miércoles, 3 de junio de 2020

El mayor éxito del diablo versión definitiva


Hola, a menos que encontréis algún fallo grave, se queda como está.
He recortado principio y fin y para evitaros leerlo todo, he marcado en rojo lo que ha cambiado sustancialmente.

Correr es como volcar la jarra de las preocupaciones diarias hasta vaciarla. Es mi momento de introversión particular, no tengo que pensar, ni hablar, ni preocuparme por nada excepto por dónde sacar la “chorra” para mear cuando olvido hacerlo en casa. Termino de trabajar y solo pienso en cambiarme de ropa, de calzado, en elegir la música que voy a escuchar y decidir qué camino seguir de entre los muchos que entrelazan las huertas y los campos de naranjos que rodean Tavernes Blanques. No suelo fallar ni una tarde, a veces ni meriendo, prefiero correr que comer. Supongo que soy una especie de yonqui del sudor. Necesito mi dosis diaria de esfuerzo físico y de fragante aire cargado de mis aromas favoritos: vegetación, insecticida industrial y estiércol.

Durante muchos años este ha sido mi particular “proceso del desestrés”, una especie de ritual autoimpuesto que ha permanecido invariable hasta hace apenas tres meses.
Recuerdo que fue un martes. Un día que transcurrió como otro cualquiera. Tuve una jornada laboral de lo más tranquila salvo por un pequeño roce de opinión con mi joven compañera de mesa acerca de sobre quién recae la responsabilidad de las elecciones que hacemos en la vida adulta. Yo soy más propenso a inclinarme a favor de la responsabilidad exclusiva de cada individuo, pero la opinión mayoritaria en mi departamento parece inclinarse más a volcar las culpas sobre esta sociedad capitalista y excluyente de la que ellos mismos forman parte, algo que curiosamente parece que les cuesta admitir. Eso sí, todos terminan de trabajar y se van a casa a disfrutar de sus gafas de RV de última generación o de su Smart TV de cincuenta pulgadas gracias a los que pueden sumergirse en un mundo del que pueden excluir todo cuanto deseen. Yo prefiero aislarme corriendo en el mundo real.
Ese día llegué a casa, me cambié de ropa, cogí mi MP3, mis auriculares y me dirigí a paso ligero a los límites de mi municipio. Inicié la marcha calentando por una pista forestal que recorre en paralelo uno de los márgenes del barranco del Carraixet y no tardé en perderme por los caminos de tierra que serpentean entre los campos de naranjos. Sobre mi cabeza, los murciélagos revoloteaban silenciosamente, dando giros rápidos y caóticos, buscando mosquitos que llevarse a la boca. A mi alrededor solo había soledad, piedras y hierbajos. Me sentía genial así que aceleré el paso. Más que correr, flotaba.
Así estuve un buen rato, flotando entre endorfinas, hasta que un movimiento extraño en uno de los campos llamó mi atención. Apenas lo vi por el rabillo del ojo. a mi izquierda. Entre los matorrales y las hileras de naranjos percibí un movimiento, una sombra rápida y furtiva. No sé, lo normal hubiera sido que no le prestara atención, pero ese día una especie de instinto primario se activó e hizo que me detuviera en seco.
Mi primera reacción fue asustarme, la verdad. En muchas salidas había visto a perros solitarios o en grupo, pululando a sus anchas entre los campos. De qué se alimentan, lo ignoro, pero en ese momento estaba completamente solo, en medio de la huerta, rodeado de silencio, murciélagos y hierbajos y no me pareció descabellado que esos perros semisalvajes decidieran incluirme dentro del menú. Jamás me había parado a pensar qué pasaría en ese estado de desconexión total si sufriera una lesión, un accidente o un ataque animal, pero al ver aquel movimiento extraño, todos esos pensamientos e inseguridades acudieron a mí de golpe. Eché mano al MP3 y detuve la música. No le quitaba ojo al campo donde había creído ver ese “algo”.
