La vie en rose
I
El elevador metálico se tambaleaba en
el aire mientras ascendía. Chirriaba fuertemente, como un tren cuando frena en
seco y se desplaza por las vías echando chispas, procurando no atropellar a un
animal. Un hombre, de espaldas anchas y tripa caída, manipulaba los botones de
un mando: debía cuadrar el borde del elevador con el hueco rectangular de la
pared. Arriba, más arriba, un poco menos… El elevador se detuvo. El operario
esbozó una sonrisa disimulada mientras se movía a los lados para comprobar su
obra.
Sebastián miraba la escena, cansado.
Detrás de él, un par de compañeros de trabajo permanecían silenciosos. Y un
poco más allá, un grupo de mujeres de edad avanzada, apiñadas como en la cola de
un puesto de verdura, murmuraban cabizbajas cosas ininteligibles, como si la
edad además de disminuir el cuerpo y arrugar la piel redujera el volumen de la
voz y el tamaño de las palabras.
Otro operario apoyó la escalera sobre
la fachada y ascendió con desgana. Con unos guantes negros de nylon empujó el
ataúd que sostenía el elevador hacia el hueco de la pared y desapareció en sus
entrañas. Luego colocaron la lápida del nicho a base de taladro y garras. Las
mujeres mayores empezaron a besar a Sebastián y se marcharon muy despacio, como
reproducidas a cámara lenta. Después, los compañeros de trabajo y después, se
quedó solo, solo con los sepultureros y unos gatos que jugaban a morderse la
espalda.
Decidió no volver a casa todavía, no le
apetecía. Tampoco le esperaba nadie y necesitaba desentumecer las piernas.
Habían sido muchas horas de hospital y tanatorio. Todavía era temprano y el día
amenazaba con hacerse muy largo.
Callejeó hacia el corazón de la ciudad.
Sebastián observaba con mucha atención el ajetreo y el ruido de las calles. Un
día como hoy debería de estar trabajando en el hospital, recogiendo las bolsas
negras de basura por cada planta, amontonándolas en el ascensor de servicio,
lanzándolas dentro de la furgoneta vieja y roída que conducía y, finalmente,
volcándolas en un contenedor, que un camión se llevaría lejos de la ciudad. Y
luego otra vez. Y otra. Aunque a veces, sustituía a Alfredo, un compañero y uno
de los pocos amigos que tenía, y su quehacer diario se reconvertía en limpiar
las ventanas de las habitaciones, de los pasillos, de cualquier cristal que
pudiera mancharse. No es que soñara con pasar la regleta húmeda por todas
partes, pero un cambio de tareas se agradecía de vez en cuando.
Era la hora de comer y entró en un bar.
Se sentó junto a la ventana y siguió observando. Una niña de la mano de su
madre caminaba con premura. Se acordó de su hija y cogió el móvil.
-Dime.
-María, soy yo, Sebastián.
-Ya lo sé. ¿Qué quieres?
-Bueno. Quería… Pues, como ha sido hoy
el entierro, pues… si esta tarde pudiera ver a Ana, aunque sea un momento…
Hubo un silencio. Luego se oyó una
respiración honda.
-Sebastián. Siento lo de tu madre.
Aunque no te voy a mentir, sabes que no éramos uña y carne. Pero Ana no te toca
hasta el viernes, y ya te dije que prefería que ella estuviera al margen de
todo esto, es muy pequeña todavía para enfrentarse a que las personas morimos y
todo eso. ¡Sólo tiene seis años, por Dios! Además esta tarde tiene que ir a patines
y después tiene un cumpleaños. Mejor que no. El viernes ya la verás.
Sebastián recuerda su noviazgo como
feliz. Eran una pareja que se compenetraba bien. María tenía unas cualidades
que suplían las carencias de él, sobre todo en carácter y en decisión, y el
engranaje giraba sin rozaduras. Luego vino
el matrimonio y luego Ana. No sabe por qué pero María cambió. Se transformó. Se
volvió más exigente. Cada día era una prueba contrarreloj por ser la mejor
madre, la mejor educadora, la mejor en todo. No se conformaba con lo que tenía,
sino que quería más, mucho más para su hija: el mejor colegio, la mejor ropa,
la mejor educación. Y su marido no se lo iba a proporcionar. Se comparaba con
otras familias, y nunca encontraba nada bueno en la suya. Sebastián, por aquel
entonces, trabajaba como peón en la construcción y María en una oficina de
administrativa. La frustración de María encontró una diana donde desahogarse,
un saco de boxeo donde golpear. Raro era el día que Sebastián no recibía una
lluvia de reproches que rozaban en muchas ocasiones con la humillación. Ella
tenía mucho carácter, y Sebastián carecía por completo de él. La situación
empeoró cuando Sebastián se quedó sin trabajo. La empresa de construcción donde
trabajaba se declaró en bancarrota y en ese momento empezó su infierno
particular. No encontraba trabajo y cada día era peor que el anterior. Empezó a
beber. Nunca había bebido, no le había gustado nunca, pero en ese tiempo el
alcohol se convirtió en un consuelo. Conseguía un estado que lo inmunizaba ante
cualquier cosa. No había un solo día que no se arrepintiera de todo aquello. Se
divorciaron cuando Ana acababa de cumplir tres años. El Juzgado atribuyó la
custodia a María y estableció un paupérrimo régimen de visitas. Sebastián
volvió a casa, volvió con su madre.
