Hola, a menos que encontréis algún fallo grave, se queda como está.
He recortado principio y fin y para evitaros leerlo todo, he marcado en rojo lo que ha cambiado sustancialmente.
Correr es como volcar la
jarra de las preocupaciones diarias hasta vaciarla. Es mi momento de
introversión particular, no tengo que pensar, ni hablar, ni preocuparme por
nada excepto por dónde sacar la “chorra” para mear cuando olvido hacerlo en
casa. Termino de trabajar y solo pienso en cambiarme de ropa, de calzado, en elegir
la música que voy a escuchar y decidir qué camino seguir de entre los muchos
que entrelazan las huertas y los campos de naranjos que rodean Tavernes
Blanques. No suelo fallar ni una tarde, a veces ni meriendo, prefiero correr
que comer. Supongo que soy una especie de yonqui del sudor. Necesito mi dosis
diaria de esfuerzo físico y de fragante aire cargado de mis aromas favoritos: vegetación,
insecticida industrial y estiércol.
Durante muchos años este
ha sido mi particular “proceso del desestrés”, una especie de ritual
autoimpuesto que ha permanecido invariable hasta hace apenas tres meses.
Recuerdo que fue un martes.
Un día que transcurrió como otro cualquiera. Tuve una jornada laboral de lo más
tranquila salvo por un pequeño roce de opinión con mi joven compañera de mesa
acerca de sobre quién recae la responsabilidad de las elecciones que hacemos en
la vida adulta. Yo soy más propenso a inclinarme a favor de la responsabilidad
exclusiva de cada individuo, pero la opinión mayoritaria en mi departamento
parece inclinarse más a volcar las culpas sobre esta sociedad capitalista y
excluyente de la que ellos mismos forman parte, algo que curiosamente parece que
les cuesta admitir. Eso sí, todos terminan de trabajar y se van a casa a
disfrutar de sus gafas de RV de última generación o de su Smart TV de cincuenta
pulgadas gracias a los que pueden sumergirse en un mundo del que pueden excluir
todo cuanto deseen. Yo prefiero aislarme corriendo en el mundo real.
Ese día llegué a casa, me
cambié de ropa, cogí mi MP3, mis auriculares y me dirigí a paso ligero a los
límites de mi municipio. Inicié la marcha calentando por una pista forestal que
recorre en paralelo uno de los márgenes del barranco del Carraixet y no tardé
en perderme por los caminos de tierra que serpentean entre los campos de
naranjos. Sobre mi cabeza, los murciélagos revoloteaban silenciosamente, dando
giros rápidos y caóticos, buscando mosquitos que llevarse a la boca. A mi
alrededor solo había soledad, piedras y hierbajos. Me sentía genial así que aceleré
el paso. Más que correr, flotaba.
Así estuve un buen rato, flotando
entre endorfinas, hasta que un movimiento extraño en uno de los campos llamó mi
atención. Apenas lo vi por el rabillo del ojo. a mi izquierda. Entre los matorrales
y las hileras de naranjos percibí un movimiento, una sombra rápida y furtiva.
No sé, lo normal hubiera sido que no le prestara atención, pero ese día una
especie de instinto primario se activó e hizo que me detuviera en seco.
Mi primera reacción fue asustarme,
la verdad. En muchas salidas había visto a perros solitarios o en grupo,
pululando a sus anchas entre los campos. De qué se alimentan, lo ignoro, pero
en ese momento estaba completamente solo, en medio de la huerta, rodeado de
silencio, murciélagos y hierbajos y no me pareció descabellado que esos perros
semisalvajes decidieran incluirme dentro del menú. Jamás me había parado a
pensar qué pasaría en ese estado de desconexión total si sufriera una lesión,
un accidente o un ataque animal, pero al ver aquel movimiento extraño, todos
esos pensamientos e inseguridades acudieron a mí de golpe. Eché mano al MP3 y
detuve la música. No le quitaba ojo al campo donde había creído ver ese “algo”.
