martes, 2 de junio de 2020

La casa sin espejos



Llevo tanto tiempo idealizándote que te has convertido en uno de mis personajes de ficción.

I: La mujer del piano

Está oscuro y hace mucho frío. Estoy recorriendo un pasillo. Puedo ver el final, pero no sé dónde empieza. Estoy en una casa que me resulta familiar, pero es como si alguien hubiera movido todas las habitaciones de sitio. Es de día y aunque las ventanas son bastante grandes, apenas entra la luz. Se escucha una canción: Kooks, de David Bowie. El sonido llega desde una de las habitaciones y rebota entre las paredes vacías de este lugar hasta perderse en el pasillo oscuro por el que avanzo. Will you stay in our lover’s story? “Hunky Dory” es el disco favorito de Miguel. Se escucha una risa. Es él, pero hay alguien más. De repente, por primera vez desde que he entrado aquí, siento miedo y se me doblan las rodillas. Echo a correr buscando la estancia de la que proviene la música y me doy cuenta de que, en toda esta casa que parece infinita, no hay un solo espejo. Escucho una luz tenue y veo ruido. Cuando llego a la habitación del fondo, me encuentro a Miguel. Está con una mujer que me da la espalda. Will you stay in our lover’s story? If you stay you won’t be sorry. 

Abrí los ojos. Fuera llovía y hacía tanto viento que la ventana de la habitación se había abierto de golpe, despertándome. Tardé unos segundos en situarme. Miguel dormía a mi izquierda, tan profundamente que ni se había dado cuenta. El agua estaba entrando, así que me levanté para cerrar la ventana, que era muy vieja y chirriaba. Aspiré una bocanada de aire fresco y lo solté con fuerza en un suspiro. Llevábamos poco más de un mes viviendo aquí y yo todavía no terminaba de acostumbrarme a esta ciudad. Miré a Miguel que dormía ajeno a la tormenta y al quejido de la madera hinchada. Y quise pellizcarle cada trozo de piel desnuda que asomaba por fuera de la manta. Me metí en la cama y enrosqué mis pies fríos entre los suyos. Nunca he podido dormir con los pies fríos o el estómago lleno, tengo pesadillas.


El despertador de Miguel sonó, como cada mañana, muy temprano. Yo me levantaba todos los días con él para desayunar, y él se despedía de mí con un beso en la frente. Después, esperaba unos segundos hasta escuchar que cerraba con fuerza la puerta. Cogía un vaso de cristal y me escapaba a hurtadillas, como si alguien pudiera verme, hacia el baño. Allí apoyaba el vaso en el suelo y aguardaba hasta que la escuchaba empezar. La primera vez estaba meando. Caí en la cuenta de que todos los azulejos de mi cuarto de baño seguían un patrón, en todos se vislumbraba la forma de un semblante triste y grotesco. Y entonces oí esa melodía, era a piano y aunque no la conocía, me resultaba profundamente familiar, como una nana antigua. Pensé que, si alguien leyera mis textos en voz alta, sonarían así. Me hipnotizó. Desde entonces, quedé reducida a un personaje de cuento, una de esas ratas que siguen ciegamente al flautista de Hamelín. Estuve allí alrededor de una hora, imaginando cómo serían sus dedos: largos y blancos, como los de esa figura de Lladró que tenía la yaya en el recibidor.

Al principio solo la escuchaba un ratito por las mañanas, cuando tocaba el piano. Me gustaba quedarme allí de rodillas, en el suelo frío, y pensar en ella. Porque estaba segura de que era ella. Y pensar en cómo sería su rostro cuando tocaba, cuando le daba el sol en los ojos, cuando alguien se le colaba en la caja del supermercado, cuando le daban una mala noticia o le partían el corazón. Empecé a crearla de cero en mi imaginación. Ella me ayudaba a escribir. Después de mucho tiempo en blanco, retomé mi novela. Miguel pasaba todo el día fuera, en la oficina, y el clima de esta ciudad no invitaba a dar largos paseos. Así que, con el tiempo, comencé a escucharla también después de comer. La oía fregar los platos mientras tarareaba y a través de la ventana de la cocina me llegaba el olor de su colada limpia o de su café recién hecho. Un día, volviendo de la compra, eché un vistazo a su buzón. Observé que estaba lleno de polvo y que no había nombre, postales, ni si quiera cartas de Hacienda. Y la más ligera posibilidad de que aquella enigmática mujer tan solo existiera en mi imaginación me revolvió el estómago.