Siguió serpenteando las calles. Jamás
había caminado tanto. Apareció en la plaza del Tossal. La plaza estaba viva,
bulliciosa. No estaba acostumbrado a ver tanta gente, moviéndose de un lado
para otro. Una música le llamó la atención. Era una música especial, muy íntima,
como si desgarrara. No sabría describirla. Una muchedumbre le impedía ver. Se
acercó como pudo, había un joven. Estaba de pie, tocando un violín, en frente
de la terraza de un restaurante. Tenía el pelo largo y despeinado. Camiseta
blanca. Cerraba los ojos mientras se contoneaba agarrando el violín. Movía el
arco de arriba abajo, a la vez que los dedos de la otra mano pulsaban
hábilmente las cuerdas. Una atmósfera mágica envolvía la plaza, que contenía la
respiración, salvo algún que otro niño que correteaba inquieto y gritaba.
Sebastián se quedó cautivado. Aquella música, aquella melodía elevó su cuerpo por
encima del resto. Era una pluma liviana a merced de la corriente. Se acordó de
su madre, de su querida madre. Se acordó de cuando era pequeño y se quedaba con
él en la cama porque tenía miedo. De cuando hacía su tarta favorita en sus
cumpleaños, una tarta de chocolate con galletas bañadas en café, que sus amigos
siempre decían que era la mejor tarta que habían probado nunca. De la cara que puso
cuando cogió el teléfono y escuchó que papá había tenido un accidente y estaba
grave, muy grave, muriendo pocos días después. También cuando su madre acudió a
casa de Lucas, el niño que aterrorizaba a todos en el colegio, para decir a sus
padres que ya bastaba de que le asustaran y le pegaran, que no iba a tolerar
más veces que su hijo viniese del colegio con un ojo morado. Y de la sonrisa
que esgrimía al volver de trabajar, con aquel mono azul, lleno de polvo, a
pesar de estar agotada. Se acordó cuando le dijo que no quería estudiar, que no
servía para nada, que era mayor y quería trabajar, como apenas reaccionó y se
puso a hacer la cena. Y cuando le presentó a María, cómo la acogió de buen
grado, a pesar de que algo en ella no le presagiaba nada bueno. Cómo el
nacimiento de Ana la hizo muy feliz, aunque aquello fuese como un espejismo,
porque María, a menudo, encontraba un pretexto para que su nieta no estuviese
con su abuela. Y se acordó de sus ojos cuando abrió la puerta de su casa y lo
vio a él, tambaleándose, borracho, después de que María lo echara de casa.
Sebastián entró en la habitación de su
madre. Todo seguía igual. La cama estaba deshecha, el batín por el suelo, el
pijama. Cuando la fiebre superó los treinta y nueve salieron zumbando hacia el
hospital. Todavía se conservaba el olor de su piel, ese olor que tiene cada uno
y con los años se vuelve más personal.
Se tumbó en el sofá del salón. La
televisión estaba apagada. A estas horas estarían viendo alguno de los
programas que le gustaban a su madre y él detestaba. Miró la fotografía que
estaba en una estantería, junto a unos libros. Estaban su madre y Ana,
sonriendo las dos. En el fondo, se podía ver un pequeño estanque. Era el parque
de Viveros, la zona de los patos y las ocas. A su madre le gustaba mucho ese
lugar.
Todavía recuerda nítidamente el día que
regresó con su madre. Había discutido con María y aquella tarde estuvo peregrinando
de bar en bar, sorbiendo hasta el último centilitro de cada copa. Se arrastró
como un gusano hasta llegar a la puerta de su casa e intentó repetidamente
introducir la llave en la cerradura. No hizo falta intentarlo muchas veces.