Pasaron unos segundos sin que
ocurriera nada, apenas se escuchaba el rumor del viento. Me quité los
auriculares. Escuché dos voces masculinas susurrando, un ruido de hojas secas y
un quejido como el de alguien que intenta dormir y no le dejan. Arrastraban
algo, algo grande. De nuevo un quejido, duró apenas un momento, pero distinguí una
voz femenina.
No se habían percatado de mi
presencia. Los dos hombres susurraban, pero el silencio era tal que les
escuchaba perfectamente. No entendía nada, hablaban un idioma que no fui capaz
de reconocer. Estaban cerca, apenas a dos o tres hileras de árboles de donde yo
me encontraba. Fuera lo que fuese lo que andaban tramando aquellos tres, no iba
conmigo. Estarían robando herramientas o naranjas, aunque no era época y ni una
sola colgaba en las ramas, me daba igual, lo único que sentía era una
apremiante necesidad de poner tierra de por medio sin llamar la atención y
dejar cuanto antes a aquellos tres solos con sus asuntos.
Justo cuando estaba decidiendo si
avanzar o retroceder sobre mis pasos, escuché un golpe seco, como de algo
cayendo al suelo y el tintineo metálico de una hebilla desabrochándose, un
siseo de ropas rozándose, pasos alejándose, chasquidos de succión y un gruñido ronco
de placer.
-
¡Oh! Joder –
pensé –, están follando.
Irse hasta la huerta para hacer el
amor a mi juicio no es la mejor de las opciones, pero conozco una playa cerca
del Saler donde los gais quedan para darse el gusto en medio de las dunas y los
arbustos, algo que a priori no parece demasiado cómodo así que, ¿por qué no iba
un grupo de heteros a elegir en un huerto? Uno de los tipos gimió de placer, la
chica emitió una especie de protesta, las hojas resonaban con un crujir
rítmico, se oía una respiración fuerte que se convirtió en un jadeo apenas
audible al principio y que fue aumentando de volumen después. La estaba
embistiendo. No perdían el tiempo.
Me excité sexualmente, esto no me lo
esperaba. ¿Serían las endorfinas haciendo de las suyas? Sentí una especie de
hambre extraña o de impulso primigenio que jamás había experimentado y que
parecía tener voluntad propia. No podía controlarme, necesitaba ver qué ocurría
entre los árboles casi más que respirar. Mi cuerpo estaba moviéndose por su
cuenta casi antes de que mi mente le diera la orden.
Muy cerca de mí, justo en el borde
del camino de tierra había una acequia de ladrillo revestida de cemento por
cuyo interior, seco en ese momento, se podía caminar. Me introduje dentro. A
los pocos metros la acequia giraba noventa grados bordeando el linde del campo
en dirección a las embestidas que cada vez sonaban más rápidas e intensas. Cuando
estuve en el lugar correcto me asomé por encima de la acequia. Había acertado
el lugar, veía la escena perfectamente.
No resultó ser lo que yo esperaba. Creí
que iba a presenciar un trío, pero aquello no se parecía a un trío en absoluto.
De la mujer apenas veía parte de sus piernas desnudas y las suelas naranjas de
las zapatillas deportivas que era lo único que llevaba puesto. El tipo que
tenía encima era enorme y estaba sudado, se afanaba en montarla frenéticamente
como queriendo terminar cuanto antes. Me recordó un gorila copulando, un primate
de “lomo plateado” aunque la verdad, este gorila tenía un aspecto menos
estético que los de los documentales. El tío conservaba los pantalones azules
de trabajo arrugados en los tobillos, sus piernas eran gordas, peludas y
estaban pegadas a un culo blanco y fofo que rebotaba una y otra vez. La mujer permanecía
completamente relajada, tanto que más que agitarse buscando encontrar el mayor
placer posible, vibraba desmadejada por los empellones que recibía. No se
movía, no interactuaba. No me pareció una actitud normal así que me incorporé
un poco más para verla mejor. Me fijé en sus piernas dejadas caer de cualquier
manera sobre el suelo, sin vida, con los pies tan laxos que se abrían hacia
fuera como las manecillas de un reloj a las diez y diez.