Pasaron unos segundos sin que ocurriera nada, apenas se escuchaba el rumor del viento. Me quité los auriculares. Escuché dos voces masculinas susurrando, un ruido de hojas secas y un quejido como el de alguien que intenta dormir y no le dejan. Arrastraban algo, algo grande. De nuevo un quejido, duró apenas un momento, pero distinguí una voz femenina.
No se habían percatado de mi presencia. Los dos hombres susurraban, pero el silencio era tal que les escuchaba perfectamente. No entendía nada, hablaban un idioma que no fui capaz de reconocer. Estaban cerca, apenas a dos o tres hileras de árboles de donde yo me encontraba. Fuera lo que fuese lo que andaban tramando aquellos tres, no iba conmigo. Estarían robando herramientas o naranjas, aunque no era época y ni una sola colgaba en las ramas, me daba igual, lo único que sentía era una apremiante necesidad de poner tierra de por medio sin llamar la atención y dejar cuanto antes a aquellos tres solos con sus asuntos.
Justo cuando estaba decidiendo si avanzar o retroceder sobre mis pasos, escuché un golpe seco, como de algo cayendo al suelo y el tintineo metálico de una hebilla desabrochándose, un siseo de ropas rozándose, pasos alejándose, chasquidos de succión y un gruñido ronco de placer.
-          ¡Oh! Joder – pensé –, están follando.
Irse hasta la huerta para hacer el amor a mi juicio no es la mejor de las opciones, pero conozco una playa cerca del Saler donde los gais quedan para darse el gusto en medio de las dunas y los arbustos, algo que a priori no parece demasiado cómodo así que, ¿por qué no iba un grupo de heteros a elegir en un huerto? Uno de los tipos gimió de placer, la chica emitió una especie de protesta, las hojas resonaban con un crujir rítmico, se oía una respiración fuerte que se convirtió en un jadeo apenas audible al principio y que fue aumentando de volumen después. La estaba embistiendo. No perdían el tiempo.
Me excité sexualmente, esto no me lo esperaba. ¿Serían las endorfinas haciendo de las suyas? Sentí una especie de hambre extraña o de impulso primigenio que jamás había experimentado y que parecía tener voluntad propia. No podía controlarme, necesitaba ver qué ocurría entre los árboles casi más que respirar. Mi cuerpo estaba moviéndose por su cuenta casi antes de que mi mente le diera la orden.
Muy cerca de mí, justo en el borde del camino de tierra había una acequia de ladrillo revestida de cemento por cuyo interior, seco en ese momento, se podía caminar. Me introduje dentro. A los pocos metros la acequia giraba noventa grados bordeando el linde del campo en dirección a las embestidas que cada vez sonaban más rápidas e intensas. Cuando estuve en el lugar correcto me asomé por encima de la acequia. Había acertado el lugar, veía la escena perfectamente.
No resultó ser lo que yo esperaba. Creí que iba a presenciar un trío, pero aquello no se parecía a un trío en absoluto. De la mujer apenas veía parte de sus piernas desnudas y las suelas naranjas de las zapatillas deportivas que era lo único que llevaba puesto. El tipo que tenía encima era enorme y estaba sudado, se afanaba en montarla frenéticamente como queriendo terminar cuanto antes. Me recordó un gorila copulando, un primate de “lomo plateado” aunque la verdad, este gorila tenía un aspecto menos estético que los de los documentales. El tío conservaba los pantalones azules de trabajo arrugados en los tobillos, sus piernas eran gordas, peludas y estaban pegadas a un culo blanco y fofo que rebotaba una y otra vez. La mujer permanecía completamente relajada, tanto que más que agitarse buscando encontrar el mayor placer posible, vibraba desmadejada por los empellones que recibía. No se movía, no interactuaba. No me pareció una actitud normal así que me incorporé un poco más para verla mejor. Me fijé en sus piernas dejadas caer de cualquier manera sobre el suelo, sin vida, con los pies tan laxos que se abrían hacia fuera como las manecillas de un reloj a las diez y diez.