María abrió la puerta y descargó toda su ira sobre él. Tenía su ropa guardada
en sus maletas, como si lo hubiera estado esperando, y después de más y más gritos
lo sacó de la casa a empujones. Ana lo vio todo. También los vecinos. Cabizbajo
y sin rechistar, agarró las maletas y se fue.
No sabía por qué diablos empezó a
beber. Bueno, no es verdad, sí que lo sabía. Tenía la autoestima por los suelos,
se sentía muy solo. Y su madre no estaba allí para ayudarlo, ni tampoco María
estaba por la labor. Al contrario, ella siempre estaba machacándole. Que si no
encontraba trabajo, que si no hacía nada en casa, que si era un gandul, que no
servía para nada. Sebastián callaba, como había hecho toda su vida, y eso la
provocaba todavía más, tanto que a veces perdía totalmente el control, incluso
llegando a empujarle. Sí, tomaba tantas copas porque necesitaba el coraje
suficiente para entrar en su casa y asumir que no podía mantener a su familia y
que su mujer hacía tiempo que no lo quería.
Cuando su madre abrió la puerta y lo vio
allí, de pie, inclinándose hacia delante y luego hacia atrás, no hizo
preguntas. Le preparó algo caliente y lo acostó en su antiguo cuarto, que
estaba como siempre, como si lo hubiera estado esperando. A la mañana
siguiente, con un fuerte dolor de cabeza, su madre y él hablaron. Sebastián se
dio cuenta de muchas cosas. Quizás su matrimonio no era tan ideal como pensaba
en un principio. Quizás ella no lo quería tal como era. Quizás él necesitaba
quererse más. Su madre también se corresponsabilizó de su situación, también
había cometido errores. Siempre lo había sobreprotegido, se quedó sin padre
siendo muy pequeño y no quería que sufriera. Tanto celo y tanto temor habían
convertido a su hijo en una persona dócil, en un títere, con poca personalidad,
que en este mundo de tiburones lo convierte a uno en una presa fácil. Pero ella
confiaba en que todo podía cambiar, siempre se podía cambiar. Sebastián se
propuso así enderezar su vida, empezar
de nuevo, por y para su hija, y su madre volvía a estar ahí para ayudarlo, como
siempre ayuda una madre, sin pretensiones, sin condiciones. Tenía que ser el
inicio de una nueva etapa.
Era de madrugada y no se había dormido.
Tampoco había cenado, aunque no hubiera podido puesto que la nevera estaba
vacía. Durante estos últimos días no había tenido tiempo para comprar nada.
Sebastián miró por la ventana y las calles estaban vacías, las ventanas de las
casas estaban a oscuras, el mundo dormía, mientras él se arrugaba en su
soledad. Encendió la televisión. Necesitaba algo
de entretenimiento, cualquier cosa que lo distrajera un poco. Pero su cabeza
estaba rebosante de pensamientos y de imágenes que se sucedían unas tras otras
y no lo dejaban descansar.
El inicio esperanzador fue difícil al
principio: apenas podía pagar la pensión
por alimentos. Su madre le ayudaba económicamente. Aunque poco a poco,
el barco fue enderezando la proa. Sebastián dejó de beber, eso no fue muy difícil:
nadie le decía que si era un mamarracho o no servía para nada. Encontró un
empleo en una empresa de limpieza. El trabajo era monótono, sencillo, aunque
muy digno. Su empresa les decía que ellos eran esenciales para el hospital, que
gracias a ellos se mantenía el hospital limpio e inmaculado, protegiendo a sus
huéspedes de la entrada maliciosa de bacterias y virus. La relación con su
madre era fluida y respetuosa, mucho mejor de lo que hubiera podido pensar. Y estaban
las visitas a su hija, que tanto él como su madre esperaban ansiosos cada
viernes como agua de mayo. Sebastián se sentía tan bien que se planteó incluso
ampliar el horario de visitas, que su hija pudiera quedarse algunos fines de
semana en casa. Esa propuesta cayó como una provocación en María, que de ningún
modo iba a permitir que Ana durmiese en casa de su abuela con un borracho y un holgazán.
“Se comporta como una leona rabiosa” rumiaba su madre. Y una vez que su vida caminaba
por un terreno sólido y con pocas espinas, su madre enfermó repentinamente y
ahora… ahora la había abandonado en un diminuto y escalofriante nicho.
Al final, Sebastián pudo dormirse. La
televisión siguió encendida.