Me moví un poco a un lado y me puse
en pie un segundo. Fue suficiente para ver que nada en ella reflejaba ninguna
emoción concreta, sus ojos estaban cerrados y sus brazos al igual que las
piernas estaban laxos, dejados caer de cualquier modo a ambos lados de su
cuerpo. También vi al fondo, la parte de atrás de una furgoneta vieja. Todo
encajó en mi cabeza como las piezas de un mueble de IKEA y sentí cómo el
estómago me implosionaba en las tripas. ¡Estaba presenciando una violación!
Me quedé bien jodido, como el chico
de la película que está en el lugar equivocado en el momento equivocado. ¿Qué debía
hacer? Si decidía marcharme sería un cómplice por omisión de una violación en
el mejor de los casos, en el peor también de asesinato. Tal y como estaban las
cosas, sólo me quedaba una opción.
Me entró pánico. Un miedo atroz y
repentino. ¿Cómo iba a enfrentarme a una cosa así? Las tripas me dolían mucho.
Tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no cagarme encima. Mi mente bullía de
actividad, pero mis músculos estaban encallados. Agachado en la acequia me
sentía a salvo y sin embargo sabía que debía actuar. Pero ¿cómo? Apreté los puños,
me armé de valor y pensé en incorporarme y dejarme ver con la esperanza de que mi
sola presencia hiciera que el gorila se detuviera y huyese. No se me ocurrió
nada mejor así que me apoyé en el borde de la acequia para tomar impulso y al
hacerlo, un trozo de acequia se desprendió, medio ladrillo de esos antiguos y
macizos. Lo agarré con fuerza y sentí un escalofrío en la espalda. En ese
preciso instante la mujer emitió un nuevo lamento.
Tener una especie de arma, aunque
fuese primitiva en la mano, hizo que cambiara mi improvisado plan. Quizá fuera
mejor ganar la iniciativa en lugar de esperar a que un tío del tamaño de un
gorila se asustase al verme. Estaba aterrado pero no había tiempo que perder y la
decisión estaba clara. Contra toda prudencia me incorporé y quedé expuesto.
Evalué la situación. Había escuchado
dos voces de hombre, pero sólo veía a uno. Fin de la evaluación, a tomar por
culo la prudencia. No necesitaba al yo analista sino al neandertal. Un chorro
alucinante de adrenalina recorrió todo mi cuerpo agudizando mis sentidos,
acelerándome el pulso. Me subí al borde de la acequia como un reo sube el
último peldaño del cadalso, con las entrañas arrasadas por los nervios y
temblando como gelatina en una bandeja.
Cogí impulso y con el medio ladrillo
en la mano corrí hacia el violador de lomo plateado que giró ligeramente la
cabeza. Había ganado la iniciativa y la aproveché. Le aticé un buen ladrillazo
en toda la sien. El sonido me pareció estremecedor, como el de un coco
abriéndose a golpe de martillo. Croc. El tipo cayó sobre la chica como
una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos y quedó inmóvil panza
arriba. Su miembro, enfundado en un preservativo, se mantenía erecto. Qué
precavido para ser un violador, pensé. Todo quedó de nuevo en silencio hasta
que el muy imbécil despertó de pronto y empezó a gritar echándose las manos a
la cabeza. La verdad no esperaba eso de un hombre de su tamaño. Lo lógico
hubiera sido que aquel gigante se levantara y me atacara aprovechando su
ventaja física, pero en lugar de eso, se puso a gritar como una nenaza.
Entonces escuché unos pasos
apresurados aproximándose. Era el otro cabrón que se acercaba al escuchar a su
amigo. Se acercaba a toda prisa. Volví a ponerme nervioso. Atacar a un tío que
está en el suelo y por la espalda era una cosa, pero enfrentarse a dos a la vez
otra muy diferente. Decidí abordar los problemas de uno en uno. No pasar al
segundo sin haber resuelto el primero. Me centré en el gorila chillón
situándome junto a él, cogí impulso y usando todas mis fuerzas le descargué
otro ladrillado brutal que le impactó en plena frente. ¿O fue en la cara? Ahora
mismo, ni lo sé ni me importa el caso es que sentí ceder su cráneo bajo el peso
del ladrillo y los gritos cesaron en seco. Esta vez todos sus miembros, pene
incluido, se relajaron al instante. Ladeó la cabeza y empezó a desangrarse y a
convulsionar. Pensé con desdén que se agitaba como una anguila sin cabeza. Ese
fue el final de su papel, problema resuelto. Me quedaba el otro que no tardó en
dejarse ver.