Me moví un poco a un lado y me puse en pie un segundo. Fue suficiente para ver que nada en ella reflejaba ninguna emoción concreta, sus ojos estaban cerrados y sus brazos al igual que las piernas estaban laxos, dejados caer de cualquier modo a ambos lados de su cuerpo. También vi al fondo, la parte de atrás de una furgoneta vieja. Todo encajó en mi cabeza como las piezas de un mueble de IKEA y sentí cómo el estómago me implosionaba en las tripas. ¡Estaba presenciando una violación!
Me quedé bien jodido, como el chico de la película que está en el lugar equivocado en el momento equivocado. ¿Qué debía hacer? Si decidía marcharme sería un cómplice por omisión de una violación en el mejor de los casos, en el peor también de asesinato. Tal y como estaban las cosas, sólo me quedaba una opción.
Me entró pánico. Un miedo atroz y repentino. ¿Cómo iba a enfrentarme a una cosa así? Las tripas me dolían mucho. Tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no cagarme encima. Mi mente bullía de actividad, pero mis músculos estaban encallados. Agachado en la acequia me sentía a salvo y sin embargo sabía que debía actuar. Pero ¿cómo? Apreté los puños, me armé de valor y pensé en incorporarme y dejarme ver con la esperanza de que mi sola presencia hiciera que el gorila se detuviera y huyese. No se me ocurrió nada mejor así que me apoyé en el borde de la acequia para tomar impulso y al hacerlo, un trozo de acequia se desprendió, medio ladrillo de esos antiguos y macizos. Lo agarré con fuerza y sentí un escalofrío en la espalda. En ese preciso instante la mujer emitió un nuevo lamento.
Tener una especie de arma, aunque fuese primitiva en la mano, hizo que cambiara mi improvisado plan. Quizá fuera mejor ganar la iniciativa en lugar de esperar a que un tío del tamaño de un gorila se asustase al verme. Estaba aterrado pero no había tiempo que perder y la decisión estaba clara. Contra toda prudencia me incorporé y quedé expuesto.
Evalué la situación. Había escuchado dos voces de hombre, pero sólo veía a uno. Fin de la evaluación, a tomar por culo la prudencia. No necesitaba al yo analista sino al neandertal. Un chorro alucinante de adrenalina recorrió todo mi cuerpo agudizando mis sentidos, acelerándome el pulso. Me subí al borde de la acequia como un reo sube el último peldaño del cadalso, con las entrañas arrasadas por los nervios y temblando como gelatina en una bandeja.
Cogí impulso y con el medio ladrillo en la mano corrí hacia el violador de lomo plateado que giró ligeramente la cabeza. Había ganado la iniciativa y la aproveché. Le aticé un buen ladrillazo en toda la sien. El sonido me pareció estremecedor, como el de un coco abriéndose a golpe de martillo. Croc. El tipo cayó sobre la chica como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos y quedó inmóvil panza arriba. Su miembro, enfundado en un preservativo, se mantenía erecto. Qué precavido para ser un violador, pensé. Todo quedó de nuevo en silencio hasta que el muy imbécil despertó de pronto y empezó a gritar echándose las manos a la cabeza. La verdad no esperaba eso de un hombre de su tamaño. Lo lógico hubiera sido que aquel gigante se levantara y me atacara aprovechando su ventaja física, pero en lugar de eso, se puso a gritar como una nenaza.