II: Intrusos

Hace frío. Estoy otra vez en el pasillo oscuro. Veo el final pero no el principio. Miguel y esa mujer cuyo rostro no consigo distinguir. Tienen un tocadiscos en marcha, suena “Kooks” de David Bowie. Una náusea me recorre el cuerpo. Empieza en la punta de los dedos de mis pies descalzos y termina en mi esófago. Quiero gritar, pero cuando abro la boca, no se escapa ningún sonido. Miguel me ha visto, veo terror en sus ojos, pero ni rastro de culpa. La mujer se gira hacia mí.


El despertador de Miguel sonó. Pero aquella mañana yo no me levanté. Últimamente Miguel ya no se detenía en la cocina para desayunar conmigo. Y cuando se iba, solo dejaba para mí el rastro caliente del vapor y la colonia barata que había empezado a usar. Oí un correteo que venía del piso de abajo. Y entonces recordé. Ella ya no estaba sola. La última vez descubrí que tenía compañía, un hombre. Me sentí una intrusa y decidí dejar de escuchar durante un tiempo. Tiempo durante el cual también dejé de escribir. Pero aquella mañana, movida por una especie de hilo invisible, volví a mi pequeña rutina. Los semblantes tristes y grotescos de los azulejos me devolvieron la mirada, como si me dieran la bienvenida tras un largo viaje. Oí música y suspiros, y me llegó desde algún lugar el aroma dulce del azahar. Me imaginé el largo pasillo hasta su habitación, que sin duda sería como el mío. Pero seguro que ella tenía flores. Yo había intentado llenar la casa de flores en un par de ocasiones, pero olvidaba regarlas y siempre se morían. Y entonces le oí a él. Reconocería la voz de Miguel a dos manzanas de distancia. Siempre sonaba serio y enfadado, pero en el fondo era muy dulce y divertido. Pronunciaba mal la letra ce, cantaba boleros en la ducha y pensaba en voz alta a menudo. Entonces me di cuenta de que llevaba un tiempo mordiéndome los padrastros y había empezado a sangrar. No podía ser él.

III: Miedo

Hace frío. Estoy en el pasillo oscuro, no veo nada pero me llega un intenso olor a flores. No quiero avanzar porque sé lo que me espera al final del pasillo. Pero no tengo el dominio de mis piernas y cuando llego allí, presencio la misma escena, como cada noche.


Sonó el despertador. Miguel se tropezó por lo menos tres veces antes de salir de la habitación. Le oí coger las llaves y marcharse. Aunque me rugía el estómago, había decidido que no saldría de la cama hasta que él regresase por la noche. Además, no me encontraba muy bien, parecía estar incubando una gripe. Y entonces me llegó, al principio muy suave, casi como un susurro, la melodía de piano. Cogí la almohada y la apreté fuerte contra mi cabeza. Nunca antes la había oído desde la habitación. Pensé en sus dedos blancos de porcelana, en cómo acariciaban las teclas del piano mientras los míos aporreaban las teclas del ordenador cuando escribía. Pensé en sus dedos blancos de porcelana, en cómo acariciaban la piel de Miguel mientras yo entrelazaba mis pies fríos con los suyos cada noche, buscando calor. Al final se oía tan fuerte la música que sentí que estaba allí, que si alargaba el brazo podría tocarla. Cogí mi abrigo y me lo eché por encima del pijama. Me calcé en el ascensor ante la mirada extraña de un vecino y salí a la calle. Estuve dando vueltas toda la mañana. Durante un par de horas, aquella melodía me persiguió hasta que conseguí despistarla entre el ruido de la lluvia y el tráfico. Desde que llegamos no había dejado de llover un solo día. En Valencia, en aquella época del año, las calles ya estarían oliendo a naranjos en flor y crema solar y aquí todavía teníamos que usar una manta gorda para dormir. Volví a casa ya entrada la tarde. Y coincidí con Miguel en el rellano.

—Me han dejado marcharme antes, no había casi faena y… —el pijama asomaba tímidamente bajo mi abrigo Celeste, estás empapada ¿estás bien?

Después de cenar nos echamos en el sofá y me tomó la temperatura dejando caer su mano áspera sobre mi frente tibia. 

Me preocupas, Celeste, siempre andas por ahí descalza. 

Yo no tenía ganas de hablar y encendí la televisión. En uno de los canales echaban Pulp fiction, la cogimos empezada. No podríamos contar ni sumando sus dedos con los míos todas las veces que habíamos visto esta película. Miguel se sabía diálogos enteros. Hablaba por encima de los personajes poniendo voces divertidas. Jules y Vincent estaban terminando de limpiar los sesos desparramados del pobre Marvin de los asientos traseros del coche.