II
Días después del funeral, Sebastián se
incorporó al trabajo. Intentó continuar como si nada hubiera pasado, como si la
muerte de su madre fuera algo que debía asumir con naturalidad y no afectase a
su vida y a sus progresos. Pero no fue así. La casa, poco a poco, se le caía
encima, y no tenía nadie a quien recurrir. Su vida ahora le parecía triste y
aburrida, con un trabajo que consistía básicamente en recoger la mierda de los
demás. A su hija sólo la veía los viernes por la tarde, un par de horas, sin tiempo
para intimar, al menos, como lo haría un padre de verdad. Incluso María se
había envalentonado con la muerte de su madre y no paraba de amenazarle para
que retirase del Juzgado su petición de ampliar el régimen de visitas.
El avance del otoño lo deprimió aún más.
Dormía poco, estaba tenso, Sebastián sucumbía. Tenía que hacer un sobreesfuerzo
descomunal para que su hija no advirtiese la depresión que lo acechaba.
Normalmente paseaban por el parque de Viveros y lanzaban trozos de pan a los
patos o a las ocas. Otras veces, iban al cine y comían palomitas. Pero en
cuanto la dejaba en casa y se reencontraba consigo mismo retornaba a su aura
sombría, que no parecía resquebrajarse nunca. Tampoco tenía demasiados amigos,
salvo un par de compañeros del trabajo, los mismos que lo acompañaron en el
funeral de su madre.
Una tarde volvía del trabajo en el
autobús. Sebastián observaba al resto de viajeros. Todas las caras le parecían grises
y sombrías. En una parada subió un hombre que estaba borracho. No podía
mantenerse en pie. Un señor en la parte delantera le cedió el asiento. Que
malos aquellos tiempos en los que tonteó con la bebida, cuando entraba en un
bar sobrio y salía como si tuviera el mal de tierra de los marineros. Aquello
casi le cuesta no ver a su hija. Su madre lo ayudó a salir del agujero y le
insufló confianza. Autoestima. Le enseñó también a asumir que todos nos
equivocamos y merecemos una segunda oportunidad, que tenemos que salir
adelante, siempre adelante. Recordó que le prometió que, pasara lo que pasara,
no sucumbiría nunca más a los tentáculos del alcohol, que era consciente de los
estragos que producía.
Bajó del autobús. Tenía que salir de
aquel cacharro con ruedas que sólo le transmitía malas vibraciones. Mejor
volver andando.
El
viento soplaba ufano y las hojas de los árboles correteaban por las calles
enredándose en los pies de los viandantes, que las arrastraban durante unos
metros. Las farolas aún no estaban encendidas y las sombras se iban apoderando
de las calles. Pensó en llamar a María, quería hablar con su hija, pero seguro
que no podía, estaría en alguna extraescolar o en algún cumpleaños. El juego de
luces de los coches y las farolas, los muñecos de los semáforos, los
escaparates de las tiendas, los pitidos, el bullicio, todo le distraía. Un escaparate gigante le
llamó la atención, era el escaparate de
una tienda de música. Se fijó en los instrumentos que había, en cómo relucían,
como si fuesen eternamente nuevos: órganos, trompetas, flautas y violines.
¡Violines! Se acordó del violinista callejero que estaba en la plaza del
Tossal, el día del entierro de su madre. Fue como un fogonazo. Su vida iba a dar
un cambio de ciento ochenta grados.
El barrio donde creció Sebastián era
uno de tantos de clase obrera construido durante los años 70 y 80 en el
extrarradio de Valencia. Todos los edificios de viviendas eran gemelares, con
la misma alineación y el mismo color verde aceituna. Cada cuatro o cinco calles
había un parque, con una palmera datilera en el centro y muchos bancos de piedra
alrededor. En uno de esos parques había una academia de música, a tres minutos
de su casa. Cuando era pequeño, su madre lo apuntó a unas clases de solfeo,
pero coincidió con el fallecimiento de su padre y Sebastián enmudeció de la
noche a la mañana, de repente. No decía ni los buenos días. Fue un año de
constantes visitas al psicólogo y ausencias temporales en el colegio y, por
supuesto, no pudo continuar con sus clases de solfeo.
Una tarde después del trabajo se
presentó en la academia de música, que continuaba abierta a pesar de los años.
Detrás de un mostrador alto, había una mujer que se llamaba Verónica, de unos treinta
años. Miraba directamente a los clientes, prácticamente sin pestañear. El pelo
rojizo le llegaba hasta los hombros y siempre tenía una sonrisa en la boca. A
Sebastián le resultó bastante atractiva. Detrás de ella había recortes de
periódicos colgados en la pared, fotos de personas que sujetaban instrumentos y
carteles de certámenes de música.