Apareció por mi espalda, entre las
filas de naranjos. Era un hombre más o menos de mi edad y casi tan alto como
yo. Se quedó perplejo, plantado a pocos pasos de mí y sin acercarse. Me giré
para tenerlo de frente. Se notaba que intentaba comprender lo sucedido. Miraba a
su compañero convulsionando a mis pies, luego me miraba a mí y de nuevo a su
amigo. De pronto, se dio la vuelta y salió huyendo hacia la furgoneta. Menuda
rata cobarde era.
Podría haber dejado que huyera, pero
a esas alturas yo, ya no era del todo yo, estaba de caza y quería mi presa. Le
lancé el ladrillo con toda la fuerza que pude y con más intención que
habilidad, pero nada más soltarlo vi cómo el proyectil trazaba una trayectoria
perfecta directa a su cabeza. El impacto fue demoledor. Le acerté en toda la
nuca. Puede que del golpe se le partiera el cuello como a un conejo, no sé, el
caso es que la rata cobarde se estampó de morros contra el suelo, levantando
una oleada de hojas secas y polvo. Ni usó los brazos para frenar la caída.
Estaba eufórico y bastante
envalentonado. Recuperé el ladrillo y me abalancé sobre la espalda de aquella
rata cobarde descargándole una furiosa andanada de ladrillazos en la cabeza. Un
frenesí sangriento se apoderó de mí. Con cada golpe que descargaba, sentía que
renacía de otra manera. Estaba disfrutando como un cabrón. Me divertía. Correr
era una puta mierda. Desde luego que esto era mucho mejor.
No sé cuánto tiempo estuve así, pero
sé que tardé en detenerme. Miré a mi alrededor y no me lo podía creer. ¿Ya? ¿Eso
era todo? Relajé la cara, me dolía la mandíbula de cerrarla con demasiada
fuerza. No tenía un espejo, pero hubiera apostado un brazo a que al tiempo que
apretaba los dientes, sonreía. Por un instante no supe muy bien cómo encajar
todo aquello. Debería estar hecho un manojo de nervios y terriblemente
asustado, pero en lugar de eso sentí una oleada de asombro, emoción y alivio al
mismo tiempo, como si hubiera encontrado un juguete de la infancia que ya daba
por perdido. Algo muy parecido a estar saciado.
Saciado. ¿De qué?
Mierda. ¡La chica! Me había olvidado
de ella.
Volví a su lado y la observé más
detenidamente. Era joven y muy guapa, incluso ahí tirada se podía ver.
Permanecía inmóvil, tumbada en el mismo sitio y en la misma posición que cuando
la estaban violando. La única prenda de ropa que llevaba eran sus zapatillas,
que por cierto eran para correr. Mantenía los ojos muy cerrados, como si la luz
del atardecer, cada vez más tenue, la molestase. Me arrodillé a su lado. No
parecía estar inconsciente del todo. Movía ligeramente la cabeza, y abría y
cerraba la boca asomando un poco la lengua como si tuviera sed. Ya me ocuparía
de eso más tarde. Lo primero era vestirla así que busqué su ropa. No muy lejos
localicé una camiseta de color amarillo “fosfi” y unas mallas negras hechas un
gurruño en el suelo. Al tratar de desenredarlas se me escaparon de las manos y
fueron a caer sobre los pechos de la chica.