—¿Cuál es la situación más aterradora que se te ocurre? yo creo que vivir el descolgamiento de un ascensor o tener que esconder un cadáver —no quería decirle que últimamente pensaba mucho en que me estaba engañando y en cómo rompería, uno a uno, todos sus discos de vinilo. Y que no encontraba nada más aterrador que eso.

—Perder todas mis bragas en mitad de un viaje —tampoco quise decirle que estar tan lejos del mar me causaba una claustrofobia terrible.

—Venga ya. Tiene que haber algo más aterrador que eso.

—Una casa sin espejos —me acurruqué entre sus brazos y quise decirle muchas más cosas y ninguna, y pedirle que me cogiera de las manos y me besase todos los padrastros.


VI: La casa sin espejos

El frío, el pasillo oscuro, “Kooks” de David Bowie, el olor a flores, a flores de muerto. Mis pies que caminan solos, Miguel, el tocadiscos, esa mujer. Will you stay in our lover’s story? If you stay you won’t be sorry.


Cuando me desperté ya eran más de las doce del mediodía, la noche anterior me había tomado un ansiolítico con el vino sin que Miguel me viera. Me dolía todo el cuerpo como si me hubieran pegado una paliza. Las pesadillas habían sido más intensas aquella noche. Oí un correteo que venía del piso de abajo. Era horrible, como si caminasen con los talones. Una punzada de dolor me atravesó el cráneo. Me levanté, como movida por el encanto del flautista de Hamelín. Me dirigí hasta el baño y me arrodillé sobre el suelo. Oí risas. Reconocería la voz de Miguel a dos manzanas de distancia, pero su risa, su risa la reconocería a kilómetros. Era él. Se reía como cuando veía películas de Will Ferrell o como cuando empezamos a salir. Cuando me quise dar cuenta, estaba apretando el vaso tan fuerte contra el suelo, que crujió y se le abrió una grieta que lo atravesaba. Como en una especie de trance me subí en el ascensor dispuesta a pillarle. Las luces se apagaron de golpe, pero aquel trasto viejo seguía bajando a toda prisa. Aunque era solo un piso la caída parecía no tener fin y pensé que no habría peor momento que aquel para vivir el descolgamiento de un ascensor. Frenó en seco, el piloto marcaba solo un piso más abajo. Se encendieron de nuevo las luces. La puerta estaba abierta y una corriente de aire frío emanaba del rellano como marcándome el camino. Dentro estaba oscuro, era exactamente como nuestra casa, con sus bonitas molduras, su gran recibidor y su largo pasillo. Era exactamente como me lo había imaginado. Todo lleno de flores, de flores de muerto, y sin un solo espejo. Al fondo, en el salón pude ver el enorme piano, cubierto de polvo. Parecía que, en cualquier momento, iba a empezar a sonar solo. Esa imagen me provocó un escalofrío y me frené al instante. Había llegado demasiado lejos. Se escuchaba, muy leve, lo que parecía un tocadiscos estropeado. Al final del pasillo podía ver un resplandor tenue y bajo la música entrecortada se adivinaba un silencio denso, casi tangible. Mi cabeza estaba decidiendo qué hacer, pero mis pies habían empezado a caminar solos hacia la luz. Como las polillas que vuelan directas hacia la vela hasta arder en su fuego. Cuando llegué descubrí que tanto la luz como la música provenían del parpadeo de una pequeña televisión vieja. Mi cerebro, perplejo, recogió algunos datos. Lo único que había en aquella habitación era: la pequeña televisión, el cadáver de Miguel tendido en el suelo y la figura encorvada de una mujer sobre el cuerpo sanguinolento. En la tele estaban dando Pulp fiction, Vincent y Mia estaban volviendo en coche tras una larga noche. La mujer sollozaba, yo estaba paralizada. Se dio cuenta de mi presencia y se giró muy despacio, temblando. Y cuando creía que ya había visto la cosa más aterradora de toda mi vida, comprobé que aquel rostro no era otro que el mío. La nariz de mi padre, los pómulos de mi madre, la sonrisa torcida de mi abuela. Sentí el cosquilleo caliente de mi propia orina recorriendo mi muslo interior y llegando hasta mis pies descalzos.

—Dios mío, Celeste ¿qué has hecho? —escuché decir a Miguel justo detrás de mí.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

LA CLASE 20 de junio 2020

16 al 20 de junio de 2020 LA CLASE Lunes Su aspecto todo él era cuadrado. Incluso por partes era cuadrado, tirando a o...