-¿Conque quieres aprender a tocar el
violín? Vamos a ver, ¿has estudiado alguna vez música? ¿En el Colegio? ¿En
alguna academia?
Sebastián pensó por un instante
contarle las clases que recibió siendo un niño en esa misma academia, pero
habían pasado muchísimos años y, la verdad, no se acordaba de nada.
-Pues va a ser un poco complicado lo
que me pides, ¿no? Querer tocar así de repente el violín…- Lo miró con picardía;
Sebastián se sonrojó un poco, hacía mucho tiempo que ninguna mujer lo había
mirado así- Bueno, a lo mejor puedes intentar primero ir a unas clases de
solfeo y luego…
-Es que yo sólo quiero aprender a tocar
el violín-volvió a apuntar Sebastián sin mirarla a los ojos, parecía un niño
caprichoso.
-La verdad es que el violín es uno de
los instrumentos más complicados. Bueno, bueno. De todas formas durante las
clases te pueden ir explicando solfeo… Eso, todo a la vez, ¡ala!- empezó a
mirar una libreta con anotaciones y un folio que contenía un calendario- Bien,
aquí tenemos una profesora de violín, que da clases individuales. A ver…-
siguió mirando el calendario- ¿Los jueves a las siete?
Desde el recibidor, con Verónica en primera línea,
partía un pequeño pasillo que se subdividía, a su vez, en una maraña de corredores,
tan estrechos, que casi no cabían dos personas de lado. Al final de cada corredor
había un cuarto insonorizado. Todo un laberinto. Todos los cuartos tenían una
cosa en común: estaban totalmente desordenados. Era como que para ser músico tuvieras
que, además de saber tocar, saber convivir con el caos más absoluto.
La primera clase de violín fue como una
charla de amigos en un bar de la esquina. Su profesora, Paula, de cuerpo menudo
y piel blanca, sometió a Sebastián a un interrogatorio acerca de sus gustos, de
sus inquietudes, de su vida, el por qué había escogido el violín. Al principio
Sebastián se mostró distante y serio, pero poco a poco el encanto de Paula fue
conquistando a su alumno, que se sentía cada vez más cómodo con ella.
Paula era una jovencísima profesora que
acababa de finalizar el Conservatorio Superior de Música. Tenía muchos planes para
el futuro, entre ellos, enrolarse en alguna filarmónica y viajar por el mundo
tocando el violín. Era una persona que transmitía vitalidad por cada poro de su
piel y eso le gustaba.
Ana se quedó boquiabierta cuando vio el
violín que se había comprado su padre, que le contó detalladamente cómo era la
academia y sus laberínticos pasillos, y cómo era su joven profesora y lo
magistralmente que tocaba el violín. Sebastián disfrutaba al ver la cara de su
hija cuando le contaba sus aventuras en la academia. Se empezó a sentir orgulloso
de sí mismo, estaba enseñándole cosas nuevas a su hija.
La práctica del violín fue muy despacio
al principio. De hecho, coger el violín per se suponía hacer algo extraño e inusual.
Sujetarlo con la mano izquierda, colocarlo correctamente sobre el cojín que
descansa en el hombro, ladear la cabeza hasta apoyarla en el cuerpo del violín,
etc. No digamos coger el arco con la otra mano y deslizarlo sobre las cuerdas
con la precisión adecuada. Sebastián quedó impresionado con la importancia del
dedo meñique en la sujeción del arco. El dedo que parecía el más prescindible
de la mano se convertía en primordial en la práctica del violín. Las primeras
semanas hacían ejercicios muy básicos. Paula, a menudo, intercalaba lecciones de solfeo, enseñándole las notas
musicales, el pentagrama, las negras, las blancas, las corcheas. Era una
profesora muy paciente. Sebastián fue progresando poco a poco, con mucho entrenamiento,
eso sí. Practicaba todos los días
después del trabajo, salvo los viernes que estaba con su hija. En su casa había
habilitado una de las habitaciones para sus ensayos, que hasta entonces la
utilizaban de cuarto trastero. La limpió a fondo, compró un atril, colgó
algunos carteles de conciertos en las paredes, consiguió una silla de segunda
mano especial para tocar el violín. El cuarto se transformó así en un santuario
de la música. Y practicaba, y practicaba.
Paula le recomendó los conciertos de
música clásica para niños que hacían en el Palau de la Música, Ana se lo
pasaría en grande. Casualmente, los conciertos eran los viernes por la tarde,
el día que estaba con ella. Sebastián creyó que sería muy buena idea. Además, como
colofón final, sería estupendo cenar en plan de hamburguesas y patatas fritas
con kétchup. Llamó a María.