Ella ni se inmutó. Le pregunté su
nombre y sin abrir los ojos balbuceó algo como “Bflafla”. Estaba claro que
llevaba un pedo importante, la habían drogado los muy cabrones. Tomé de nuevo
su ropa y le pasé una mano por detrás de la nuca. Le pedí que se incorporara
para poder vestirla y lo hizo con un movimiento algo torpe y lento, pero casi
sin ayuda. Tenía la cara enrojecida y la piel le sudaba un poco. Consiguió
permanecer sentada en el suelo, algo
encorvada hacia delante, con los brazos dejados caer a los lados. Respiraba a
un ritmo constante y tranquilo. Nada en ella me hacía pensar que estuviera
incómoda o nerviosa por lo que acababa de pasar o por el hecho de estar desnuda
en un lugar apartado frente a un desconocido.
No pude evitar admirar su cuerpo.
Era alucinante. Unas piernas largas, pálidas y atléticas, unas caderas
perfectas que lucían un pubis perfectamente perfilado, ni demasiado velludo ni
totalmente rasurado. No vi ni un solo gramo de grasa corporal colocado en un
mal lugar, nada que sobrara ni que faltara. Parecía una de esas chicas que sólo
pueden verse en fotos por Instagram o en las series de televisión. Los pechos
eran lo mejor. Señor, qué tetas, dos auténticas maravillas de la naturaleza.
Allí no había nadie, podía tomarme todo el tiempo que quisiera admirándolas a
mi antojo. Sus brazos me impedían verlas bien así que le pedí que se inclinara
un poco hacia atrás y que se apoyara con las palmas en el suelo. Obedeció, dejó
al frente dos barbaridades de aureolas sonrosadas desafiando la ley de la
gravedad. Ni abrió los ojos, ni habló. Nada. Me quedé hipnotizado. quieto como
una estatua.
En Internet había leído lo
suficiente como para deducir que esa chica estaba bajo los efectos de la droga
de moda, esa que anula la voluntad, elimina los recuerdos y no deja ni rastro:
la burundanga. Un nombre ridículo para unos efectos tan devastadores. Recordé
el caso de una militar violada por sus compañeros que apenas fue capaz de
recordar el hecho. En aquella ocasión le echaron la droga en la cerveza. No
sabía cómo se las habrían apañado esos dos capullos para lograr que la chica cayera
en la trampa, pero era evidente que había sido una buena dosis. La chica
llevaba un pedal de campeonato y yo podía alegrarme la vista gracias a ello. A
fin de cuentas, para ella en ese momento yo ni siquiera existía.
Pensé seriamente en dejarme llevar. Estar
sin vigilancia, acompañado de una tía buena en pelotas, sometida a mi voluntad por
efecto de las drogas era demasiado bueno para dejarlo pasar. Casi opto por
perder el control, pero en lugar de eso, comencé a vestirla. Le pasé la
camiseta amarilla por la cabeza y al tratar de tirar de ella hacia abajo para
colocársela, resbaló entre mis manos y le rocé accidentalmente uno de sus
pechos desnudos. ¡Buf!
La camiseta a medio poner le quedó
como el capuchón de un ahorcado cubriéndole la cabeza. Ella no se inmutó. La
tela se hinchaba y deshinchaba ligeramente al ritmo de su respiración. Parecía
tranquila así que hice una prueba. Le rocé ligeramente un pezón con un dedo. Su
ritmo respiratorio no se alteró en absoluto. Tampoco se alteró cuando pasé a
tocarle ambos pezones alternativamente. Siguió tranquila cuando tiré de uno de
ellos sin apretar demasiado y también cuando decidí amasarle ambos pechos a
manos llenas.
Como si se hubiese desplomado el
muro de contención de una presa, un tsunami de lascivia me inundó. Sentí en mis
genitales una dureza de tal magnitud que bien podría haber partido un ladrillo
a golpes. Le pedí que se pusiera en pie y aunque requirió algo de ayuda, lo
hizo. Era mía y eso me excitó aún más, la entrepierna me iba a explotar.
Incluso me sentí algo mojado como un adolescente tras un sueño húmedo.
¿Qué me pasa? ¿Estoy volviéndome
loco a qué? Yo no soy así, joder. ¿O sí lo soy? La tía esta ha sido violada,
está sola, desamparada y sí, buenísima. ¿Qué coño estoy haciendo? ¿Quién soy ¡Estoy
ardiendo!
Las sienes me palpitaban y la cabeza
me iba a cien mil revoluciones. Tenía un dolor terrible en los huevos. Con la
esperanza de que una visión horrible me bajara la libido, me fijé en los dos
tipos. Seguían ahí tirados como guiñapos en el suelo, sangrando en abundancia.
Esa visión lejos de horrorizarme, me excitó aún más. No me reconocía.
Estaba ardiendo en la caldera de
Pedro Botero.
La chica seguía en pie con su
camiseta puesta en la cabeza, le retiré las hojas que llevaba adheridas a la
espalda y me pasé uno de sus brazos por los hombros. Agarrándola por la cintura
traté de hacerla caminar, pero resultó tarea imposible así que la alcé en
volandas y la pasé al campo contiguo del otro lado de la acequia. A conciencia
hice que se rozara con todo lo que encontrábamos al paso, quería asegurarme de
que seguía colocada. Recibió algún arañazo en el torso y en los hombros
desnudos, pero no se inmutó. En todo momento me mantuve alerta para asegurarme
de que nadie más andaba cerca.
Cuando llegué donde quería, la tumbé
de nuevo y le dije que se quedara quieta. Volví sobre mis pasos directo al
gigantón de los pantalones bajados y aguantando el asco le retiré el condón que
se le había salido del miembro flácido. No creía que esos dos desgraciados pudieran
recuperarse. Mala suerte para ellos. Esperaban darse un festín y ahora tendrían
suerte de volver a ser capaces de comer solos.
Volví con “Bflafla” le di la vuelta
al preservativo y me lo coloqué. Me arrodillé entre sus piernas y la penetré
sin miramientos. Creo que es el acto más sincero y puro que he hecho en mi
vida. Un acto de absoluto egoísmo. Se puede fingir el amor, se puede fingir la
amistad, pero el odio, el odio no se finge, o se siente o no se siente. Y yo en
ese momento la odiaba profundamente porque estaba seguro de que en condiciones
normales una chica como ella jamás se hubiera acostado con un tío como yo. La
odiaba y le di lo suyo hasta que me corrí. Ella apenas alteró su ritmo
respiratorio. Aunque sabía que era por el efecto de las drogas, me sentí algo
humillado por su indiferencia. Como compensación la monté otra vez. Estaba
seguro de que jamás volvería a hacerlo. Me equivocaba. Aún tuve fuerzas para
hacerlo una tercera vez por detrás, regocijándome, disfrutando la presa de
otro, entrando y saliendo, entrando y saliendo. Amasando, tocando lo que me venía en gana.
No sabía cuánto le durarían los
efectos de la mierda que le habían dado así que, cuando acabé por tercera vez y
con algo de fastidio, decidí dar aquel circo por terminado. Aunque el cielo aún
clareaba, el sol ya se había ocultado tras el horizonte. Empezaba a refrescar y
pronto anochecería. Era el momento de borrar mi rastro
y marcharme.
Me quité el condón que estaba a
rebosar de mí, lo anudé y me lo guardé en el bolsillo del pantalón de deporte.
Si alguien analizaba a la chica por dentro encontraría el material genético del
capullo de los pantalones bajados. Volví a cargar con ella y la dejé de nuevo
en el lugar donde la encontré, tumbada en la misma posición. Violarla en el
campo contiguo dificultaría que la policía detectara “otra” violación que no
fuera la que yo interrumpí. No llevo el móvil cuando salgo a correr por lo que
tampoco podrían rastrearme. Es imposible que la chica me recuerde y mucho menos
que me reconozca ya que no ha podido verme la cara. No la besé, no la chupé,
eso me resultó bastante difícil, pero de esa manera es poco probable que
encuentren restos de mi ADN y aunque lo hicieran, ni estoy fichado ni pretendo
estarlo jamás, con lo que no podrán compararlo con nada.
