de aire frío emanaba del rellano marcando el camino. Dentro
estaba oscuro, era exactamente como nuestra casa, con sus bonitas molduras, su
enorme recibidor y su largo pasillo. Era exactamente como me lo había
imaginado, todo lleno de flores, de flores de muerto, y sin un solo espejo. Al
fondo, en el salón pude ver el enorme piano, cubierto de polvo, parecía que en
cualquier momento iba a empezar a sonar solo. Esa imagen me provocó un escalofrío y me
frené al instante. Había llegado demasiado lejos. Se escuchaba, muy leve, lo
que parecía un tocadiscos estropeado. Al final del pasillo podía ver un resplandor tenue y bajo la música entrecortada se adivinaba un silencio denso, casi
tangible. Mi cabeza estaba decidiendo qué hacer pero mis pies habían empezado a
caminar solos hacia la luz, como las polillas que vuelan directas hacia la vela
hasta arder en su fuego. Cuando llegué descubrí que tanto la luz como la música
provenían del parpadeo de una pequeña televisión vieja. Mi cerebro, perplejo,
recogió algunos datos, lo único que había en aquella habitación era: la pequeña
televisión, el cadáver de Miguel tendido en el suelo y la figura
encorvada de una mujer sobre el cuerpo sanguinolento. En la tele estaban dando
Pulp Fiction, Vincent y Mia estaban volviendo en coche tras una larga noche. La
mujer sollozaba y yo estaba paralizada. Pareció que se había dado cuenta de mi
presencia porque se giró muy despacito, temblando. Y cuando creía que ya había
visto la cosa más aterradora de toda mi vida comprobé que aquel rostro no era
otro que el mío. Sentí el cosquilleo caliente de mi propia orina recorriendo mi
muslo interior y llegando hasta mis pies descalzos.
—Dios mío, Celeste ¿qué
has hecho? —escuché decir a Miguel justo detrás de mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario