SHPRESA
El
ruido de las escobillas giratorias lo despertó. Todavía era de noche, aunque la
ciudad llevaba un rato despierta. Estiró el brazo y palpó entre los cartones hasta
que encontró lo que andaba buscando. Se incorporó, apartó la pestilente manta
que lo cubría, y apuró el poco vino que le había sobrado del día anterior. Hizo
una mueca de asco y tiró el cartón de vino. Apenas podía abrir los ojos. Tenía
las pestañas entrelazadas, como si hubieran inyectado litros de pegamento. Junto
al ruido de las escobillas sonaban unos agudos pitidos a intervalos. Se limpió
los ojos con los dedos sucios y, a través del seto, pudo distinguir una figura
que se dirigía hacia él. Llevaba unas grandes gafas que ocultaban su rostro y
un mono abombado desde el cuello hasta las rodillas, donde terminaba el tiro
alto de unas botas impermeables. La figura agarraba con las manos un tubo de
color negro, cuya boca olisqueaba en zigzag el imperturbable suelo. Cerca del
seto, la figura se dio la vuelta y una nube de polvo y hojas lo envolvió todo.
En un acto reflejo metió la cabeza entre las piernas, aguantó la respiración, y
se abrazó a sí mismo. En un primer momento sólo había oscuridad y mucho ruido.
Pero luego aparecieron por su cabeza aquellas imágenes, las imágenes de paredes
desconchadas, de coches carbonizados, de uniformes repletos de botones, de
gente despavorida corriendo por las calles… y luego aquella niña, una niña en
medio del caos, con el pelo enmarañado, que lo miraba directamente a los ojos,
directamente. Shpresa empezó a sentir como le retumbaba el corazón entre las
dos clavículas. Levantó de súbito la cabeza y volvió al lugar tétrico donde
había mal dormido esa noche, entre la sombra de una pared y un seto descuidado.
A cuatro patas atravesó las ramas enrevesadas del seto y alcanzó el pavimento. Un
diminuto coche de la limpieza, con su luz amarilla en el techo y envuelto por
una cuadrilla de limpiadores, se alejaba lentamente, dejando tras de sí un
suelo mojado y aparentemente limpio.
La
avenida Blasco Ibáñez estaba prácticamente vacía. Las farolas todavía escupían
luz y esporádicos coches circulaban por el asfalto. Apenas se veían
transeúntes. En las últimas semanas, Shpresa dormía, junto a otros desdichados mendigos,
en la zona de facultades, cerca del Hospital Clínico. Sabía que, en menos de
una hora, aquel silencio y aquella paz se iban a convertir en un vaivén de
vehículos y estudiantes apresurados colapsando la avenida. Cruzó los carriles
hasta alcanzar la zona ajardinada, que se extendía entre las calzadas de
circulación, y se dejó caer en un banco de piedra, a los pies de una arboleda.
Tenía
la lengua más seca que sus agujereadas zapatillas y sentía como si unas tenazas
le constriñeran las sienes. Ayer se volvió a exceder con el vino, como iba
siendo costumbre. Un desconsolado vacío retumbó en su estómago. Llevaba demasiado
tiempo sin ingerir algo sólido y no le quedaban monedas con las que comprarse
algo con que mitigar el hambre, las últimas las había derrochado en un vino de
mesa asqueroso. Los supermercados aún no estaban abiertos y no podía
acurrucarse delante de sus puertas automáticas y tantear la suerte. No le
gustaba en absoluto pedir limosna, pero sus opciones se agotaban. El único día
fácil fue ayer, se decía antes de acomodar su maltrecho cuerpo en las puertas
de los supermercados.
Pensó
en buscar una calle y sacar unas monedas como gorrilla, pero no estaba para
eso. Además, la última experiencia le había costado la fractura del tabique
nasal. Durante un tiempo compartió una calle con un senegalés. Se la
repartieron por mitades, a la altura de una casa de comidas. Movía el brazo
durante todo el día, como si fuera el péndulo de un clásico reloj de pared.
Cada uno ganaba lo que recibía en su tramo. El acuerdo funcionó bien hasta que
el senegalés quiso cambiar, decía que se ganaba más dinero en su lado. Y como
fue el primero en trabajar en toda la calle, Shpresa pensó que tenía derecho a
pedir un cambio. Realmente el negro llegó primero a la calle y dejó que
trabajara con él. Era justo. Además, hasta entonces, se habían entendido bien.