En cuanto a los dos tipos, me han
visto pero no me preocupa. Suponiendo que recuperen la consciencia algún día y
que vuelvan a hablar, será un milagro que me describan con cierta precisión, la
mente que queda inconsciente por un traumatismo olvida al menos los veinte o
treinta segundos anteriores al trauma.
Antes de marcharme me quedé un
momento más observándola y relamiéndome. Verla allí, indefensa, me volvió a
excitar, tenía toda su pálida piel de gallina y los pezones tiesos como las
espinas de un cactus. Quizá fueran síntomas de que estaban disipándose los
efectos de la droga. Debía irme ya. Recogí el ladrillo, me llevé el pantalón de
la chica, le amasé un seno por última vez para asegurarme de que seguía semi
inconsciente y al ver que no daba muestras de sentirlo, le quité la camiseta de
la cabeza y salí corriendo. Allí se quedó, follada, en pelotas y boqueando
todavía por la sed. ¿Cuál sería su cara al despertar? ¿Qué sería lo último que
recordaría? Debe de ser toda una experiencia salir a correr por la tarde y aparecer
en bolas en medio de la noche, en plena huerta, junto a dos tíos medio muertos,
sin transición, como si te hubieras metido de repente en una pesadilla. No
imagino lo horrible que debió de resultarle intentar componer las piezas del
puzle que le faltaban. La imagino histérica con mil ideas horribles agolpándose
en su resacosa cabeza, vagando en plena noche sin dirección, perseguida por las
sospechas y sintiendo un terror indescriptible. Me reí sólo de pensarlo.
El cerebro, incapaz de predecirse
a sí mismo, es una barca a la deriva en un vasto mar a merced de las corrientes.
Corrientes que esperamos se comporten siempre de la misma forma. Esperamos que
cada día sea igual al anterior y de hecho hacemos lo posible por que así sea
hasta que un día, nuestra deriva se ve alterada por una tormenta que nos
desplaza a lugares remotos, desconocidos, donde nos vemos forzados a explorar
nuevos territorios para sobrevivir. El problema del cerebro es que a veces, lo
que descubrimos al explorar, nos aterra y nos atrae al mismo tiempo, como la
visión de un campo de batalla tras la contienda.
¿Cuán fina es la línea que
nos separa de nuestro lado oculto, ese que sabemos que existe pero que nunca
mostramos a nadie? Nuestras perversiones, nuestras vergüenzas, nuestras
fantasías, nuestras traiciones y venganzas, nuestras frustraciones, todas viven
ahí, en ese rincón del que solo entreabrimos la puerta para echar un vistazo rápido
de vez en cuando. ¿Qué pasaría si nos dieran la oportunidad de abrir esa puerta
de golpe? ¿Quién saldría de ahí? Yo pude descubrirlo aquella tarde primaveral
de hace tres meses y no me arrepiento.
Sin duda yo elegí el
camino. Nadie me dio permiso ni me indicó la dirección, lo elegí yo de entre
una multitud de opciones. Pude seguir corriendo y desaparecer entre los campos
sin culpa, pero no lo hice. Pude haberme detenido tras anular a aquellos tipos,
pero no lo hice. Abrí esa puerta trasera de mi conciencia más tiempo del
necesario, vi lo que salió y me enamoré de ello. Así de simple.
Estuve varias noches sin
pegar ojo, no porque tuviese miedo o remordimientos sino precisamente porque no
los tenía. Sigo sin tenerlos, pero ahora lo asumo y duermo como un bebé. Ahora admito
sin reservas que los humanos seguimos siendo depredadores, pero depredadores
frustrados que ven cómo su instinto de caza se ve reducido a una indigna
elección de bandejas de carne troceada en el supermercado. No tenemos presas. Y
¿qué ocurre cuando un depredador se queda sin presas? Que en cuanto tiene
hambre, se depreda a sí mismo. Yo en concreto he descubierto un apetito nuevo
que debo saciar.