-¡Dime!- contestó María en su tono
habitual, el tono de un jugador defensivo de los Buffalo Bills.
-Hola María. ¿Cómo estás?
-Muy bien. Al grano que tengo cosas que
hacer
Sebastián tragó saliva y pasó al
ataque.
-El próximo viernes he visto que hacen
un concierto de música para niños en el Palau. Y he pensado que después estaría
bien cenar con Ana. ¿Qué te parece?
Hubo un silencio, no sabe si premeditado
o no.
-¡No!- contestó tajantemente María- La
hora de vuelta es la acordada y ya está.
-Sí, pero sólo nos retrasaríamos un
poco. Sería para cenar.
-He dicho que no.
Sebastián empezó a sentir cómo le subía
un calor por el cuerpo que creía que iba a abrasarle la cara. En otro momento
de su vida seguramente la conversación hubiera terminado en ese punto, pero
estaban pasando muchas cosas que estaban haciendo mella en él. Volvió a tragar
saliva y con gran contención dijo:
-Mira María. Llevamos casi tres años
divorciados y nunca te he pedido nada. Sé que como padre he cometido muchos
errores, pero estoy intentando enmendarlos, por Dios, que lo estoy intentando. Sabes
que mi hija es lo único que me queda- en esta última frase se le quebró la voz-
Sólo te pido volver un poco más tarde de lo habitual, sólo cenar después del
concierto. Y luego a casa. ¿Cuánto tiempo llevo sin cenar con mi hija? Piensa
por lo menos en tu hija, que es bueno que este con su padre, aunque no sea como
tú hubieras querido.
Si le hubieran dicho hace seis meses
que estaba dando clases de violín en una academia, que ya había empezado a
tocar acordes con un poco de soltura, que había asistido a un concierto de
música con su hija en el Palau de la Música y ahora, después del concierto,
estaban cenando en un restaurante una hamburguesa con bacon y queso no se lo
hubiera creído nunca. Realmente no se lo hubiera creído en ningún caso. Los
últimos meses, desde la muerte de su madre, habían sido muy duros, pero
empezaba a ver la luz al final del túnel. El descubrimiento del violín, las
clases, las miradas de Verónica que hacían que se pusiera colorado, y la
aparición de una cualidad hasta ahora desconocida por él que le hacía querer
mejorar continuamente habían supuesto un auténtico revulsivo en su vida, una
recarga de energía que hacía que mirara al futuro con más ilusión.
-¿Te has fijado en todos los
instrumentos de la sala? Había instrumentos de cuerda, de viento, de percusión.
Todos sonando a la vez, cada uno en el momento oportuno y con la intensidad
adecuada, una perfecta máquina de hacer música, y todos guiados por el
director. ¿No te sonaba fantástico?
-Sí, papá. Me ha gustado mucho-
contestó Ana y siguió comiendo las patatas fritas rociadas de kétchup. La
hamburguesa literalmente la había engullido.
- Y ¿qué te parecía el violinista que estaba
más cerca del director? Tienes que tener un don especial para manejar el arco
de esa manera, es muy difícil,… Pero sabes una cosa: con la práctica, hija, con
el esfuerzo, también se puede llegar a dominar el violín, hacerlo sonar muy
bien. Y lo mismo lo puedes aplicar a cualquier cosa que te propongas- Paula
seguía comiendo sus patatas, pero ahora tenía hasta la nariz manchada de
kétchup.
En la academia, Paula le contó que al final de curso siempre hacían un festival en un centro
social, donde asistían los familiares y los amigos para ver la actuación. Como
había progresado mucho y, aunque llevaba poco tiempo, si quería, podía elegir
una pieza sencilla para interpretarla. Sebastián sentía un poco de vergüenza,
tener que subir al escenario, todos mirándolo, y que pudiese equivocarse. Pero
últimamente sentía que podía con todo y eligió una pieza entre las que le
propuso Paula: “la vie en rose”, en escala Do mayor.
Sebastián estaba entusiasmado, tenía un
objetivo, una misión. Se tomaba las prácticas de violín con más seriedad y
practicaba todavía más horas. Incluso tuvo que pedir disculpas en repetidas
ocasiones a los vecinos cuando se ponía a ensayar a horas no adecuadas y le
llamaban la atención. Faltaban unos meses para el festival y quería hacerlo muy
bien. Además su hija estaría allí, quería que disfrutara, que se sintiera
orgullosa. Ya había hablado con María, quien misteriosamente había aceptado sin
rechistar. No sabía si estaba ablandándose o es que el tono y la seguridad que
Sebastián esgrimía últimamente la habían dejado sin opción a defensa.