Pero luego también quiso modificar el punto que dividía la calle, decía que no
eran iguales, y ahora no podía aceptar. Sabía cómo funcionaba aquello. Si
continuaba cediendo pronto querría una parte de su recaudación. Vivir en la
calle tenía sus propias reglas o ninguna, depende de con quién te toparas. En
plena discusión, el senegalés se volvió violento y al final tuvo que sacudirle.
Aunque se alimentaba peor que una rata y tenía la sangre macerada en alcohol,
Shpresa todavía seguía siendo un hombre fuerte, conservaba esa fuerza que la
naturaleza le había regalado sin más, la misma que en la guerra resultó letal
en el cuerpo a cuerpo. Al día siguiente el negro volvió con cuatro más y no
pudo defenderse. Recibió una buena tunda, y si no fuese por la intervención de
la policía quizá no lo hubiera contado. Alguna vez todavía le dolía el hueso
roto de la nariz.
La
oscuridad final de la noche se quebraba con cada paso y la luz amarillenta de
las farolas se apagó de golpe. Shpresa caminaba despacio con las manos
resguardadas en una vieja chaqueta de pana. Se acercaba el invierno y la mañana
picaba por el frio. A pesar de rondar
los cuarenta, sus huesos le protestaban cada miserable día y el dolor se había
convertido en un molesto aliado que no se separaba nunca de él.
Llegó
al parque de Viveros. El sonido de los motores y el claxon de los coches se
fueron apaciguando a medida que se adentraba en ese bosque urbano. Ahora podía
oír el rumor de los árboles y sus pisadas por el camino polvoriento. Pasó por
delante de la pajarería sin apenas doblar la mirada. Todavía sentía la cabeza
atenazada y no hubiera tolerado el piar estridente de las aves enjauladas.
Otras veces se habría detenido a curiosear las cotorras, los canarios de
colores, los aratingas. Le gustaban. Pero hoy no era el día.
Un tipo
alto y delgado, de piel morena, colocaba unas mesas y sillas de plástico en
frente de la pared del museo de ciencias naturales. Se desplazaba con
movimientos rápidos y, a pesar de la temperatura, vestía una camiseta de manga
corta por debajo del delantal.
-Sentate,
anda, que os pongo un café caliente.
Shpresa
miraba a su viejo amigo, cómo iba y venía, lo preparaba todo: montaba las mesas
y las sillas de la terraza del kiosco-bar, colocaba los paneles informativos de
precios, barría la hojarasca del suelo. Siempre muy eficiente. Se conocían
desde hacía muchos años. Coincidieron como peones en una empresa de
construcción. Conectaron en seguida y compartieron un pequeño apartamento en
las afueras de la ciudad. Nico era argentino, fue uno de los afectados por la
crisis económica en su país y tuvo que emigrar buscando mejor fortuna. La
convivencia los unió mucho, se llegaron a sentir como hermanos. Luego el
argentino se enamoró de María y se marchó a vivir con ella. Cuando la empresa
de construcción se fue al garete, Nico pudo capear mejor el temporal. María fue
como la luz del faro en las noches de tormenta y una luz como aquella le
hubiera venido muy bien entonces.
-No tenes
buena cara- Nico puso sobre la mesa una taza de café y unas madalenas, se
sentó- Hace tiempo que no venís por aquí. Sabes que siempre que pueda aquí no
te faltará comida.
Nico lo
miraba con cara de preocupación. Shpresa sentía sus ojos clavados en él y
agachaba la cabeza, evitaba mirarlo.
-Oye,
de verdad, sabes que si pudiera… vos podrías venir a mi casa… pero no puedo… No
puedo arriesgarme… no desde la última vez.
Shpresa
sabía que su amigo era sincero.
-Lo sé.
Fue otra cagada más.
-Vamos,
pibe. Vos sos un luchador, un gregario, ¡un soldado! En peores situaciones habes
estado. ¡Sólo tenes que confiar en vos! Algo de camarero podría salirte. Podría
hablar con mi jefe, que tiene varios bares y, a lo mejor, cuando haya un hueco,
vos podrías trabajar en alguno. Pero… para eso tenes que dejarlo. Tenes que
dejarlo de verdad… Y asearte un poco- sonrió
Sabía
perfectamente a que se refería. Tenía que dejar de beber. Lo había intentado
muchas veces, pero no podía.
-Nico
–sorbió el café despacio; Shpresa estuvo a punto de contarle que las últimas
semanas había estado perdido más de la cuenta, que no había dejado de beber ni
un solo día, que las pesadillas habían vuelto con más insistencia y que no
albergaba ninguna esperanza acerca del futuro, pero no le contó nada, quizás ya
lo imaginaba- ¿cómo está tu hijo?
- Está
bien. Estos mocosos crecen muy rápido. Sabes, …
Shpresa
deambulada perezoso por los jardines. Los primeros rayos del día se filtraban
sinuosos por las hojas de los árboles y pintaban el suelo arenoso de motas de
colores. Las aguas de la fuente de la rosaleda bailaban al compás de una música
de charanga y grupos de escolares caminaban apiñados, deteniéndose y
arrancando, siguiendo las explicaciones de sus maestros. Las madalenas y el
café le habían sentado bien y se encontraba más despejado.
Nico, y
su mujer, lo acogieron en su casa. Fue un gesto que no olvidaría nunca. No
encontraba trabajo y cuando agotó todas las prestaciones sociales no pudo
asumir el alquiler del piso. Nico tenía una familia, un hijo, y aun así no se
desentendió de él. Tenía suerte de contar con María. Las mujeres que se habían
cruzado por su vida las podía contar con los dedos de la mano. Nada serio y
poco duradero. Ya no recordaba la calidez de un abrazo, ni el olor de un
perfume de lavanda, o unas curvas sudorosas restregándose sobre él. Bajó la
hospitalidad de su amigo, revivió lo que significaba tener una familia, el
calor de un hogar. Al principio, funcionó. Pero el tiempo fue transcurriendo y
su vida no progresaba en ningún sentido, se empezó a sentir un extraño, encontrar
trabajo era misión imposible, las pesadillas volvieron, la bebida,… Se marchó,
por voluntad propia o por sugerencia velada de su amigo, y así, sin más, dio
con sus huesos en la calle.
El único día fácil fue ayer, se dijo el primer
día que tuvo que dormir en la calle. Era la frase que utilizaba en los momentos
duros, la que grabó en su memoria en los años de guerra. Uno de los capitanes
bajo cuyas órdenes sirvió la repetía constantemente a sus soldados en los
momentos más difíciles, en aquellos que suponían un salto al vacío y la
decisión tomada significaba que el combate era inevitable y la muerte acechaba
alrededor.
A veces
pensaba que estaba viviendo un mal sueño y que, en cualquier momento, se
despertaría, otra vez, siendo un niño, en el estrecho piso de su natal
Pristina. Era el pequeño de cuatro hermanos, todos chicos. Tenía recuerdos muy
frescos de su infancia, una infancia feliz y despreocupada, alegre, como la
mayoría de los niños. Hasta que estalló la guerra y todo cambió, la burbuja
explotó. Los Balcanes se convirtieron en un polvorín y a todos les toco
participar en aquel macabro juego de vida o muerte. Primero fueron sus hermanos
y luego le llegó su turno. De ser un adolescente con acné pasó a ser un soldado
de la guerra, un instrumento por y para la destrucción. Recuerda a su madre
llorando en la puerta de casa antes de enrolarse en el ejército. Ella intuía
que iba a perder a su último hijo, y acertó.
“Amigo
relaja, amigo”, oyó una voz. Se había quedado dormido, sentado en el suelo, con
la espalda apoyada en la pared del supermercado. En frente, en una silla
plegable, bajo un naranjo ornamental, estaba la mujer gitana, con su pañuelo en
la cabeza. “Seguro que has tenío una pesadilla u argo así”. Shpresa se llevó la
mano al pecho: el corazón estaba desbocado. Respiró hondamente para calmarse.
La mujer gitana lo miraba tranquila. Era una mujer lista, intentando sobrevivir
como todos. Seleccionaba con buen tino los clientes. Cuando iban a entrar, endulzaba
la cara y les pedía algo para comer y algo recibía. Shpresa la conocía de otras
veces. Con lo que recogía estaba seguro que nutría a más de una familia, o lo
vendía, quien sabe. Normalmente la gitana le daba comida. Le decía: “Búlgaro,
estás mu flaco. Me tienes que comer ma.” Alguna vez le había dicho que no era
búlgaro, que era serbio, pero sabía que ella no distinguía una cosa de la otra,
y al final daba lo mismo.
Las
pesadillas no lo dejaban descansar. Pocas veces le daban alguna tregua.
Aparecieron tras la guerra, unos años después, cuando todo se complicó y al
final tuvo que marcharse. La convivencia en su país, o lo que había quedado de
él, era imposible. Se habían firmado los tratados de paz, pero no había paz, ni
perdón, ni mucho menos reconciliación en la gente. Mucho odio y mucho rencor.