Entonces escuché unos pasos apresurados aproximándose. Era el otro cabrón que se acercaba al escuchar a su amigo. Se acercaba a toda prisa. Volví a ponerme nervioso. Atacar a un tío que está en el suelo y por la espalda era una cosa, pero enfrentarse a dos a la vez otra muy diferente. Decidí abordar los problemas de uno en uno. No pasar al segundo sin haber resuelto el primero. Me centré en el gorila chillón situándome junto a él, cogí impulso y usando todas mis fuerzas le descargué otro ladrillado brutal que le impactó en plena frente. ¿O fue en la cara? Ahora mismo, ni lo sé ni me importa el caso es que sentí ceder su cráneo bajo el peso del ladrillo y los gritos cesaron en seco. Esta vez todos sus miembros, pene incluido, se relajaron al instante. Ladeó la cabeza y empezó a desangrarse y a convulsionar. Pensé con desdén que se agitaba como una anguila sin cabeza. Ese fue el final de su papel, problema resuelto. Me quedaba el otro que no tardó en dejarse ver.
Apareció por mi espalda, entre las filas de naranjos. Era un hombre más o menos de mi edad y casi tan alto como yo. Se quedó perplejo, plantado a pocos pasos de mí y sin acercarse. Me giré para tenerlo de frente. Se notaba que intentaba comprender lo sucedido. Miraba a su compañero convulsionando a mis pies, luego me miraba a mí y de nuevo a su amigo. De pronto, se dio la vuelta y salió huyendo hacia la furgoneta. Menuda rata cobarde era.
Podría haber dejado que huyera, pero a esas alturas yo, ya no era del todo yo, estaba de caza y quería mi presa. Le lancé el ladrillo con toda la fuerza que pude y con más intención que habilidad, pero nada más soltarlo vi cómo el proyectil trazaba una trayectoria perfecta directa a su cabeza. El impacto fue demoledor. Le acerté en toda la nuca. Puede que del golpe se le partiera el cuello como a un conejo, no sé, el caso es que la rata cobarde se estampó de morros contra el suelo, levantando una oleada de hojas secas y polvo. Ni usó los brazos para frenar la caída.
Estaba eufórico y bastante envalentonado. Recuperé el ladrillo y me abalancé sobre la espalda de aquella rata cobarde descargándole una furiosa andanada de ladrillazos en la cabeza. Un frenesí sangriento se apoderó de mí. Con cada golpe que descargaba, sentía que renacía de otra manera. Estaba disfrutando como un cabrón. Me divertía. Correr era una puta mierda. Desde luego que esto era mucho mejor.
No sé cuánto tiempo estuve así, pero sé que tardé en detenerme. Miré a mi alrededor y no me lo podía creer. ¿Ya? ¿Eso era todo? Relajé la cara, me dolía la mandíbula de cerrarla con demasiada fuerza. No tenía un espejo, pero hubiera apostado un brazo a que al tiempo que apretaba los dientes, sonreía. Por un instante no supe muy bien cómo encajar todo aquello. Debería estar hecho un manojo de nervios y terriblemente asustado, pero en lugar de eso sentí una oleada de asombro, emoción y alivio al mismo tiempo, como si hubiera encontrado un juguete de la infancia que ya daba por perdido. Algo muy parecido a estar saciado.
Saciado. ¿De qué?
Mierda. ¡La chica! Me había olvidado de ella.
Volví a su lado y la observé más detenidamente. Era joven y muy guapa, incluso ahí tirada se podía ver. Permanecía inmóvil, tumbada en el mismo sitio y en la misma posición que cuando la estaban violando. La única prenda de ropa que llevaba eran sus zapatillas, que por cierto eran para correr. Mantenía los ojos muy cerrados, como si la luz del atardecer, cada vez más tenue, la molestase. Me arrodillé a su lado. No parecía estar inconsciente del todo. Movía ligeramente la cabeza, y abría y cerraba la boca asomando un poco la lengua como si tuviera sed. Ya me ocuparía de eso más tarde. Lo primero era vestirla así que busqué su ropa. No muy lejos localicé una camiseta de color amarillo “fosfi” y unas mallas negras hechas un gurruño en el suelo. Al tratar de desenredarlas se me escaparon de las manos y fueron a caer sobre los pechos de la chica.
Ella ni se inmutó. Le pregunté su nombre y sin abrir los ojos balbuceó algo como “Bflafla”. Estaba claro que llevaba un pedo importante, la habían drogado los muy cabrones. Tomé de nuevo su ropa y le pasé una mano por detrás de la nuca. Le pedí que se incorporara para poder vestirla y lo hizo con un movimiento algo torpe y lento, pero casi sin ayuda. Tenía la cara enrojecida y la piel le sudaba un poco. Consiguió permanecer sentada en el suelo, algo encorvada hacia delante, con los brazos dejados caer a los lados. Respiraba a un ritmo constante y tranquilo. Nada en ella me hacía pensar que estuviera incómoda o nerviosa por lo que acababa de pasar o por el hecho de estar desnuda en un lugar apartado frente a un desconocido.
No pude evitar admirar su cuerpo. Era alucinante. Unas piernas largas, pálidas y atléticas, unas caderas perfectas que lucían un pubis perfectamente perfilado, ni demasiado velludo ni totalmente rasurado. No vi ni un solo gramo de grasa corporal colocado en un mal lugar, nada que sobrara ni que faltara. Parecía una de esas chicas que sólo pueden verse en fotos por Instagram o en las series de televisión. Los pechos eran lo mejor. Señor, qué tetas, dos auténticas maravillas de la naturaleza. Allí no había nadie, podía tomarme todo el tiempo que quisiera admirándolas a mi antojo. Sus brazos me impedían verlas bien así que le pedí que se inclinara un poco hacia atrás y que se apoyara con las palmas en el suelo. Obedeció, dejó al frente dos barbaridades de aureolas sonrosadas desafiando la ley de la gravedad. Ni abrió los ojos, ni habló. Nada. Me quedé hipnotizado. quieto como una estatua.
En Internet había leído lo suficiente como para deducir que esa chica estaba bajo los efectos de la droga de moda, esa que anula la voluntad, elimina los recuerdos y no deja ni rastro: la burundanga. Un nombre ridículo para unos efectos tan devastadores. Recordé el caso de una militar violada por sus compañeros que apenas fue capaz de recordar el hecho. En aquella ocasión le echaron la droga en la cerveza. No sabía cómo se las habrían apañado esos dos capullos para lograr que la chica cayera en la trampa, pero era evidente que había sido una buena dosis. La chica llevaba un pedal de campeonato y yo podía alegrarme la vista gracias a ello. A fin de cuentas, para ella en ese momento yo ni siquiera existía.
Pensé seriamente en dejarme llevar. Estar sin vigilancia, acompañado de una tía buena en pelotas, sometida a mi voluntad por efecto de las drogas era demasiado bueno para dejarlo pasar. Casi opto por perder el control, pero en lugar de eso, comencé a vestirla. Le pasé la camiseta amarilla por la cabeza y al tratar de tirar de ella hacia abajo para colocársela, resbaló entre mis manos y le rocé accidentalmente uno de sus pechos desnudos. ¡Buf!
La camiseta a medio poner le quedó como el capuchón de un ahorcado cubriéndole la cabeza. Ella no se inmutó. La tela se hinchaba y deshinchaba ligeramente al ritmo de su respiración. Parecía tranquila así que hice una prueba. Le rocé ligeramente un pezón con un dedo. Su ritmo respiratorio no se alteró en absoluto. Tampoco se alteró cuando pasé a tocarle ambos pezones alternativamente. Siguió tranquila cuando tiré de uno de ellos sin apretar demasiado y también cuando decidí amasarle ambos pechos a manos llenas.
Como si se hubiese desplomado el muro de contención de una presa, un tsunami de lascivia me inundó. Sentí en mis genitales una dureza de tal magnitud que bien podría haber partido un ladrillo a golpes. Le pedí que se pusiera en pie y aunque requirió algo de ayuda, lo hizo. Era mía y eso me excitó aún más, la entrepierna me iba a explotar. Incluso me sentí algo mojado como un adolescente tras un sueño húmedo.
¿Qué me pasa? ¿Estoy volviéndome loco a qué? Yo no soy así, joder. ¿O sí lo soy? La tía esta ha sido violada, está sola, desamparada y sí, buenísima. ¿Qué coño estoy haciendo? ¿Quién soy ¡Estoy ardiendo!
Las sienes me palpitaban y la cabeza me iba a cien mil revoluciones. Tenía un dolor terrible en los huevos. Con la esperanza de que una visión horrible me bajara la libido, me fijé en los dos tipos. Seguían ahí tirados como guiñapos en el suelo, sangrando en abundancia. Esa visión lejos de horrorizarme, me excitó aún más. No me reconocía.
Estaba ardiendo en la caldera de Pedro Botero.
La chica seguía en pie con su camiseta puesta en la cabeza, le retiré las hojas que llevaba adheridas a la espalda y me pasé uno de sus brazos por los hombros. Agarrándola por la cintura traté de hacerla caminar, pero resultó tarea imposible así que la alcé en volandas y la pasé al campo contiguo del otro lado de la acequia. A conciencia hice que se rozara con todo lo que encontrábamos al paso, quería asegurarme de que seguía colocada. Recibió algún arañazo en el torso y en los hombros desnudos, pero no se inmutó. En todo momento me mantuve alerta para asegurarme de que nadie más andaba cerca.
Cuando llegué donde quería, la tumbé de nuevo y le dije que se quedara quieta. Volví sobre mis pasos directo al gigantón de los pantalones bajados y aguantando el asco le retiré el condón que se le había salido del miembro flácido. No creía que esos dos desgraciados pudieran recuperarse. Mala suerte para ellos. Esperaban darse un festín y ahora tendrían suerte de volver a ser capaces de comer solos.
Volví con “Bflafla” le di la vuelta al preservativo y me lo coloqué. Me arrodillé entre sus piernas y la penetré sin miramientos. Creo que es el acto más sincero y puro que he hecho en mi vida. Un acto de absoluto egoísmo. Se puede fingir el amor, se puede fingir la amistad, pero el odio, el odio no se finge, o se siente o no se siente. Y yo en ese momento la odiaba profundamente porque estaba seguro de que en condiciones normales una chica como ella jamás se hubiera acostado con un tío como yo. La odiaba y le di lo suyo hasta que me corrí. Ella apenas alteró su ritmo respiratorio. Aunque sabía que era por el efecto de las drogas, me sentí algo humillado por su indiferencia. Como compensación la monté otra vez. Estaba seguro de que jamás volvería a hacerlo. Me equivocaba. Aún tuve fuerzas para hacerlo una tercera vez por detrás, regocijándome, disfrutando la presa de otro, entrando y saliendo, entrando y saliendo. Amasando,  tocando lo que me venía en gana.
No sabía cuánto le durarían los efectos de la mierda que le habían dado así que, cuando acabé por tercera vez y con algo de fastidio, decidí dar aquel circo por terminado. Aunque el cielo aún clareaba, el sol ya se había ocultado tras el horizonte. Empezaba a refrescar y pronto anochecería. Era el momento de borrar mi rastro y marcharme.
Me quité el condón que estaba a rebosar de mí, lo anudé y me lo guardé en el bolsillo del pantalón de deporte. Si alguien analizaba a la chica por dentro encontraría el material genético del capullo de los pantalones bajados. Volví a cargar con ella y la dejé de nuevo en el lugar donde la encontré, tumbada en la misma posición. Violarla en el campo contiguo dificultaría que la policía detectara “otra” violación que no fuera la que yo interrumpí. No llevo el móvil cuando salgo a correr por lo que tampoco podrían rastrearme. Es imposible que la chica me recuerde y mucho menos que me reconozca ya que no ha podido verme la cara. No la besé, no la chupé, eso me resultó bastante difícil, pero de esa manera es poco probable que encuentren restos de mi ADN y aunque lo hicieran, ni estoy fichado ni pretendo estarlo jamás, con lo que no podrán compararlo con nada.
