jueves, 23 de abril de 2020


Cuelgo el relato corregido, creo que he avanzado un poquito más respecto a la última versión que te envié Bárbara. Espero que vaya cogiendo un poquito más de forma así, ya me diréis. Y porfa, si se os ocurre algún título... soy tan torpe para eso que no se me ocurren ni para este ni para el otro :( 





Llevo tanto tiempo idealizándote que te has convertido en uno de mis personajes de ficción.

I: La mujer del piano
Está oscuro y hace mucho frío, estoy recorriendo un pasillo. Puedo ver el final pero no sé dónde empieza. Estoy en una casa que me resulta familiar pero es como si alguien hubiera movido todas las habitaciones de sitio. Es de día y aunque las ventanas son bastante grandes, apenas entra la luz. Se escucha “Kooks” de David Bowie, el sonido llega desde una de las habitaciones y rebota entre las paredes vacías de este lugar hasta perderse en el pasillo oscuro por el que avanzo. Will you stay in our lover’s story?. “Hunky Dory” es el disco favorito de Miguel. Se escucha una risa, es él pero hay alguien más. De repente, por primera vez desde que he entrado aquí, siento miedo y se me doblan las rodillas. Echo a correr buscando la estancia de la que provienen las risas y me doy cuenta de que, en toda esta casa que parece infinita, no hay un solo espejo. Escucho una luz tenue y veo ruido. Cuando llego a la habitación del fondo me encuentro a Miguel, está con una mujer que me da la espalda. Will you stay in our lover’s story?. If you stay you won’t be sorry. 

Abrí los ojos. Fuera llovía y hacía tanto viento que la ventana de la habitación se había abierto de golpe, despertándome. Tardé unos segundos en situarme. Miguel dormía a mi izquierda, tan profundamente que ni se había dado cuenta. El agua estaba entrando, así que me levanté para cerrar la ventana, que era muy vieja y chirriaba. Aspiré una bocanada de aire fresco y lo solté con fuerza en un suspiro. Llevábamos poco más de un mes viviendo aquí y yo todavía no terminaba de acostumbrarme a esta ciudad. Miré a Miguel que dormía ajeno a la tormenta y el quejido de la madera hinchada. Me metí en la cama y enrosqué mis pies fríos entre los suyos. Nunca he podido dormir con los pies fríos o el estómago lleno, tenía pesadillas.

El despertador de Miguel sonó, como cada mañana, muy temprano. Yo me levantaba todos los días con él para desayunar, y él se despedía de mí con un beso en la frente. Después esperaba unos segundos hasta escuchar que cerraba con fuerza la puerta para coger un vaso de cristal y escaparme a hurtadillas, como si alguien pudiera verme, hacia el baño. Allí apoyaba el vaso en el suelo y aguardaba hasta que la escuchaba empezar. La primera vez estaba meando. Caí en la cuenta de que todos los azulejos de mi cuarto de baño seguían un patrón, en todos se vislumbraba la forma de un rostro triste y grotesco. Y entonces oí esa melodía, era a piano y aunque no la conocía me resultaba profundamente familiar, como una nana antigua. Pensé que si alguien leyera mis textos en voz alta quizá sonarían así. Me hipnotizó, quedé reducida a un personaje de cuento, una de esas ratas que siguen ciegamente al flautista de Hamelín. Estuve allí alrededor de una hora, imaginando cómo serían sus dedos: largos y blancos como los de esa figura de lladró que tenía la yaya en el recibidor.

Al principio solo la escuchaba un ratito por las mañanas mientras tocaba el piano. Me gustaba quedarme allí de rodillas en el suelo frío y pensar en ella, porque estaba segura de que era ella. Y en cómo sería su rostro cuando tocaba, cuando le daba el sol en los ojos, cuando le pegaban un empujón en el bus, cuando alguien se le colaba en la caja del supermercado. Empecé a crearla de cero en mi imaginación, ella me ayudaba a escribir.  Después de mucho tiempo en blanco conseguí retomar mi novela. Miguel pasaba todo el día en la oficina hasta llegar a casa por la noche y el clima de esta ciudad no invitaba a dar largos paseos así que, con el tiempo, comencé a escucharla también un rato después de comer. La oía fregar los platos mientras tarareaba y a través de la ventana de la cocina me llegaba el olor de su colada limpia o su café recién hecho. Un día, volviendo de la compra, eché un vistazo a su buzón. Comprobé que no había nombre. Y la ligera idea de que aquella enigmática mujer tan solo estuviera de paso me revolvió un poco el estómago.