III
La realidad de Sebastián se truncó por
un acontecimiento inesperado. La empresa de limpieza en la que trabajaba, que
prestaba sus servicios en el hospital, terminó su contrato con la Administración
y fue sustituida por otra, subrogando a gran parte de los trabajadores.
Sebastián, a pesar de que estaban contentos con él, era de los que menos
antigüedad tenía, así que no fue contratado.
De la noche a la mañana pasó a ser un
nombre más en las listas de desempleados del Servicio de empleo. Su ánimo cayó
en picado. Hizo cálculos de los gastos que debía asumir y el horizonte se le
ennegreció más. Su madre ya no estaba y todos los gastos de la casa recaían
sobre su bolsillo. No quería pedir una rebaja de la pensión de alimentos porque
María podía acudir al Juzgado y frustrar su propósito de ampliar la custodia de
Ana.
Apesadumbrado fue a la academia a
comunicar que tenía que dejar de acudir a las clases, al menos, por el tiempo
necesario hasta que encontrase un nuevo trabajo. Por una vez Verónica, la
recepcionista, dejo de sonreír. Paula le animó a seguir practicando en casa y
que cualquier cosa podía contar con ella. Respecto al festival de final de
curso, en principio, no podía participar, sólo era para los inscritos en la
academia, aunque se comprometieron a, debido a sus especiales circunstancias, convencer
a su jefe para que hiciera una excepción.
Al principio, Sebastián intentó
mantenerse ocupado, continuó con las rutinas como si estuviera trabajando. Por
las mañanas acudía a la oficina de empleo para aportar documentación, buscar
cursos de formación o hacer entrevistas, después daba paseos para hacer
ejercicio, y por las tardes seguía tocando el violín. Pero los días fueron transcurriendo
y su situación no cambiaba, y el aura sombría de antaño reapareció de nuevo,
apoderándose de él.
La pereza y la desidia circularon por
todo su cuerpo como la sangre circula por las venas. Permanecía cada vez más
tiempo recluido en casa, con la televisión encendida, holgazaneando en el sofá,
siempre con el pijama puesto. Dejó de tocar el violín, no era capaz ni de abrir
el estuche. Sólo salía para comprar cualquier cosa y volver rápido a casa. Estaba
deslizándose por un tobogán cuyo final no era nada halagüeño.
Una tarde sonó el móvil.
-¿Sí?
-Hola, soy Verónica. ¿Cómo estas
Sebastián?
La llamada le cogió por sorpresa. Hacía
más de un mes que había dejado de ir a la academia y había olvidado la voz y la
sonrisa de la atractiva recepcionista.
-Sabes, hemos estado hablando con el jefe
y el muy cabezota es duro de convencer. Sigue con que es necesario estar apuntado.
Dice que no puede hacer excepciones, que si no luego vendría otra y otra, y la
academia es un negocio y bla, bla.
-Bueno, no te preocupes, Verónica. No
pasa nada.
-Pero, ¿sabes?, creo que al final entre
Paula y yo le convenceremos. Todavía falta un poco más de un mes para el
festival y podemos ser muy persuasivas, ¿sabes?
Sebastián había olvidado por completo
el festival.
-¿Sigues practicando con el violín?
-Bueno…, pues…, sí- mintió- Sí que
estoy practicando, pero estoy un poco liado con el tema de buscar trabajo y
eso.
-Tranquilo, lo primero es lo primero.
Pero intenta sacar tiempo de donde puedas, que me ha dicho Paula que tienes un
talento especial y no quiero que se eche a perder, ¿eh? ¿Todo bien?
El resto de la tarde su cabeza no paró
de repetir la misma palabra: talento, talento, talento. Imaginó que lo más
probable es que lo hubiera dicho para quedar bien y subirle los ánimos. Pero lo
había dicho, sí, con todas las letras. Y le había subido los ánimos.
Se sentó en la cama de la habitación de
su madre. Volvió a observar cada detalle, cada rincón. ¿Qué pensaría ella de
todo esto?, ¿qué pensaría ella de mí?, ¿qué me diría? Cogió el batín que aún
seguía en el suelo y lo colocó en un perchero. Miró todas las camisas y las chaquetas
colgadas, toda la ropa doblada en los estantes. Las acarició con los dedos. Recordó
el día de su muerte, de su funeral, recordó su triste entierro. Su madre
hubiera merecido una despedida mucho mejor, si
le hubiera dado una despedida mejor…
Empezó a practicar de nuevo con el
violín. Se levantaba temprano. Tomaba un escueto desayuno y escuchaba clases de
solfeo que había encontrado por internet. Luego, a una hora aceptable para los
vecinos, tocaba el violín. Repasaba todas las notas, todos los acordes, todo lo
que le había enseñado Paula. Después se presentaba en la oficina de empleo para
informarse de ofertas o de cursos. Y volvía a casa a practicar.