En cuanto a los dos tipos, me han visto pero no me preocupa. Suponiendo que recuperen la consciencia algún día y que vuelvan a hablar, será un milagro que me describan con cierta precisión, la mente que queda inconsciente por un traumatismo olvida al menos los veinte o treinta segundos anteriores al trauma.
Antes de marcharme me quedé un momento más observándola y relamiéndome. Verla allí, indefensa, me volvió a excitar, tenía toda su pálida piel de gallina y los pezones tiesos como las espinas de un cactus. Quizá fueran síntomas de que estaban disipándose los efectos de la droga. Debía irme ya. Recogí el ladrillo, me llevé el pantalón de la chica, le amasé un seno por última vez para asegurarme de que seguía semi inconsciente y al ver que no daba muestras de sentirlo, le quité la camiseta de la cabeza y salí corriendo. Allí se quedó, follada, en pelotas y boqueando todavía por la sed. ¿Cuál sería su cara al despertar? ¿Qué sería lo último que recordaría? Debe de ser toda una experiencia salir a correr por la tarde y aparecer en bolas en medio de la noche, en plena huerta, junto a dos tíos medio muertos, sin transición, como si te hubieras metido de repente en una pesadilla. No imagino lo horrible que debió de resultarle intentar componer las piezas del puzle que le faltaban. La imagino histérica con mil ideas horribles agolpándose en su resacosa cabeza, vagando en plena noche sin dirección, perseguida por las sospechas y sintiendo un terror indescriptible. Me reí sólo de pensarlo.
El cerebro, incapaz de predecirse a sí mismo, es una barca a la deriva en un vasto mar a merced de las corrientes. Corrientes que esperamos se comporten siempre de la misma forma. Esperamos que cada día sea igual al anterior y de hecho hacemos lo posible por que así sea hasta que un día, nuestra deriva se ve alterada por una tormenta que nos desplaza a lugares remotos, desconocidos, donde nos vemos forzados a explorar nuevos territorios para sobrevivir. El problema del cerebro es que a veces, lo que descubrimos al explorar, nos aterra y nos atrae al mismo tiempo, como la visión de un campo de batalla tras la contienda.
¿Cuán fina es la línea que nos separa de nuestro lado oculto, ese que sabemos que existe pero que nunca mostramos a nadie? Nuestras perversiones, nuestras vergüenzas, nuestras fantasías, nuestras traiciones y venganzas, nuestras frustraciones, todas viven ahí, en ese rincón del que solo entreabrimos la puerta para echar un vistazo rápido de vez en cuando. ¿Qué pasaría si nos dieran la oportunidad de abrir esa puerta de golpe? ¿Quién saldría de ahí? Yo pude descubrirlo aquella tarde primaveral de hace tres meses y no me arrepiento.
Sin duda yo elegí el camino. Nadie me dio permiso ni me indicó la dirección, lo elegí yo de entre una multitud de opciones. Pude seguir corriendo y desaparecer entre los campos sin culpa, pero no lo hice. Pude haberme detenido tras anular a aquellos tipos, pero no lo hice. Abrí esa puerta trasera de mi conciencia más tiempo del necesario, vi lo que salió y me enamoré de ello. Así de simple.
Estuve varias noches sin pegar ojo, no porque tuviese miedo o remordimientos sino precisamente porque no los tenía. Sigo sin tenerlos, pero ahora lo asumo y duermo como un bebé. Ahora admito sin reservas que los humanos seguimos siendo depredadores, pero depredadores frustrados que ven cómo su instinto de caza se ve reducido a una indigna elección de bandejas de carne troceada en el supermercado. No tenemos presas. Y ¿qué ocurre cuando un depredador se queda sin presas? Que en cuanto tiene hambre, se depreda a sí mismo. Yo en concreto he descubierto un apetito nuevo que debo saciar.