II: Intrusos
Hace frío, otra vez el pasillo oscuro, veo el final pero no el principio. La casa sin espejos, “Kooks” de David Bowie, Miguel y esa mujer cuyo rostro no consigo distinguir. Tienen el tocadiscos en marcha. Una náusea me recorre el cuerpo. Empieza en la punta de los dedos de mis pies descalzos y termina en mi esófago. Quiero gritar pero cuando abro la boca no se escapa ningún sonido. Miguel me ha visto, veo terror en sus ojos pero ni rastro de culpa. La mujer se gira hacia mí y yo la miro directamente a los ojos.

El despertador de Miguel sonó, como cada mañana, muy temprano. Pero aquella mañana, como desde hacía unas cuantas, yo no me levanté. Miguel ya no se detenía en la cocina para desayunar y cuando se iba solo dejaba para mí el rastro del vapor caliente de la ducha y de la colonia barata que había empezado a usar. Oí un correteo que venía del piso de abajo. Y entonces recordé. Ella, ya no estaba sola. La última vez descubrí que tenía compañía, un hombre. Me sentí una intrusa y decidí dejar de escuchar durante un tiempo. Tiempo durante el cual también dejé de escribir. Pero aquella mañana, movida por una especie de hilo invisible que me condujo hasta el baño, volví a mi pequeña rutina. Los rostros tristes y grotescos de los azulejos me devolvieron la mirada, como si me dieran la bienvenida. Oí música y suspiros, y me llegó, desde algún lugar, el aroma dulce del azahar. Me imaginé el largo pasillo hasta su habitación que sin duda sería como el mío. Pero seguro que ella tenía flores. Yo había intentado llenar la casa de flores en un par de ocasiones pero olvidaba regarlas y siempre se morían. Y entonces le oí a él. Reconocería la voz de Miguel a dos manzanas de distancia. Siempre sonaba enfadado pero en el fondo era muy dulce. Pronunciaba mal la letra ce, cantaba boleros en la ducha y pensaba en voz alta cuando estaba nervioso. Me di cuenta de que llevaba un tiempo mordiéndome los padrastros y había empezado a sangrar. No podía ser él.

III: Miedo
Hace frío, estoy en el pasillo oscuro, no veo nada pero me llega un intenso olor a flores. Suena “Kooks” de David Bowie. No quiero avanzar porque sé lo que me espera al final del pasillo pero no tengo el dominio de mis piernas y cuando llego allí presencio la escena como cada noche. Miguel, el tocadiscos y la mujer del rostro aterrador.

Sonó el despertador, Miguel se tropezó por lo menos tres veces antes de salir de la habitación. Le oí coger las llaves y marcharse. Aunque me rugía el estómago había decidido que no saldría de la cama hasta que llegase Miguel por la noche. Además no me encontraba muy bien, parecía estar incubando una gripe. Y entonces me llegó, al principio muy leve, el rumor de la melodía de piano. Cogí la almohada y la apreté fuerte contra mi cabeza. Nunca antes la había oído desde la habitación. Pensé en sus dedos blancos de porcelana, en cómo acariciaban las teclas del piano mientras los míos aporreaban las del teclado del ordenador. Pensé en sus dedos blancos de porcelana, en cómo acariciaban la piel de Miguel mientras yo entrelazaba mis pies fríos entre los suyos cada noche, buscando calor. Al final se oía tan fuerte que sentí que estaba aquí, que si alargaba el brazo podría tocarla.  Allí no me podía quedar. Cogí mi abrigo y me lo eché por encima del pijama. Me calcé en el ascensor ante la mirada extraña de un vecino y salí a la calle. Estuve dando vueltas toda la mañana y durante un par de horas aquella melodía me persiguió en mi cabeza hasta que conseguí despistarla entre el ruido de la lluvia y el tráfico. Desde que llegamos no había dejado de llover un solo día. En Valencia en aquella época del año las calles ya estarían oliendo a naranjos en flor y crema solar y aquí todavía teníamos que usar una manta gorda para dormir. Cuando volví, ya entrada la tarde, coincidí con Miguel en el rellano.

—Me han dejado marcharme antes, no había casi faena y —el pijama asomaba tímidamente bajo mi abrigo Celeste, estás empapada ¿estás bien?

Le dije que había bajado a que me diera un poco el aire pero no pareció convencerle mucho mi respuesta. ¿Por qué sentía que era yo la que tenía que excusarme? Después de cenar nos echamos en el sofá y me tomó la temperatura dejando caer su mano áspera sobre mi frente tibia. 

Me preocupas, Celeste, siempre andas por ahí descalza. 