Apenas le quedaba familia: unos estaban muertos, otros no se hablaban. Su madre
fue quien sugirió que tenía que empezar en otra parte. Cuando llegó a España
las cosas fueron saliendo poco a poco. Pero llegó la crisis y con ella todo lo
demás.
La cara
de la niña era lo que más lo atormentaba. La tenía grabada a fuego. Siempre se
le aparecía en sueños y lo miraba con esos ojos que lo hacían palidecer.
Durante la guerra había golpeado, matado, había presenciado escenas
terroríficas, pero ella era la que le infundía auténtico pavor. Recuerda bien
aquel día, a pesar de que habían pasado casi veinte años. Las órdenes eran
reunir a todos en la plaza del pueblo. Persiguió a unos desalmados por los
bosques que intentaban escapar y los llevó a empujones. Una vez reunidos
empezaron a dividirlos. Por un lado, los hombres. Por otro, las mujeres, los
niños y los ancianos. Vio a una niña que seguía en los brazos de su padre.
Quiso separarlos, pero el padre se resistió. Lo golpeó con la culata en la boca
y el hombre se quedó tirado en el suelo, con la sangre saliéndole a borbotones.
Cogió a la niña que, sorprendentemente no lloraba, y la llevó al autobús. La
niña lo miraba, lo miraba fijamente. Debía de saber que nunca más volvería a
ver a su padre. Shpresa nunca hubiera adivinado que esa mirada le iba a
acompañar durante el resto de su vida.
Caía la
tarde y la temperatura había descendido unos grados. La gente entraba y salía
por las puertas automáticas del supermercado. Unos lo miraban de reojo. Otros
ni eso. Algún niño, movido por la curiosidad, se aproximaba más de lo debido,
pero era interceptado a tiempo por sus progenitores. El vaso de plástico ya
tenía algunas monedas: unos cuatro euros. Suficiente, pensó. Se despidió de la
gitana y se marchó.
Siguiendo
la calle había otro supermercado. Compró dos cartones de vino. No le gustaba
comprar la bebida donde había mendigado. Manías. Aunque, de todas formas, podía
intuir lo que pensaban los demás: que era un mísero borracho. Pero le daba
igual, todo le importaba un bledo.
Llegó a
Pont de Fusta. Cruzó las vías del tranvía y se sentó fuera de las pistas de
baloncesto. Las canchas estaban llenas de chavales. Abrió uno de los cartones y
empezó a beber. El vino era asqueroso, aunque estaba acostumbrado. La gitana le
había dado unos panecillos y un envase de mortadela, y se preparó unos bocatas
mientras observaba cómo los muchachos jugaban. Tres contra tres. Los que
perdían, salían, y entraban otros tres. A Shpresa le gustaba el baloncesto, jugaba
en un equipo cuando iba al colegio. A pesar de su altura tenía un buen
movimiento de piernas y buen lanzamiento y solía ser de los máximos anotadores
en los partidos. Se terminó un cartón y empezó otro. El vino empezaba a surtir
efecto y sentía calores por todo el cuerpo, también una falsa sensación de
seguridad. Miraba entusiasmado el juego. Bote, bote, pase, lanzamiento. Esos
son dobles, gritó. Otra vez: bote, bote, cinta. A veces los cuerpos chocaban y
alguno se iba al suelo. Se puso en pie, estaba excitado, y empezó a dar órdenes
como si fuese el entrenador. ¡Cubre, cubre! Algún chaval lo miraba extrañado.
Shpresa se metió en la pista mientras seguía dando alaridos. Estaba fuera de
sí. Un chaval intentó una canasta de tres puntos y el balón no entró. ¡No así
no!, gritó desaforado. Los chavales se quedaron inmóviles, todos se detuvieron.
El serbio fue tambaleándose hacia la bola mientras hablaba de manera
ininteligible. No conseguía vocalizar. La agarró y fue a la línea de tres,
donde había errado el muchacho. Dijo otras palabras, que tampoco se
entendieron, y con mucho esfuerzo lanzó la bola. Rozó el aro. La bola botaba en
el suelo y el serbio no distinguía si había una o más. La cogió como pudo y volvió
a la línea de tres. Miró la canasta, miró el aro, y quiso intentarlo, lanzar la
maldita bola de nuevo, pero estaba tan borracho que la bola apenas alcanzó un
par de metros.
El
resto del día vagabundeó por las vías del tranvía, por las calles, por las plazas.