Sin darse cuenta, intensificó
excesivamente las horas de violín. Empezaban a dolerle los tendones de los
dedos, la muñeca, las cervicales. Siempre en la misma postura corporal, los
mismos movimientos de brazos, el cuello inclinado. Pero no podía parar. Algo se
había apoderado de él que lo empujaba a tocar y a tocar. Cada vez que subía el
arco le asaltaba a la mente un recuerdo, cada vez que pulsaba dos cuerdas una
imagen le sacudía el alma. Abandonó la búsqueda de trabajo, de cursos. Estaba
totalmente obsesionado con tocar el violín y tocarlo bien, muy bien. Apenas podía
dormir por la excitación del día siguiente y seguir ensayando. Se convirtió en
un drogadicto de aquél instrumento de cuatro cuerdas. No contestaba al teléfono,
no hablaba con nadie. Sólo tenía en la cabeza un pensamiento: el violín.
Después de muchos días y de muchas noches,
dejó el violín en su regazo, respiró hondo y sonrió satisfecho.
IV
Viernes. Sebastián se dio una ducha, se
afeitó concienzudamente y se vistió de manera elegante. Estaba nervioso. Había
llegado el momento. Guardó el violín en su estuche y salió de casa.
María se sorprendió al ver a Sebastián,
tan arreglado y con el violín, pero no le dijo nada, salvo el habitual “sé
puntual”.
Ana, mirando a su padre, le preguntó:
-¿Dónde vamos hoy, papi? ¿A ver los
patos del estanque?
-No hija, hoy no- contestó Sebastián
con cariño- Hoy vamos a ver a tu abuela.
El cementerio tenía un aire misterioso.
El cielo estaba nublado, amenazaba lluvia. Sus calles sepulcrales estaban
desiertas, salvo por algún visitante solitario o algún operario. Eso sí, los
omnipresentes y sagrados gatos campaban alegremente a sus anchas, como que lo
que se escondía dentro de cada nicho no fuese con ellos. Ana caminaba agarrada
de la mano de su padre, mirando los bloques de mármol con mucho respeto. Nunca
había visto nada igual.
-No te asustes, cariño. Aunque no lo entiendas
aún, éste es uno de los sitios más seguros del mundo.
Ana se sentó en un banco mirando a su
padre, que estaba de pie, delante de un bloque de nichos, sacando el violín del
estuche. Una anciana, a pocos metros, apoyada en un bastón de madera,
recolocaba unas lirios blancos en un florero. Sebastián deslizó cuidadosamente un
paño de fieltro por el cuerpo del violín, giró un par de clavijas, agarró el
arco con la mano derecha y apoyó el violín en su hombro. Se giró hacia Ana
sonriéndola y ella le devolvió la sonrisa. Miró ahora hacia el nicho de su
madre con un nudo en la garganta, entornó los ojos, y comenzó a deslizar el
arco de arriba abajo. La melodía empezó a sonar.
La mujer que recolocaba las flores se
quedó mirando al violinista misterioso. Hasta los gatos dejaron de jugar para
prestar atención a la música que envolvía el lugar. Un operario que estaba
cerca pensó en decirle que no estaba permitido tocar ningún instrumento
musical, que no se podía perturbar de ningún modo la paz de los muertos, pero
por la melodía en sí misma, por la romántica figura de aquel hombre recortada
en la tarde gris o por la presencia de la niña que lo acompañaba decidió
dejarlo hacer, que los muertos no iban a protestar. Sebastián tocó el violín
como nunca antes lo había tocado.
Un trueno hizo retumbar el suelo y una fina
lluvia empezó a caer. Sebastián tocó los últimos acordes y miró al cielo. Sus
lágrimas se mezclaron con la lluvia y refrescaron su cara. Ana se acercó a su
padre.
-¡Papá! ¡Papá!
Sebastián se acuclilló y rodeo a su
hija con sus brazos.
-¡Ha sido la tarde más bonita de todas
las tardes del mundo!
Sebastián le quitó el pelo mojado de la
frente, la dio un beso y emocionado le dijo:
-Gracias cariño, a mí también me lo ha
parecido.
FIN
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