Yo no tenía ganas de hablar y encendí la televisión. En uno de los canales echaban Pulp fiction, la cogimos empezada. No podríamos contar ni sumando sus dedos con los míos todas las veces que habíamos visto esta película. Miguel se sabía diálogos enteros. Hablaba por encima de los personajes poniendo voces divertidas. Jules y Vincent estaban terminando de limpiar los sesos desparramados del pobre Marvin de los asientos traseros del coche.

—¿Cuál es la situación más aterradora que se te ocurre? yo creo que vivir el descolgamiento de un ascensor o tener que esconder un cadáver —yo no quería decirle que últimamente pensaba mucho en que me estaba engañando y en cómo rompería uno a uno todos sus discos de vinilo y que no encontraba nada más aterrador que eso.

—Perder todas mis bragas en mitad de un viaje —ni tampoco quise decirle que estar tan lejos del mar me causaba una claustrofobia terrible y que eso también era aterrador.

—Pues esa es buena —me acurruqué entre sus brazos y quise decirle muchas cosas y ninguna, y pedirle que me cogiera de las manos y me besase todos los padrastros.

VI: La casa sin espejos
El frío, el pasillo oscuro, “Kooks” de David Bowie, el olor a flores, a flores de muerto. Mis pies que caminan solos, Miguel, el tocadiscos, la mujer aterradora. Will you stay in our lover’s story? If you stay you won’t be sorry.

Cuando me desperté ya eran más de las doce del mediodía, la noche anterior me había tomado un ansiolítico con el vino sin que Miguel me viera. Me dolía todo el cuerpo como si me hubieran pegado una paliza, las pesadillas habían sido más intensas. Oí un correteo que venía del piso de abajo, era horrible, como si caminaran con los talones. Una punzada de dolor me atravesó el cerebro. Como movida por el encanto del flautista de Hamelín me dirigí hasta el baño y me arrodillé sobre el suelo. Oí risas. Reconocería la voz de Miguel a dos manzanas de distancia, pero su risa, su risa la reconocería a kilómetros. Era él. Se reía como cuando veía películas de Will Ferrell o como cuando empezamos a salir. Cuando me quise dar cuenta estaba apretando el vaso tan fuerte contra el suelo que crujió y se le abrió un grieta que lo atravesaba. Como en una especie de trance me subí en el ascensor dispuesta a pillarle. De repente las luces se apagaron, pero aquel trasto viejo seguía bajando a toda prisa. Aunque era solo un piso la caída parecía no tener final y pensé que no habría peor momento para vivir el descolgamiento de un ascensor que aquel. Frenó en seco, el piloto marcaba solo un piso más abajo y se encendieron las luces. Cuando llegué la puerta estaba abierta y una corriente de aire frío emanaba del rellano marcando el camino. Dentro estaba oscuro, era exactamente como nuestra casa, con sus bonitas molduras, su enorme recibidor y su largo pasillo. Era exactamente como me lo había imaginado, todo lleno de flores, de flores de muerto, y sin un solo espejo. Al fondo, en el salón pude ver el enorme piano, cubierto de polvo, parecía que en cualquier momento iba a empezar a sonar solo. Esa imagen me provocó un escalofrío y me frené al instante. Había llegado demasiado lejos. Se escuchaba, muy leve, lo que parecía un tocadiscos estropeado. Al final del pasillo podía ver un resplandor tenue y bajo la música entrecortada se adivinaba un silencio denso, casi tangible. Mi cabeza estaba decidiendo qué hacer pero mis pies habían empezado a caminar solos hacia la luz, como las polillas que vuelan directas hacia la vela hasta arder en su fuego. Cuando llegué descubrí que tanto la luz como la música provenían del parpadeo de una pequeña televisión vieja. Mi cerebro, perplejo, recogió algunos datos, lo único que había en aquella habitación era: la pequeña televisión, el cadáver de Miguel tendido en el suelo y la figura encorvada de una mujer sobre el cuerpo sanguinolento. En la tele estaban dando Pulp Fiction, Vincent y Mia estaban volviendo en coche tras una larga noche. La mujer sollozaba y yo estaba paralizada. Pareció que se había dado cuenta de mi presencia porque se giró muy despacito, temblando. Y cuando creía que ya había visto la cosa más aterradora de toda mi vida comprobé que aquel rostro no era otro que el mío. Sentí el cosquilleo caliente de mi propia orina recorriendo mi muslo interior y llegando hasta mis pies descalzos.

—Dios mío, Celeste ¿qué has hecho? —escuché decir a Miguel justo detrás de mí.

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