No le quedaba más vino que echarse en el cuerpo. Cuando resonaban en su cabeza
las risas de los chavales de las pistas intentaba aplacarlas entonando antiguas
canciones serbias que aún recordaba. A veces se paraba, balanceándose como una
peonza, no sabiendo por dónde tirar. El suelo se movía, los edificios se
movían, la ciudad era una puta noria. No se encontraba en condiciones de volver
a donde estaba durmiendo las últimas semanas. Se tumbó boca arriba en un banco
de un parque infantil y contempló el cielo oscurecido. No conseguía ver ninguna
estrella, desde esta maldita ciudad nunca se veía ninguna estrella. Finalmente
se quedó dormido.
Una
arcada nacida de lo más profundo lo convulsionó. Vomitó sobre las planchas de
goma que amortiguan las caídas de los niños, esas planchas que evitan que los
niños lloren, como que una caída no debiera doler, y una laguna de bilis y
trozos de mortadela y pan se esparcieron por el suelo. Era de madrugada. A su
alrededor todo seguía en movimiento. Empezó a caminar para ver si se recomponía
un poco. No había nadie a esas horas. Después de un corto paseo, se metió en
una calleja oscura. Al pasar por la entrada de un garaje oyó unos ruidos.
Ruidos sordos, amortiguados. Su viejo instinto sintió curiosidad y se asomó a
la boca del garaje, que descendía pronunciadamente hasta una puerta de metal.
Al fondo pudo distinguir unas sombras que se movían. Se adentró más. Se dio
cuenta de lo que estaba pasando. Un individuo de pie, excitado, se movía y
gesticulaba como un niño antes de abrir un regalo en Navidad. Otro, con los
pantalones por los tobillos, que parecía una bola de sebo, estaba tumbado
encima de un cuerpo desnudo. Su culo gordo brincaba contra la cintura flácida
de la víctima, que no se movía. El que estaba de pie se giró y le espetó
alterado que se fuera. Puto vagabundo, lárgate de aquí, decía. Fuera cabrón,
que te rajo, y exhibió una diminuta navaja de cinco centímetros de hoja. El
serbio hizo ademán de retirarse, pero no pudo. Algo se revolvía en su interior.
Quería ver el cuerpo, que parecía de una chica joven, verle la cara, no sabía
por qué. Apartó con sus brazos al tipo de la navaja y pudo ver a la chica que tenía
los ojos cerrados, el rostro inexpresivo. Sus mechones de pelo se movían por el
suelo hacia arriba y hacia abajo, como la corriente del mar en la orilla de la
playa. La mano del gordo le tapaba la boca. Que pasa, quieres mirar, eres un
pervertido, ¡ehhh cabrón! El serbio se quedó quieto, viendo al gordo sobre
ella, jadeando como un cerdo en celo. Las náuseas anteriores habían vuelto pero
esta vez no tenían nada que ver con el vino. El gordo aceleró los movimientos
de su culo y se paró en seco, mientras resoplaba como un toro. Se puso de
rodillas con una sonrisa de oreja a oreja y el otro tipo se empezó a bajar los
pantalones. La chica se quedó planchada en el suelo, con las piernas abiertas.
Shpresa se hubiera marchado si no es porque en ese momento la chica abrió los
ojos y cruzaron la mirada. Quedó petrificado. Esos ojos los había visto en alguna
parte, eran muy familiares. El corazón le iba a salir por la boca, no podía
creerlo. ¡Sí, eran los ojos de la niña del autobús, la niña que arrancó de los
brazos de su padre y la metió en aquel puto autobús! Él sólo cumplía órdenes,
no hacía nada malo.
El
único día fácil fue ayer, pensó antes de abalanzarse sobre el gordo y agarrar
su grasiento y sudoroso cuello con ambas manos y apretar con toda su alma.
Apretó y apretó todo lo que pudo, hasta que unas afiladas punzadas en su
espalda le arrebataron la fuerza. Cayó al lado de la chica y se golpeó la
cabeza contra el suelo, perdiendo por un instante el conocimiento. Cuando el
serbio volvió en sí aquellos individuos ya no estaban. Intentó levantarse, pero
no pudo. No podía mover las piernas y una sensación de humedad iba recorriendo
su espalda y llegaba hasta sus hombros. Giró el cuello para ver de nuevo la
cara de la chica, que ahora tenía los ojos cerrados. A pesar de la oscuridad y
a pesar de que empezaba a sentir por el cuerpo un frio inquietante, le pareció
uno de los rostros más inmaculados e inocentes que había visto nunca. El serbio
sonrió por última vez. Por fin, iba a poder devolverla a los brazos de su
padre, que seguro que la debía de estar esperando.
FIN
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