miércoles, 27 de noviembre de 2019

Bueno, empezamos...

                                                                SHPRESA

El ruido de unas escobillas giratorias resonó con brusquedad en su cabeza embotada y abrió los ojos. Todavía era de noche, aunque la ciudad llevaba un rato despierta. Estiró el brazo palpando con la mano el suelo acartonado hasta que encontró lo que andaba buscando. Se sentó y, apartando la pestilente manta que cubría su cuerpo, apuró el poco vino que le había sobrado del día anterior. Hizo una mueca de asco, lanzó el cartón de vino a un lado y se escuchó un eructo. Apenas podía abrir los ojos. Tenía los párpados bañados en gelatinosas legañas y cosidos a la piel. Al ruido de las escobillas le acompañaba también unos pitidos agudos que sonaban a intervalos. Se limpió los ojos con los dedos sucios y a través de las ramas, al otro lado del seto, pudo distinguir lo que parecía una figura humana que se dirigía hacia él. Llevaba una máscara y unas grandes gafas que impedían ver su rostro, y también un mono abombado, desde el cuello a las rodillas, que rozaba con el tiro alto de unas botas impermeables. Agarraba con ambas manos un tubo flexible de color negro que emergía por detrás de su espalda. La boca del tubo, de diámetro considerable, olisqueaba en zigzag el imperturbable suelo provocando la estampida de lo que encontraba por delante. A dos metros de distancia la figura humana se dio la vuelta bruscamente y siguió su camino. Una nube de polvo y hojas lo envolvió todo. En un acto reflejo metió la cabeza entre las piernas. Aguantó la respiración y se apretó con fuerza a sí mismo. En un primer momento sólo había negrura y mucho ruido. Pero luego empezaron a aparecer por su cabeza aquellas imágenes de paredes desconchadas, de coches carbonizados, de uniformes repletos de botones, gente despavorida corriendo por las calles… y luego aquella niña, una niña en medio de todo, con el pelo enmarañado y abrazando una muñeca. La niña lo miraba directamente a los ojos, directamente. Shpresa empezó a sentir como retumbaban con fuerza los latidos del corazón entre las dos clavículas, ganando velocidad progresivamente. Levantó la cabeza de súbito y volvió al lugar tétrico donde había mal dormido esa noche: recogido entre la sombra de una pared y un seto descuidado. A cuatro patas atravesó las ramas enrevesadas del seto y alcanzó el pavimento. Vio cómo se alejaba el diminuto coche de la limpieza con su luz amarilla en el techo, dejando tras de sí un suelo mojado y aparentemente limpio.

La avenida Blasco Ibáñez estaba prácticamente vacía. Las farolas todavía escupían luz y esporádicos coches circulaban por el asfalto. Tampoco se veía a los apresurados estudiantes desplazándose con alegría a sus claustros. En las últimas semanas, Shpresa estaba durmiendo, junto con otros mendigos, en la zona de facultades, cerca del Hospital Clínico. Sabía que en apenas una hora aquel silencio y paz se iban a convertir en un vaivén de vehículos y estudiantes colapsando la avenida. Cruzó los carriles hasta alcanzar la zona ajardinada, que se extendía entre las calzadas de circulación, y se sentó en un banco de piedra, debajo de una arboleda. Algún que otro vecino con cara de dormido paseaba su perro. 

Sentía como si tuviera unas tenazas constriñéndole las sienes y la lengua más áspera que la suela de sus agujereadas zapatillas. Ayer se volvió a exceder con el vino, como iba siendo costumbre. Empezó a sentir también un desconsolado vacío en el estómago. Llevaba sin comer no sabía cuánto tiempo y las últimas monedas las había derrochado en un vino de mesa asqueroso. Tenía que conseguir algo para echarse a la boca. Pero los supermercados aún no estaban abiertos y no podía acurrucarse delante de sus puertas automáticas y tantear la suerte. No le gustaba en absoluto pedir limosna, pero las opciones estaban llegando a su punto final. Me encamino hacia el precipicio, se decía en voz baja, al mismo precipicio. También podía buscar una calle y sacar unas monedas como aparcacoches, pero no tenía cuerpo para eso. Además, la última experiencia le había costado la fractura del tabique nasal. Durante un tiempo compartió con un senegalés una calle cercana para indicar a los conductores los lugares vacíos donde podían aparcar sus coches. Se repartieron la calle por mitades, a la altura de la entrada de un garaje. Y movía el brazo de arriba abajo, como si fuera el péndulo de un reloj clásico de pared. Cada uno ganaba lo que recibía en su tramo. Todo funcionó bien hasta que el senegalés quiso cambiar, decía que se ganaba más dinero en su lado. Y como fue el primero en trabajar en toda la calle, tenía derecho a pedir un cambio. Shpresa, en un primer momento, aceptó. Realmente el negro llegó primero a la calle y le dejó compartir la misma. Era justo. Además, hasta entonces, se habían entendido bien. Pero luego también quiso modificar el punto que dividía la calle, decía que no eran iguales, y Shpresa ahora no podía aceptar. Si continuaba cediendo pronto querría una parte de su recaudación. Vivir en la calle tenía sus propias reglas o ninguna, depende de con quién te toparas. En plena discusión, el senegalés se volvió violento y al final tuvo que sacudirle. Aunque se alimentaba peor que una rata y tenía la sangre macerada en alcohol, Shpresa conservaba sorprendentemente la fuerza que la naturaleza le había otorgado, la misma fuerza que en la guerra resultó letal en el cuerpo a cuerpo. Al día siguiente volvió con cuatro más y no pudo defenderse. Recibió una buena tunda, y si no fuese por la llegaba de la policía quizá no lo hubiera contado. Alguna vez todavía le dolía el hueso roto de la nariz. Mientras observaba un pequeño bulldog vaciando su vejiga en medio del césped se acordó de un lugar, no lejos de allí, donde seguro que iba a recibir un café caliente y un par de madalenas.

continuará...

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