Resulta que he averiguado varias cosas desde entonces, me estoy perfeccionando.  Ahora sé, por ejemplo, dónde conseguir mis propios narcóticos, sé que si me paso con la dosis el desenlace puede ser letal. Sé que para llevar adelante mis planes necesito información, conocer a mi presa mejor que ella misma. Trato de fomentar discusiones, debates por cualquier motivo. La gente suelta una gran cantidad de información útil a poco que les pinches. Sobre todo, las chicas a las que ya no consigo ver como personas y menos si me gustan. Lo único que veo en las mujeres es diversión, aventura, adrenalina, caza.
Planificarlo es lo mejor. Elegir de entre todas, una. La más débil o enferma de la manada. No en el sentido literal evidentemente, me gustan sanas y jóvenes. Pero hoy en día, muchas, adolecen de egocentrismo y postureo, que no son sino las debilidades modernas. Las vuelven descuidadas. Van más pendientes del teléfono que de otra cosa. Lo publican todo: sus costumbres, su modo de vida, los lugares que frecuentan, la gente con la que se relacionan. No son conscientes de lo fácil que me lo ponen.
Le he echado el ojo a mi compañera de trabajo, pero he decidido aplazarlo hasta que se cambie de empresa. No quiero que la relacionen conmigo. Aquí no se siente valorada y quiere prosperar, por lo que no tardará mucho. Es muy joven, se cree muy segura de sí misma, y eso le hace proclamar a los cuatro vientos cosas que debería callar. No la sigo en redes, pero es que no me hace falta, habla tanto que ya me ha dicho todo lo que necesito saber. Quizá mientras me la follo la hinche a hostias para bajarle esos humitos de putita resuelta y sabelotodo. Ya le llegará el turno.
De momento he empezado por los gimnasios. Me he apuntado a uno de esos de bajo coste que está bastante masificado. Es increíble la cantidad de botellas de agua que la gente descuida y deja a mi alcance. Nadie va pendiente de nada que no sean ellos mismos. Muchas individualidades concentradas en un mismo lugar de entre las que ya he decidido quién será la siguiente. La veo casi a diario. Es una de esas tías ultra organizadas que se machaca de lo lindo y sigue siempre las mismas pautas. Una de esas pautas es la que llamó mi atención: siempre sale de los vestuarios bebiendo agua.
De lo que no se dan cuenta estas personas es de que cumplen con sus costumbres sólo la mayoría de las veces. Ésta en concreto casi siempre sale con la botella en la mano porque se la suele llevar consigo al vestuario, pero en ocasiones se le olvida fuera y después de ducharse, en lugar de comprarse una nueva, se pone a buscarla. Para mí eso es como una invitación.
Ahí viene. Sale del vestuario con el pelo mojado, localiza su botella y le mete un buen trago. Esa sí es la pauta que no falla. Yo la observo a buena distancia y ella por supuesto ni me ve, esas chicas nunca me ven. Voy vestido para salir a correr. Si alguien repara en mí, que no creo, pensará que simplemente salgo a sudar un poco. La sigo. Camina como siempre hacia su coche, un regalo de sus padres al menos eso es lo que publicó en Instagram, lo sé porque en una ocasión poco menos que le gritó a un cachas que parece gustarle cuál era su perfil. El tipo es idiota y hubo de repetírselo tantas veces que lo memoricé.
Da el primer traspiés, ya empieza a sentirse extraña. Con el trago que ha pegado a ese cóctel de narcóticos y con el estómago vacío lo raro es que no haya caído fulminada allí mismo estropeándome todo el plan. Su orgullo trabaja a mi favor, intenta disimular el hecho de que no acaba de encontrarse bien. Es lo que tienen las guapas. Antes muertas que perder la compostura en público. ¡Qué cosas! Gracias redes sociales por fomentar el postureo. De no ser así lo tendría más difícil.
Se tambalea, pero consigue llegar al coche, guarda la mochila en el maletero, se sienta al volante y reclina su asiento un poco hacia atrás, deja caer la cabeza y cierra los ojos. Se ha dejado el coche abierto.
Ya es mía.


Cisnerius

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