Resulta que he averiguado
varias cosas desde entonces, me estoy perfeccionando. Ahora sé, por ejemplo, dónde conseguir mis
propios narcóticos, sé que si me paso con la dosis el desenlace puede ser
letal. Sé que para llevar adelante mis planes necesito información, conocer a
mi presa mejor que ella misma. Trato de fomentar discusiones, debates por
cualquier motivo. La gente suelta una gran cantidad de información útil a poco
que les pinches. Sobre todo, las chicas a las que ya no consigo ver como
personas y menos si me gustan. Lo único que veo en las mujeres es diversión,
aventura, adrenalina, caza.
Planificarlo es lo mejor.
Elegir de entre todas, una. La más débil o enferma de la manada. No en el
sentido literal evidentemente, me gustan sanas y jóvenes. Pero hoy en día,
muchas, adolecen de egocentrismo y postureo, que no son sino las debilidades
modernas. Las vuelven descuidadas. Van más pendientes del teléfono que de otra
cosa. Lo publican todo: sus costumbres, su modo de vida, los lugares que
frecuentan, la gente con la que se relacionan. No son conscientes de lo fácil
que me lo ponen.
Le he echado el ojo a mi
compañera de trabajo, pero he decidido aplazarlo hasta que se cambie de empresa.
No quiero que la relacionen conmigo. Aquí no se siente valorada y quiere
prosperar, por lo que no tardará mucho. Es muy joven, se cree muy segura de sí
misma, y eso le hace proclamar a los cuatro vientos cosas que debería callar.
No la sigo en redes, pero es que no me hace falta, habla tanto que ya me ha
dicho todo lo que necesito saber. Quizá mientras me la follo la hinche a
hostias para bajarle esos humitos de putita resuelta y sabelotodo. Ya le
llegará el turno.
De momento he empezado por
los gimnasios. Me he apuntado a uno de esos de bajo coste que está bastante
masificado. Es increíble la cantidad de botellas de agua que la gente descuida
y deja a mi alcance. Nadie va pendiente de nada que no sean ellos mismos. Muchas
individualidades concentradas en un mismo lugar de entre las que ya he decidido
quién será la siguiente. La veo casi a diario. Es una de esas tías ultra
organizadas que se machaca de lo lindo y sigue siempre las mismas pautas. Una
de esas pautas es la que llamó mi atención: siempre sale de los vestuarios
bebiendo agua.
De lo que no se dan cuenta
estas personas es de que cumplen con sus costumbres sólo la mayoría de
las veces. Ésta en concreto casi siempre sale con la botella en la mano porque
se la suele llevar consigo al vestuario, pero en ocasiones se le olvida fuera y
después de ducharse, en lugar de comprarse una nueva, se pone a buscarla. Para
mí eso es como una invitación.
Ahí viene. Sale del vestuario
con el pelo mojado, localiza su botella y le mete un buen trago. Esa sí es la
pauta que no falla. Yo la observo a buena distancia y ella por supuesto ni me
ve, esas chicas nunca me ven. Voy vestido para salir a correr. Si alguien
repara en mí, que no creo, pensará que simplemente salgo a sudar un poco. La
sigo. Camina como siempre hacia su coche, un regalo de sus padres al menos eso
es lo que publicó en Instagram, lo sé porque en una ocasión poco menos que le
gritó a un cachas que parece gustarle cuál era su perfil. El tipo es idiota y
hubo de repetírselo tantas veces que lo memoricé.
Da el primer traspiés, ya
empieza a sentirse extraña. Con el trago que ha pegado a ese cóctel de
narcóticos y con el estómago vacío lo raro es que no haya caído fulminada allí
mismo estropeándome todo el plan. Su orgullo trabaja a mi favor, intenta
disimular el hecho de que no acaba de encontrarse bien. Es lo que tienen las
guapas. Antes muertas que perder la compostura en público. ¡Qué cosas! Gracias redes
sociales por fomentar el postureo. De no ser así lo tendría más difícil.
Se tambalea, pero consigue
llegar al coche, guarda la mochila en el maletero, se sienta al volante y reclina
su asiento un poco hacia atrás, deja caer la cabeza y cierra los ojos. Se ha
dejado el coche abierto.
Ya es mía.
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